– Soy el mejor en ambos campos, ¿por qué?
Daldry observó a Can e inspiró profundamente.
– Bueno, vayamos al meollo del asunto, y después veremos si podemos hacer negocios -dijo.
Can sacó un paquete de cigarrillos de su bolsillo y le ofreció uno a Daldry.
– Nunca en ayunas -respondió este último.
– Literalmente, ¿qué está buscando en Estambul? -preguntó Can frotando una cerilla.
– Un marido -susurró Daldry.
Can soltó el humo de su cigarrillo entre toses.
– Disculpe, no ha acudido a la persona indicativa. Ya he sostenido peticiones extravagantes antes, pero esto ¡es el culmen! No llevo ese tipo de negocios.
– No sea idiota, no es para mí, sino para una mujer con la que no pretendo más que cerrar un trato.
– ¿Qué clase de trato?
– Un negocio inmobiliario.
– Si quiere comprar una casa o un apartamento, puedo ponerles de la cuerda con gran facilidad. Dígame su presupuesto y le presentaré ofertas estremecedoramente interesantes. Es una muy buena idea invertirse aquí. La economía actual se encuentra en un momento susceptible, pero Estambul volverá pronto a ser una suntuosidad de ciudad. Es una ciudad impresidible y magnífica. Su situación cartográfica es única en el mundo y su población tiene talantes de todas las especialidades.
– Gracias por su curso de economía, pero no estoy interesado en comprar un inmueble en Estambul; lo que quiero es recuperar un piso vecino al mío.
– ¡Venga idea! En ese caso, es más malicioso hacer este negocio en Inglaterra, ¿no?
– Precisamente no. Si no, no habría hecho todos estos kilómetros ni me habría metido en tales gastos. El piso que codicio está ocupado por una mujer que no estaba en absoluto decidida a renunciar a él, hasta que…
Y Daldry le contó al guía los motivos que lo habían conducido hasta Estambul. Can lo escuchó sin interrumpirlo, salvo una vez, cuando le pidió que le repitiera las predicciones de la vidente, lo que Daldry hizo palabra a palabra.
– Compréndame, tenía que aprovechar la oportunidad, la manera de alejarla de ese sitio, todavía hay que hacer lo necesario para que se quede.
– ¿No cree en la videncia? -preguntó Can.
– Soy demasiado educado para concederle el más mínimo sentido -respondió Daldry-. En realidad, nunca me había planteado intentar conseguir ese piso, y no tenía ninguna razón para hacerlo, porque yo nunca he consultado a una vidente. Pero, en caso de duda, no estaría en contra de la idea de darle un empujoncito al destino.
– Despilfarra energía para nada. Perdóneme, pero basta con ofrecer una suma astronómicamente correcta y esa mujer no podrá rechazarla. Todo tiene un precio, créame.
– Le va a parecer difícil entenderlo, pero el dinero no le interesa. No se la puede sobornar, y a mí tampoco, por cierto.
– ¿Porque no quiere obtener un rendimiento aprovechado por ese apartamento?
– No, no es un asunto de dinero. Como le dije, soy pintor, y el piso en cuestión goza de un magnífico lucernario, hay una luz única en él. Quiero convertirlo en mi estudio.
– ¿Y no hay más que un solo lucernario en todo Londres? Resulta que puedo presentarle algunos en Estambul cuando quiera, los hay incluso con cruce a la calle.
– ¡Es el único lucernario en la casa donde vivo! Mi casa, mi calle, mi barrio, no tengo ningunas ganas de irme de allí.
– No lo entiendo. Hace sus negocios en Londres, entonces ¿por qué quiere contraatacarme en Estambul?
– Para que encuentre un hombre inteligente, sincero y soltero en la medida de lo posible, que sea capaz de seducir a la mujer de la que le he hablado. Si se enamora, tendrá motivos de sobra para quedarse aquí y, según el acuerdo que hemos hecho ella y yo, haré de su piso mi estudio. ¿Lo ve? No es tan complicado.
– Es totalmente retorticero, quiere decir.
– ¿Cree que podría conseguir té, pan y huevos revueltos, o tengo que ir a buscar mi desayuno a Londres?
Can se volvió para intercambiar unas palabras con el camarero.
– Ésta es la última vez que lo coopero como favor -añadió el guía-. ¿Su víctima es la mujer que estaba con usted ayer noche cuando nos echamos en el bar?
– ¡Ya estamos usando palabras mayores! No es víctima de nadie, todo lo contrario, estoy convencido de hacerle un gran favor a esa muchacha.
– ¿Manipulando su vida? La quiere tirar a los brazos de un hombre que debo encontrar para usted a cambio de dinero; si ésa es su decinifión de honestidad, entonces me siento obligado de pedirle un aumento en la sustancia de mis honorarios, y el pago antepuesto de ellos, pues habrá, es incontestable, necesariamente gastos para traerle al candidato idílico.
– Ah, ¿sí? ¿Qué clase de gastos?
– ¡Pues gastos! Ahora, por favor, notifíqueme los gustos de esa mujer.
– Buena pregunta. Si habla de su tipo de hombre, todavía lo ignoro, voy a intentar informarme más; entretanto, y para no perder tiempo, no tiene más que imaginarse a alguien que sea todo lo contrario a mí. Hablemos ahora de sus emolumentos para que pueda decidir si lo contrato o no.
Can miró durante un buen rato a Daldry.
– Lo siento, yo no hago monumentos.
– Es peor de lo que me temía -suspiró Daldry-. Hablo de sus honorarios.
Can observó a Daldry de nuevo. Sacó un lápiz del bolsillo interior de su americana, rasgó un trozo del mantel de papel, garabateó una cifra y deslizó el papel hacia Daldry. Este último observó la suma y apartó el papel hacia Can.
– Es carísimo.
– Lo que pide está dentro de lo anormal.
– ¡No exageremos!
– Usted me ha dicho que no se siente atractivo con el dinero, pero regatea como un tiendero.
Daldry cogió de nuevo el trozo de papel, volvió a mirar la suma escrita, refunfuñó deslizándolo en su bolsillo y le tendió la mano a Can.
– Bueno, de acuerdo, trato hecho, pero no le pagaré sus gastos hasta que hayamos obtenido resultados.
– A lo trato, pecho -dijo Can estrechando la mano de Daldry-. Le encontraré a ese hombre provincial en el momento preciso; porque, si he entendido bien su muy complicadora idea, tiene que conocer a otras personas antes de que la predicción se cumpla.
El camarero llevó por fin el desayuno que esperaba Daldry.
– Es exactamente eso -dijo deleitándose con los huevos revueltos-. Queda contratado. Le presentaré hoy mismo a esa joven en calidad de intérprete.
– Ése es el título que aromiza con mi personalidad -dijo Can sonriendo ampliamente.
Can se levantó y se despidió de Daldry, pero, antes de salir, se volvió.
– Es posible que vaya a pagarme por nada -dijo el guía-, es posible que esa vidente tenga poderes extraordinariamente clariboyantes, y que acometa un error negándose a creerlo.
– ¿Por qué me dice eso?
– Porque yo soy un hombre que practica la honradez. ¿Quién le dice que no soy la segunda de las seis personas de las que le habló la vidente a esa muchacha? Después de todo, ¿no es el destino quien ha decidido que nuestras carreteras se cruzaran?
Y Can se fue.
Pensativo, Daldry lo siguió con la mirada, hasta que Can cruzó la calle y se subió a un tranvía. Luego apartó su plato, le pidió la cuenta al camarero, pagó la nota y salió de la pastelería Lebon.
Había decidido volver a pie. De regreso al hotel, vio a Alice sentada en el bar, leyendo un periódico en inglés. Se acercó a ella.
– Pero ¿dónde estaba? -le preguntó al verlo-. Le he hecho llamar a su habitación y no me respondía; el conserje ha acabado reconociendo que había salido. Me podría haber dejado un mensaje, me tenía preocupada.
– Es encantador por su parte, pero sólo he ido a dar un paseo. Tenía ganas de tomar el aire y no quería despertarla.