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– Deberías tener cuidado con Anton -murmuró Carol.

– ¿Por qué? ¿Está enfermo? -preguntó Alice.

– ¡De amor por ti! No hace falta ser enfermera para darse cuenta. Pásate un día por el hospital, haré que te examinen la vista; has tenido que volverte muy miope para no darte cuenta.

– Eso es una tontería, nos conocemos desde la adolescencia, no hay nada entre nosotros más que una larga amistad.

– Sólo te pido que tengas cuidado con él -la interrumpió Carol-. Si sientes algo por él, es inútil andarse con rodeos. Todos estaríamos muy contentos de saber que estáis juntos, os lo merecéis. En caso contrario, no seas tan poco clara con él, lo haces sufrir para nada.

Alice se cambió de sitio para darle la espalda al grupo y ponerse frente a Carol.

– ¿En qué soy poco clara?

– Al fingir que ignoras que me he encaprichado con él, por ejemplo -respondió Carol.

Dos gaviotas se deleitaron con los restos de pescado y patatas que Carol había lanzado al mar. Tiró su bandeja en una papelera y fue a reunirse con los chicos.

– ¿Te quedas vigilando el reflujo de la marea o vienes con nosotros? -le preguntó Sam a Alice-. Vamos a dar una vuelta por la feria, he visto una máquina en la que se puede ganar un puro de un mazazo -añadió remangándose la camisa.

Alimentaron el aparato a razón de un cuarto de penique por intento. El resorte, en el que había que golpear lo más fuerte posible, lanzaba por los aires una bola de fundición; si ésta hacía tintinear la campana situada a siete pies de altura, te llevabas un puro a la boca. Aunque estaba lejos de ser un habano, a Sam le parecía que era de una tremenda elegancia. Lo intentó ocho veces y se dejó dos peniques, probablemente el doble de lo que habría desembolsado por comprar un puro igual de malo al vendedor de tabaco, que estaba a pocos pasos de allí.

– Préstame una moneda y déjame -dijo Eddy.

Sam le tendió un cuarto de penique y se echó atrás.

Eddy levantó la maza como si se tratase de un simple martillo y, sin mayor esfuerzo, lo dejó caer de nuevo sobre el resorte. La bola de fundición saltó e hizo tintinear la campana. El feriante le entregó su premio.

– Éste es para mí -explicó Eddy-; dame otra moneda, voy a intentar ganar uno para ti.

Un minuto más tarde, los dos compinches encendieron sus puros. Eddy estaba encantado, Sam hacía cuentas en voz baja. A ese precio, habría podido permitirse un paquete de cigarrillos. Veinte Embassy frente a un triste puro le dio que pensar.

Los chicos vieron los coches de choque, intercambiaron una mirada y se encontraron casi de inmediato sentados en ellos. Los tres daban volantazos y aplastaban el pedal del acelerador para golpear a los demás lo más fuerte posible ante las miradas consternadas de las chicas. Cuando se les acabó el turno, tomaron por asalto la caseta de tiro al blanco. Anton era el más hábil con diferencia. Por haber puesto cinco perdigones en la diana, se llevó una tetera de porcelana, que le regaló a Alice.

Carol, al margen del grupo, observaba el carrusel, donde los caballitos daban vueltas bajo las guirnaldas de luces. Anton se acercó a ella y la cogió del brazo.

– Lo sé, es una chiquillada -suspiró Carol-, pero si te dijera que nunca he dado…

– ¿No te montaste nunca en un tiovivo cuando eras pequeña? -preguntó Anton.

– Crecí en el campo, en mi pueblo no paraba ninguna feria. Y, cuando vine a Londres a estudiar enfermería, se me había pasado la edad, y luego vino la guerra y…

– Y ahora te gustaría darte una vuelta… Entonces, sígueme -dijo Anton arrastrándola hacia la caseta donde se compraban los billetes-, te regalo tu bautizo de caballitos. Toma, móntate en ése -dijo señalando una montura de crines doradas-, los demás me parecen más inquietos y, la primera vez, más vale ser prudente.

– ¿No vienes conmigo? -le preguntó Carol.

– Ah, no, eso no es para mí, me mareo sólo con mirarlos. Pero te prometo que haré un esfuerzo y no te quitaré ojo de encima.

Sonó un timbre, Anton bajó del estrado. El carrusel cogió velocidad.

Sam, Alice y Eddy se acercaron para observar a Carol, la única adulta en medio de una retahíla de niños que se burlaban de ella y la señalaban con el dedo. En la segunda vuelta, corrían lágrimas por sus mejillas, y se las secaba como podía con el dorso de la mano.

– ¡Muy agudo! -le dijo Alice a Anton, dándole un golpe en el hombro.

– Creía que hacía bien, no entiendo lo que le ocurre, es lo que quería…

– Quería dar un paseo a caballo contigo, idiota, y no ponerse en ridículo en público.

– ¡Que Anton está diciendo que tenía buena intención! -replicó Sam.

– A poco caballeros que fuerais, iríais a buscarla en lugar de quedaros ahí plantados.

En el tiempo en que se miraban el uno al otro, Eddy ya se había subido al carrusel y remontaba la fila de los caballitos, repartiendo por aquí y por allí una torta a los chavales que se reían con demasiada insolencia para su gusto. El tiovivo proseguía con sus giros infernales, y Eddy llegó por fin a la altura de Carol.

– Necesita un palafrenero, ¿no es así, señorita? -dijo, poniendo la mano sobre las crines del caballito.

– Te lo ruego, Eddy, ayúdame a bajar.

Pero Eddy se acomodó a horcajadas en la grupa del caballito y estrechó a la jinete entre sus brazos. Le susurró al oído:

– ¡Que te crees tú que vamos a dejar a esos mocosos librarse así como así! Vamos a divertirnos tanto que van a morirse de envidia. No te subestimes, amiga, acuérdate de que, mientras yo soplaba en los bares, tú llevabas camillas bajo las bombas. La próxima vez que pasemos delante de los idiotas de nuestros amigos, quiero oír cómo te ríes a carcajadas, ¿me has entendido?

– ¿Y cómo quieres que lo consiga, Eddy? -preguntó Carol entre hipidos.

– Si crees que estás ridícula en este jamelgo entre estos críos, piensa que yo estoy detrás de ti con mi puro y mi gorra.

Así que, en la siguiente vuelta, Eddy y Carol reían a mandíbula batiente.

El tiovivo se ralentizó y se detuvo.

Para hacerse perdonar, Anton invitó a una ronda de cerveza en el puesto de bebidas, un poco más lejos. Los altavoces chirriaron y, de repente, un foxtrot endiablado se adueñó de la crujía. Alice miró el cartel pegado en un poste: Harry Groombridge y su orquesta acompañaban una comedia musical en el antiguo gran teatro de la escollera, transformado en café después de la guerra.

– ¿Vamos? -propuso Alice.

– ¿Qué nos lo impide? -inquirió Eddy.

– Perderíamos el último tren y, en esta época, no me veo durmiendo en la playa -respondió Sam.

– No estés tan seguro -replicó Carol-. Cuando termine el espectáculo, tendremos una media hora larga para llegar a pie a la estación. Es verdad que empieza a hacer muchísimo frío, no estaría en contra de entrar un poco en calor bailando. Y, además, justo antes de Navidad sería un recuerdo precioso, ¿no creéis?

Los chicos no tenían una propuesta mejor. Sam hizo un cálculo rápido: la entrada costaba dos peniques; si daban media vuelta y se marchaban, sus amigos probablemente querrían ir a cenar a un bar, así que era más económico optar por el espectáculo.

La sala estaba abarrotada, los espectadores se apretujaban delante del escenario, casi todos bailaban. Anton arrastró a Alice y lanzó a Eddy a los brazos de Carol; Sam se burló de las dos parejas y se alejó de la pista.

Como había presentido Anton, el día había pasado demasiado de prisa. Cuando la compañía fue a saludar al auditorio, Carol les hizo una señal a sus amigos: era el momento de volver por donde habían venido. Se dirigieron hacia la salida.

Los farolillos bamboleados por la brisa le daban a la inmensa escollera, en esa noche de invierno, el aspecto de un extraño paquebote que iluminaba con sus luces un mar por el que nunca navegaría.