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Daldry cogió a Alice y se la llevó rápidamente hasta la gran avenida. Se acercaba un tranvía. Daldry le hizo señales al conductor para que ralentizase máquinas. Ayudó a Alice a subir a la plataforma trasera y la hizo sentarse. En el interior del vehículo, Alice recuperó el contacto con la vida. Los pasajeros intercambiaron algunas palabras. Un señor mayor de traje oscuro leía su periódico, tres jóvenes canturreaban a coro. El cochero accionó la manivela y el vehículo se volvió a poner en movimiento. El tranvía subía hacia el hotel. Alice ya no hablaba; tenía los ojos clavados en la espalda del conductor, quien estaba detrás del cristal índigo que lo aislaba de los viajeros.

El Pera Palace estaba a la vista. Daldry puso la mano en el hombro de Alice, y ésta se sobresaltó.

– Hemos llegado -dijo-, hay que bajar.

Alice siguió a Daldry. Cruzaron la gran avenida y entraron en el hotel.

Daldry acompañó a Alice hasta la puerta de su habitación. Le dio las gracias por la excelente cena y pidió perdón por su comportamiento, pues ni siquiera ella sabía explicar lo que le había pasado un poco antes.

– Tener la impresión de revivir una pesadilla cuando se está despierto es bastante perturbador -dijo Daldry, con aspecto sombrío-. Por muy cabezota que le parezca, intentaré obtener información en el consulado.

Le deseó buenas noches y desapareció en su habitación.

*

Alice se sentó en el borde de la cama y se dejó caer hacia atrás, con las piernas colgando. Observó el techo largo rato, se levantó de un salto y se acercó a la ventana. Los últimos estambulitas se apretujaban para volver a sus casas, parecían arrastrar la noche tras sus pasos. Una lluvia fría que había sucedido a la llovizna de la tarde hacía brillar los adoquines de la calle Isklital. Alice corrió la cortina y fue a sentarse detrás del pequeño escritorio, donde comenzó la redacción de una carta.

Anton:

Ayer, en Viena, escribía a Carol, pero era en ti en quien pensaba al redactar una carta que terminé quemando. Dudo si mandarte ésta, pero qué más da, necesito hablar contigo. Aquí estoy, en Estambul, instalada en un palacio de un lujo que ni tú ni yo hemos conocido nunca. Te volvería loco este pequeño escritorio de caoba desde donde te escribo.

¿Te acuerdas de cuando éramos adolescentes, cuando pasábamos delante de los porteros con librea de los grandes hoteles y me cogías de la cintura como si fuésemos un príncipe y una princesa de visita en el extranjero?

Debería estar encantada con este increíble viaje, pero lo cierto es que también echo de menos Londres; y también te echo de menos a ti en Londres. Hasta donde me alcanza la memoria, eres mi mejor amigo, aunque a veces me pregunto por la naturaleza de nuestra amistad.

No sé qué hago aquí, Anton, ni realmente entiendo por qué me he ido. En Viena he dudado de coger ese avión que me iba a alejar todavía más de mi vida.

Sin embargo, desde mi llegada me ha dominado un sentimiento extraño, una sensación que no me abandona. La de haber visitado ya estas calles, la de reconocer los ruidos de la ciudad y, lo cual es más perturbador todavía, el recuerdo del olor de la madera barnizada de un tranvía que acabo de coger hace un momento. Si estuvieses aquí, podría contarte todo esto, y me tranquilizaría. Pero estás lejos. En alguna parte, en lo más hondo de mí, estoy contenta de pensar que Carol te tiene a partir de ahora todo para ella. Está loca por ti, imbécil, no te das cuenta de nada. Abre los ojos, es una chica increíble, aunque estoy segura de que veros juntos me volvería loca de celos. Sé lo que pensarás, que estoy como una cabra, pero qué quieres, Anton, soy así. Echo de menos a mis padres, la orfandad es un mar solitario del que no me curo.

Te escribiré mañana otra vez, o tal vez el fin de semana. Te contaré lo que hago y, ¿quién sabe?, si acabo enviando una de estas cartas, tal vez me respondas.

Te mando un fuerte abrazo desde mi ventana, que domina las orillas del Bósforo, las cuales veré mañana a la luz del día.

Cuídate.

ALICE

Alice dobló la carta en tres partes iguales antes de colocarla en el cajón del pequeño escritorio. Luego apagó la lámpara, se desvistió y se deslizó en sus sábanas, a la espera del sueño.

*

Una mano firme la levanta del suelo. Adivina el perfume de jazmín en la falda donde se refugia su rostro. De repente, las lágrimas corren por sus mejillas sin que pueda hacer nada por retenerlas. Querría reprimir los sollozos, pero el miedo es demasiado fuerte.

El ojo de un tranvía surge de las tinieblas. La arrastran bajo la chambrana de una puerta cochera. Agazapada en la sombra, ve pasar el vehículo iluminado que corre ya hacia otro barrio. El ruido chirriante de las ruedas se borra a lo lejos y la calle se vuelve silenciosa.

– Ven, no te quedes aquí -dice la voz.

Sus pasos precipitados resbalan, trastabillan a veces sobre los adoquines irregulares, pero, en cuanto está a punto de tropezar, la mano vuelve a cogerla.

– Corre, Alice, te lo ruego, sé valiente. No mires atrás.

Le gustaría parar un momento para recobrar el aliento. A lo lejos ve una larga columna de hombres y mujeres a los que escoltan.

– Corre, Alice, hay que encontrar otro recorrido -dice la voz.

Desanda su camino volviendo a contar los pasos que le han costado tanto esfuerzo. Al final de la calle corre un inmenso río, los reflejos de la luna se mecen sobre las olas tormentosas.

– No te acerques a la orilla, podrías caerte. Casi estamos, un esfuerzo más y pronto podremos descansar.

Alice bordea la margen y pasa frente a un edificio cuyos zócalos se hunden en las negras aguas. De repente, se oscurece el horizonte, levanta la mirada, una intensa lluvia se abate sobre ella.

Alice se despertó chillando, un grito casi animal, el de una niña presa del más agudo de los pánicos. Se levantó, aterrorizada, y encendió la luz.

Le hizo falta un buen rato antes de que las palpitaciones de su corazón se aplacaran. Se puso un albornoz y se acercó a la ventana. Bramaba una tormenta que vertía torrentes de agua sobre los tejados de Estambul. El último tranvía bajaba por la avenida Tepebasi. Alice apartó la cortina, decidida a anunciarle al día siguiente a Daldry que deseaba regresar a Londres.

7

Daldry cerró discretamente la puerta de su habitación y avanzó por el pasillo, cuidándose de no hacer ningún ruido al pasar por delante de la de Alice. Bajó al vestíbulo, se puso su gabardina y le dijo al portero que le pidiera un taxi. El guía no le había mentido, había bastado con indicarle al taxista el nombre de la pastelería Lebon para que se pusiese en camino. La circulación ya era densa, y a Daldry le hicieron falta diez minutos para llegar a su destino. Can lo esperaba, sentado a una mesa, leyendo el periódico de la víspera.

– Creí que iba a dejarme aquí echando raíces -dijo el guía, y se levantó para saludar a Daldry-. ¿Tiene hambre?

– Estoy hambriento -respondió Daldry-, no he desayunado.

Can le hizo el pedido al camarero, y éste le llevó a Daldry un surtido de platitos con rodajas de pepino, huevos duros con páprika, aceitunas y feta, kasar y pimientos verdes.

– ¿Sería posible que me trajera un té y unas tostadas? -preguntó Daldry mirando con cara de extrañeza los platos que el camarero acababa de poner encima de la mesa.

– ¿Debo concluir que va a contraatacarme como intérprete? -preguntó Can.

– Hay una cosita que me ronda la cabeza, y no se tome a mal lo que voy a decirle… Conoce mejor Estambul que la lengua inglesa, ¿verdad?