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– Esta noche casi no he dormido. Pídase algo, tengo que hablar con usted -le dijo Alice con tono decidido.

– Qué oportuno, tengo sed y yo también tengo algo que decirle -respondió Daldry.

– Entonces, usted primero -dijo Alice.

– No, empiece usted, ah, bueno, de acuerdo, yo empiezo. He pensado en su propuesta de ayer y he aceptado contratar a ese guía.

– Yo le había propuesto justo lo contrario -respondió Alice.

– Ay, qué extraño, debí de entenderlo mal. Da igual, en efecto, ganaremos un tiempo precioso. Me he dicho que frecuentar el campo en esta época sería ridículo, ya que la estación no es la propicia para las flores. Un guía podría conducirnos fácilmente a los mejores artesanos perfumistas de la ciudad. Sus obras podrían inspirarla, ¿qué le parece?

Alice, perpleja, se sintió en deuda con los esfuerzos que hacía Daldry.

– Sí, desde ese punto de vista es una buena manera.

– Estoy encantado de que le agrade. Voy a pedirle al conserje que nos concierte una cita con él a mediodía. Ahora es su turno; ¿de qué me quería hablar?

– De nada importante -dijo Alice.

– ¿La cama no le deja dormir? Mi colchón me ha parecido demasiado blando, tengo la impresión de hundirme en una pella de mantequilla. Puedo pedir que le cambien de habitación.

– No, la cama no tiene nada que ver.

– ¿Ha tenido una nueva pesadilla?

– Tampoco -mintió Alice-. El cambio de aires, probablemente; acabaré acostumbrándome.

– Debería ir a descansar, espero empezar a visitar perfumistas esta misma tarde, necesitará estar en forma.

Pero Alice tenía en la cabeza otras cosas que no eran irse a descansar. Le preguntó a Daldry si, mientras esperaba a su guía, veía algún inconveniente en volver a la callejuela por la que habían ido la víspera.

– No estoy seguro de poder encontrarla de nuevo -dijo Daldry-, pero siempre podemos intentarlo.

Alice se acordaba perfectamente del camino. Una vez que salieron del hotel, guió a Daldry sin titubear.

– Ya estamos -dijo al ver el konak [4] cuyo voladizo colgaba peligrosamente por encima de la calzada.

– Cuando era niño -dijo Daldry-, me pasaba horas mirando las fachadas de las casas, soñando con lo que podía pasar detrás de sus paredes. No sé por qué, pero la vida de los demás me fascinaba, habría querido saber si se parecía a la mía o si era diferente. Intentaba imaginarme el día a día de los niños de mi edad, cómo jugaban y sembraban el caos en esas casas que se convertirían con los años en el centro de su mundo. Por la noche, al mirar las ventanas iluminadas, me inventaba grandes cenas, veladas de fiesta. Este konak debe de llevar mucho tiempo abandonado para encontrarse en semejante estado de deterioro. ¿Qué habrá sido de sus habitantes? ¿Por qué lo abandonaron?

– Jugábamos casi a lo mismo -dijo Alice-. Recuerdo que, en el edificio que había enfrente de la casa donde crecí, vivía una pareja a la que espiaba desde la ventana de mi habitación. El hombre volvía invariablemente a las seis, cuando empezaba con mis deberes. Lo veía en su salón quitarse el abrigo y el sombrero, y repantigarse en un sillón. Su mujer le llevaba una bebida, y se iba con el abrigo y el sombrero del hombre. Él desdoblaba el periódico y lo leía. Solía demorarse un poco en su lectura cuando lo llamaban a cenar. Cuando yo volvía a mi cuarto, las cortinas del piso de enfrente estaban echadas. Odiaba a ese tipo que obligaba a su mujer a servirle sin dirigirle ni palabra. Un día, mi madre y yo dábamos un paseo, y lo vi caminar hacia nosotras. Cuanto más se acercaba, más se me aceleraba el corazón. El hombre redujo la velocidad para saludarnos. Me dedicó una gran sonrisa, una sonrisa que quería decir: «Tú eres la chiquilla descarada que me espía desde la ventana de su cuarto, ¿te creías que no me había dado cuenta de tus tejemanejes?» Estaba segura de que iba a irse de la lengua y tuve todavía más miedo. Por eso lo ignoré, ni una sonrisa ni un hola, y tiré a mi madre de la mano. Ella me reprochó mi mala educación. Le pregunté si conocía a ese hombre, me respondió que era tan desconsiderada como distraída; el hombre en cuestión regentaba la tienda de ultramarinos que había en la esquina de la calle donde vivíamos. Yo pasaba por delante de la tienda todos los días, había llegado a entrar, pero era una joven quien servía en el mostrador. Era su hija, me informó mi madre; trabajaba con su padre y lo cuidaba desde que se había quedado viudo. Mi amor propio quedó muy herido, me tenía por la reina de las observadoras…

– Cuando la imaginación se compara con la realidad, a veces hace daño -dijo Daldry al acercarse a la callecita-. Durante mucho tiempo he creído que la joven sirvienta que trabajaba para mis padres estaba colada por mí, estaba seguro de tener pruebas de ello. Bueno, pues estaba enamorada de mi hermana mayor. Mi hermana escribía poemas, la sirvienta los leía a escondidas. Se amaban locamente con la mayor discreción. La sirvienta aparentaba quedarse extasiada conmigo para que mi madre no descubriera nada de ese idilio inconfesable.

– ¿A su hermana le gustan las mujeres?

– Sí, y sin pretender ofender la moral de las mentes estrechas, es mucho más honorable que no amar a nadie. ¿Y si nos fuésemos ahora a inspeccionar esa misteriosa callejuela? Es para lo que estamos aquí, ¿no es así?

Alice abrió la marcha. El viejo konak de madera ennegrecida parecía acechar silenciosamente a los intrusos, pero, al final de la calle, no había ninguna escalera y nada se parecía a la pesadilla de Alice.

– Lo siento -dijo-, le he hecho perder el tiempo.

– En absoluto, este pequeño paseo me ha abierto el apetito, y además he visto abajo en la avenida una cafetería que parecía mucho más auténtica que el comedor del hotel. No tiene nada contra lo auténtico, ¿verdad?

– No, todo lo contrario -dijo Alice cogiendo a Daldry del brazo.

El café estaba abarrotado, la nube de humo de los cigarrillos, que flotaba en el aire, era tan densa que apenas se lograba entrever el final del local. Daldry vio, no obstante, una mesita; arrastró a Alice hasta ella abriéndose paso entre los clientes. Alice se instaló en el asiento y, durante toda la comida, continuaron hablando de su infancia. Daldry era descendiente de una familia burguesa en la que había crecido entre un hermano y una hermana; Alice era hija única, y sus padres, de un entorno más humilde. Su juventud había estado marcada por una cierta soledad, una soledad que no dependía ni del amor recibido ni del que echaba en falta, sino de sí misma. A ambos les había gustado la lluvia, pero odiaban el invierno, ambos habían soñado en sus pupitres, habían conocido el primer amor en verano y habían tenido la primera ruptura a comienzos de otoño. Él había odiado a su padre, ella había idolatrado al suyo. Ese mes de enero de 1951, Alice le dio a probar a Daldry su primer café turco. Él escudriñó el fondo de su taza.

– Aquí hay costumbre de leer el futuro en los posos del café, me pregunto qué le contaría el suyo.

– Podríamos ir a consultar a una lectora de posos de café. Veríamos si sus predicciones corroboran las de la vidente de Brighton -respondió Alice, pensativa.

Daldry miró su reloj.

– Sería interesante. Pero más tarde. Ya es hora de volver al hotel, tenemos una cita con nuestro guía.

*

Can los esperaba en el vestíbulo. Daldry se lo presentó a Alice.

– ¡Usted es, señora, todavía más admirable de cerca que de lejos! -exclamó Can, tras inclinarse y hacerle, sonrojado, un besamanos.

– Es realmente amable por su parte, imagino que es preferible que sea así, ¿verdad? -preguntó volviéndose hacia Daldry.

– Desde luego -respondió éste, irritado por la familiaridad de la que daba muestras Can.

Sin embargo, a juzgar por el color púrpura que habían adquirido sus mejillas, el cumplido del guía había sido completamente espontáneo.

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[4] Mansión familiar otomana.