– Le presento mi perdón de inmediato -dijo Can-. No quería molestarla en absoluto, simplemente que es inevitablemente más bella a la luz del día.
– Creo que hemos comprendido la idea -dijo Daldry secamente-, ¿podemos pasar a otra cosa?
– Absolutistamente, excelencia -respondió Can farfullando cada vez más.
– Daldry me ha dicho que es usted el mejor guía de Estambul -añadió Alice para relajar la atmósfera.
– Literalmente -respondió Can-. Y estoy a su total disposición.
– ¿Y también el mejor intérprete?
– Eso incluso también -respondió Can, cuyo rostro viraba al escarlata.
Y Alice rompió a reír.
– Al menos, no nos vamos a aburrir, me parece usted extremadamente simpático -dijo cuando el ataque de risa se le pasó-. Venga, vamos a sentarnos en el bar para conversar sobre lo que nos trae a los tres aquí.
Can precedió a Daldry, quien lo riñó con la mirada.
– Puedo presentarle a todos los perfumistas de Estambul. No son muy numerosos, pero son muy altos para su especialidad -afirmó Can después de haber escuchado durante largo rato a Alice-. Si se quedan en Estambul hasta principios de primavera, les llevaré al campo; tenemos rosales salvajes absolutistamente espléndidos, colinas llenas hasta los topes de higueras, tilos, ciclámenes, jazmines…
– No creo que estemos aquí tanto tiempo -dijo Alice.
– No diga eso, ¿quién sabe lo que le dispara el futuro? -respondió Can, quien recibió de inmediato un puntapié de Daldry por debajo de la mesa.
Se sobresaltó y se volvió hacia Daldry mirándolo con ira.
– Necesito esta tarde para organizar estos preliminares -dijo Can-; voy a realizarme con unas llamadas telefónicas y podré venir a buscarlos mañana por la mañana aquí mismo.
Alice estaba nerviosa como una niña en Nochebuena. La idea de conocer a sus colegas turcos, de poder estudiar sus trabajos, le encantaba, y se le habían quitado las ganas de renunciar a ese viaje.
– Se lo agradezco -le dijo a Can estrechándole la mano.
Al levantarse, Can le preguntó a Daldry si podía acompañarlo al vestíbulo, tenía una cosa que decirle.
Ante la puerta giratoria, Can se inclinó hacia Daldry.
– ¡Mis tarrinas acaban de aumentar!
– ¿Y eso por qué? ¡Pero si ya habíamos acordado un precio!
– Eso era antes de que me diese un violeta puntapié en la pierna. Por su culpa quizá congele mañana de una pierna, lo que me retrasará.
– Anda que no me ha salido delicado…, apenas lo he rozado, y únicamente para impedirle que metiese la pata.
Can miró a Daldry con la mayor seriedad.
– De acuerdo -admitió Daldry-, le pido perdón, lamento haber tenido ese desafortunado gesto, aunque fuera necesario. Pero reconozca que no ha estado muy hábil.
– No aumentaré mis tarrinas, pero sólo porque su amiga es de una gran preciosidad, y mi trabajo será mucho más fácil.
– ¿Eso qué quiere decir?
– Que podré encontrar en un día cien hombres que dormirían con seducirla. Hasta mañana -dijo Can metiéndose en la puerta giratoria.
Daldry se quedó pensativo y volvió junto a Alice.
– ¡Cuántos secretos! ¿Qué le decía que yo no podía oír?
– Nada importante, discutíamos sobre su remuneración.
– Quiero que haga cuentas de todos sus gastos, Daldry: este hotel, nuestras comidas, ese guía, sin olvidarse de nuestro viaje. Se lo reembolsaré…
– Chelín a chelín, lo sé, ya me lo ha repetido bastante. Pero, quiera o no quiera, en la mesa es mi invitada. Que tengamos negocios juntos es una cosa, que me comporte como un caballero, otra, y no voy a dejar de hacerlo. Por cierto, ¿y si bebemos algo para celebrarlo?
– ¿Celebrar el qué?
– No lo sé, ¿hay que tener una razón para hacerlo? Tengo sed, tenemos que festejar el hecho de haber contratado a nuestro guía.
– Es un poco pronto para mí, voy a ir a descansar, no he pegado ojo en toda la noche.
Alice dejó a Daldry en el bar. La miró subir en la cabina del ascensor, le dedicó una sonrisita maliciosa y esperó a que hubiese desaparecido para pedir un whisky doble.
Al extremo de un pontón de madera se balancea una barca. Alice sube a ella y se sienta en el fondo. Un hombre desata la cuerda que los une al embarcadero. La orilla se aleja, Alice trata de comprender por qué el mundo está hecho así, por qué las copas de los grandes pinos parecen, en la oscuridad de la noche, cerrarse sobre su pasado.
La corriente es violenta, la barca cabecea peligrosamente al cruzarse con la estela de un barco que se aleja. Alice querría agarrarse a los dos bordes, pero sus brazos son demasiado cortos. Acomoda sus pies bajo la tablilla donde, dándole la espalda, está sentado el barquero. Cada vez que la barca se hunde en el seno de la ola, una presencia tranquilizadora la sujeta.
Se levanta el viento del norte y esparce las nubes, la claridad de la luna surge no del cielo, sino de la profundidad de las aguas.
La barca atraca, el marinero la coge y la sube a la orilla.
Escala una colina con cipreses plantados y baja al pliegue sombrío de un valle. Anda por un camino de tierra húmeda en el frescor de una tarde de otoño. La cuesta es empinada, se engancha a los matorrales con la mirada puesta en una pequeña luz que centellea a lo lejos.
Alice bordea las ruinas de una antigua fortaleza o de un antiguo palacio, cubiertas de vid silvestre.
El olor de los cedros se mezcla con el de la retama y, un poco más lejos, con el del jazmín. Alice querría que nunca se le olvidaran esos olores que se suceden. La luz ha aumentado, una lámpara de aceite colgada del cabo de una cadena ilumina una puerta de madera. Se abre a un jardín de tilos y de higueras. Alice piensa en robar un fruto, tiene hambre. Querría probar la carne roja y pulposa. Tiende la mano, coge dos higos y se los esconde dentro del bolsillo.
Entra en el patio de una casa. Una voz suave que le es extraña le dice que no tenga miedo, ya no tiene nada que temer, va a poder lavarse, comer, beber y dormir.
Una escalera de madera lleva al piso superior, los escalones crujen bajo los pasos de Alice, se agarra a la barandilla tratando de volverse más ligera.
Entra en una habitación pequeña que huele a cera de abeja. Alice se quita la ropa, la dobla y la pone cuidadosamente encima de una silla. Se acerca a un barreño de hierro, cree ver su reflejo en el agua tibia, pero la superficie se enturbia.
Alice quisiera beber de esa agua, tiene sed y la garganta tan seca que el aire pasa a duras penas por ella. Le arden las mejillas, tiene la cabeza como una olla a presión.
– Vete, Alice. No deberías haber venido. Vuelve a tu casa, no es demasiado tarde.
Alice abrió los ojos, se levantó, ardiendo de fiebre, entumecido el cuerpo, flojas las extremidades. Presa de las náuseas, se precipitó al baño.
De vuelta a la habitación, temblorosa, llamó a la recepción y le pidió al conserje que le enviase un médico en seguida y que avisasen al señor Daldry.
Ya en su cabecera, el doctor diagnosticó una intoxicación alimentaria y le recetó unos medicamentos que Daldry se apresuró a ir a buscar a la farmacia. Alice se restablecería pronto. Esa clase de percance les sucedía a menudo a los turistas, no había ninguna razón para preocuparse.
A primera hora de la noche, el teléfono sonó en la habitación de Alice.
– No debería haberle dejado comer marisco, me siento terriblemente culpable -dijo Daldry, quien la llamaba desde su habitación.