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– He pensado que preferiría cenar aquí esta noche, la noto cansada después del largo viaje -dijo Daldry instalándose en la mesa.

– No, no demasiado -respondió Alice-. He dormido en el avión y, además, en Londres son dos horas antes. No consigo creer que sea ya de noche.

– Los desfases horarios son desconcertantes cuando no se tiene costumbre de viajar. Mañana necesitará levantarse a las tantas. Le propongo que quedemos hacia mediodía.

– Es muy previsor por su parte pensar en mañana, Daldry, pero la noche ni siquiera ha comenzado.

El maître les presentó las cartas: había becada en el menú y multitud de pescados del Bósforo. Alice no apreciaba demasiado la caza; dudó si pedir el lüfer [3] que le aconsejaba el maître, pero Daldry les pidió cigalas. El maître dijo que las de aquella región eran excelentes.

– ¿Con quién hablaba? -le preguntó Alice.

– Con el maître -respondió Daldry, sumido en la carta de vinos.

– Cuando he llegado al bar parecía estar en plena conversación con un hombre.

– Ah. ¿Él?

– Con ese «él», me imagino que se refiere a la persona con la que le he visto conversar.

– Es un guía que capta clientes vagando por el bar. Pretende ser el mejor de la ciudad…, pero su inglés es espantoso.

– ¿Necesitamos un guía?

– Tal vez unos días, no es ninguna tontería tenerlo en cuenta, eso nos hará ganar tiempo. Un buen guía nos sabrá ayudar a encontrar las plantas que busca y, por qué no, nos llevará a regiones más salvajes, donde la naturaleza podría reservarnos algunas sorpresas.

– ¿Lo ha contratado ya?

– Claro que no, apenas hemos cruzado unas palabras.

– Daldry, la caja del ascensor es de cristal, los he visto antes incluso de llegar a la planta baja y parecían en plena conversación.

– Intentaba venderme sus servicios, yo le escuchaba. Pero, si no le gusta, puedo pedirle al conserje que nos encuentre otro.

– No, no quiero hacerle gastar inútilmente el dinero. Estoy segura de que, con un poco de criterio, podremos desenvolvernos. Más bien deberíamos comprar una guía turística; al menos, no tendremos que darle conversación.

Las cigalas estaban a la altura de las promesas del maître.

Daldry se dejó tentar por un postre.

– Si Carol me viese en este comedor suntuoso -dijo Alice tras probar su primer café turco-, se pondría verde de envidia. En cierta forma, también le debo este viaje un poco a ella. Si no hubiese insistido en que fuese a hablar con esa vidente en Brighton, nada de todo esto habría pasado.

– Entonces, deberíamos brindar por su amiga Carol.

Daldry le pidió al sumiller que les sirviera un poco más de vino.

– Por Carol -dijo Daldry haciendo tintinear el cristal.

– Por Carol -repitió Alice.

– Y por el hombre de su vida, al que encontraremos aquí -exclamó Daldry levantando de nuevo su copa.

– Por el perfume que lo hará rico -respondió Alice antes de beber un trago de vino.

Daldry le echó una mirada a la pareja que cenaba en la mesa vecina. La mujer, con un elegante vestido negro, estaba preciosa. Daldry le encontró un parecido con Alice.

– ¿Quién sabe? A lo mejor tiene familia lejana que se instaló en esta región.

– ¿De qué habla?

– Hablábamos de la vidente, que yo sepa. ¿No le dijo que tenía orígenes turcos?

– Daldry, de una vez por todas, deje de pensar en esa bobada de la adivinación. Las palabras de esa mujer no tenían ningún sentido. Mis padres eran ingleses, y mis abuelos también lo eran.

– Figúrese, tengo un tío griego y una prima lejana veneciana. Y, sin embargo, toda mi familia es natural de Kent. Los matrimonios deparan muchas sorpresas cuando uno estudia su genealogía.

– Pues bien, mi genealogía es de lo más británica, y nunca he oído hablar de un abuelo que haya vivido a más de cien millas de nuestras costas. Mi tía abuela Daisy, la más lejana de mis parientes, hablo en términos de distancia geográfica, vive en la isla de Wight.

– Pero, al llegar a Estambul, me ha declarado que le había parecido familiar.

– Mi imaginación me juega a veces estas malas pasadas. Desde que me propuso el viaje no he dejado de preguntarme cómo sería esta ciudad, he hojeado tantas veces el folleto turístico que habré acabado memorizando inconscientemente las imágenes.

– Yo también lo he repasado varias veces, y las dos únicas fotos que se encontraban en él eran una vista de Santa Sofía en la portada, y otra del Bósforo a mitad del fascículo; nada que ver con las afueras, que es lo que hemos atravesado viniendo del aeropuerto.

– ¿Cree que tengo rasgos turcos? -le preguntó Alice con una gran carcajada.

– Tiene la piel un poco mate para ser inglesa.

– Eso lo dice porque usted es blanco como una pared. Por cierto, haría bien en ir a descansar, tiene muy mala cara.

– ¡Estupendo! Por si no lo sabe, soy hipocondríaco a más no poder; hábleme una vez más de la palidez de mi piel y me desmayo para usted en medio del restaurante.

– Entonces, vamos a dar una vuelta. Un paseíto digestivo le sentará muy bien, ha comido como una lima.

– Pero ¿qué dice? No me he tomado más que un postre…

Daldry y Alice bajaron a pie el gran bulevar. La noche parecía haber envuelto la ciudad por entero; las farolas no iluminaban gran cosa, apenas hacían brillar el pavimento. Cuando pasaba un tranvía, se veía su faro como si fuera el ojo de un cíclope surcando la noche opaca.

– Mañana iniciaré los trámites para conseguir una cita en el consulado -dijo Daldry.

– ¿Y eso para qué?

– A fin de saber si tiene familia en Turquía, o si sus padres estuvieron aquí alguna vez.

– Me imagino que mi madre me habría hablado de ello -respondió Alice-; se quejaba sin cesar de que había viajado muy poco en su vida. Siempre me decía cuánto lo había echado de menos. Creo que lo lamentaba de verdad. A mamá le habría gustado dar la vuelta al mundo, pero sé que nunca había ido más allá de Niza. Eso fue antes de que yo viniese al mundo, mi padre le regaló una escapada amorosa. Guardaba un recuerdo imperecedero de ello y me contaba sus paseos a orillas de un mar azul cielo como si se tratase del más bonito de los viajes.

– He aquí algo que no soluciona nuestras búsquedas.

– Daldry, le aseguro que pierde el tiempo; si tuviese familia aquí, incluso muy lejana, lo sabría.

Se habían desviado por una calle secundaria, todavía peor iluminada que la arteria principal. Alice levantó la mirada hacia la fachada de un edificio de madera cuyo frágil voladizo parecía a punto de desplomarse.

– ¡Qué mala suerte que no esté mejor cuidado! -lamentó Daldry-. Estos palacios debían de ser magníficos en su época -suspiró-. Ya no son más que fantasmas de esplendores pasados.

Y Daldry distinguió en el frío de la noche el rostro desencajado de Alice, que miraba la fachada ennegrecida del edificio.

– ¿Qué le pasa? Se diría que ha visto a la Virgen.

– Ya he visto esta casa, conozco este sitio -murmuró Alice.

– ¿Está segura? -preguntó Daldry sorprendido.

– A lo mejor no es ésta, pero sí una muy similar. Aparecía en cada una de mis pesadillas y se encontraba en una callejuela al cabo de la cual una gran escalera conducía hacia la parte baja de la ciudad.

– Estaría tentado a proseguir nuestro paseo para saberlo a ciencia cierta, pero creo que es preferible esperar a mañana. Esta callejuela se adentra en una oscuridad poco atractiva, una auténtica boca de lobo.

– Había ruido de pasos -prosiguió Alice, perdida en sus pensamientos-, gente que nos perseguía.

– ¿Nosotros? ¿Con quién estaba?

– Lo ignoro, no veía más que una mano, me arrastraba en una huida aterradora. Vayámonos de aquí, Daldry, no me siento bien.

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[3] Pescado del Bósforo.