Выбрать главу

– No es culpa suya -respondió Alice-, no me obligó. No se enfade, pero voy a dejarle solo en la cena, no me siento muy capaz de soportar ni el más mínimo olor a comida, con hablarle de ello ya me da vueltas el estómago.

– Entonces, no se hable más. Yo también voy a ayunar esta noche, por solidaridad, eso me sentará muy bien. Un bourbon cortito y a la cama.

– Bebe demasiado, Daldry, y bebe para nada.

– Visto su estado, no es la más indicada para darme consejos sobre cuestiones de salud. Sin ganas de fastidiar, me encuentro más en forma que usted.

– Si hablamos de esta noche, no se equivoca. Pero, en cuanto a mañana y a los días por venir, creo que tengo razón.

– Lo razonable sería que descansara en lugar de preocuparse por mí. Duerma tanto como pueda, tómese sus medicamentos y, si el médico nos ha dicho la verdad, por la mañana tendré el placer de volver a verla con fuerzas.

– ¿Ha tenido noticias de nuestro guía?

– Todavía no -dijo Daldry-, pero espero su llamada. Por cierto, debería colgar el teléfono y dejarla dormir.

– Buenas noches, Ethan.

– Buenas noches, Alice.

Colgó y sintió cierta aprensión ante la idea de apagar la luz. La dejó encendida y se durmió poco después. Aquella noche ninguna pesadilla perturbó su sueño.

*

El artesano perfumista vivía en Cihangir. Su casa, suspendida sobre un terreno baldío en los altos del barrio, estaba unida a la de su vecino por una cuerda de tender de donde colgaban blusas, pantalones, camisas, calzoncillos e incluso un uniforme. Subir la calle adoquinada en día de lluvia no fue tarea fácil, el dolmus lo intentó dos veces. El Chevrolet patinaba y el embrague apestaba a caucho quemado. El taxista, que nunca se había planteado cambiar sus neumáticos por unos nuevos, refunfuñaba. No debería haber aceptado la carrera. Además, no había nada turístico en los altos de Cihangir. Daldry, que se había sentado delante, deslizó un billete en el asiento del viejo Chevrolet y el taxista acabó callándose.

Can llevaba a Alice del brazo mientras atravesaban el terreno baldío «para que no meta usted los pies en un agujero lleno de agua», le dijo.

La leve llovizna que caía sobre la ciudad no anegaría el suelo antes de que acabase el día, pero Can pretendía ser previsor. Alice se sentía mejor, aunque todavía demasiado débil como para apreciar la atención que Can le prestaba. Daldry se abstuvo de comentarlo.

Entraron en la casa; la habitación donde trabajaba el perfumista era espaciosa. Se consumían unas brasas rojizas bajo un gran samovar, y el calor que se desprendía de ellas empañaba los cristales polvorientos del taller.

El artesano, que no comprendía por qué dos ingleses habían ido allí desde Londres a hacerle una visita -aunque se sentía muy honrado por ello-, les ofreció té y unos pastelitos cubiertos de sirope.

– Los ha hecho mi mujer -le dijo a Can, quien tradujo de inmediato que la esposa del perfumista era la mejor repostera de Cihangir.

Alice se dejó guiar hasta el órgano del artesano perfumista. Éste le hizo oler algunas de sus composiciones; las notas con las que trabajaba eran intensas, pero armoniosas. Perfumes orientales de bella factura que no tenían, sin embargo, nada de original.

Al final de una larga mesa, Alice vio un cofrecito lleno de frascos cuyos colores picaron su curiosidad.

– ¿Puedo? -le preguntó tras coger un frasquito lleno de un extraño líquido verde.

Can aún no había acabado de traducir su pregunta cuando el artesano cogió el frasco de manos de Alice y lo volvió a poner en su sitio.

– Dice que no tiene ningún interés en absoluto, que sólo son experimentos con los que se entretiene -dijo Can-. Un pasatiempo.

– Tengo curiosidad por olerlos.

El artesano aceptó encogiéndose de hombros. Alice quitó el corcho y se quedó asombrada. Cogió una cinta de papel, la empapó cuidadosamente en el líquido y se la pasó bajo la nariz. Volvió a dejar el frasco, ejecutó los mismos gestos con un segundo y un tercer frasco, y después se volvió estupefacta hacia Daldry.

– ¿Y bien? -preguntó él, en silencio hasta ese momento.

– Es increíble, ha recreado un auténtico bosque en ese cofrecito. Nunca se me habría ocurrido. Huélalo usted mismo -le dijo Alice empapando una nueva cinta de papel en un frasco-. Uno pensaría que está a ras de tierra, al pie de un cedro.

Dejó el secante sobre la mesa y cogió otra cinta. La empapó en un frasco y la agitó un instante antes de ofrecérsela a Daldry.

– En ésta hay un aroma a resina de pino, y en ese otro frasco -dijo quitando el corcho- hay un olor a prado húmedo, una nota ligera de cólquico mezclada con helecho. Y aquí, huela de nuevo, a avellana…

– No conozco a nadie que quisiera perfumarse con avellanas -masculló Daldry.

– No es para el cuerpo, son aromas de ambiente.

– ¿De verdad cree que hay un mercado para los perfumes de ambiente? Y, por otra parte, ¿qué son los perfumes de ambiente?

– Piense en el placer de encontrar en su casa las fragancias de la naturaleza. Imagine que pudiésemos esparcir en los pisos el perfume de las estaciones.

– ¿De las estaciones? -preguntó Daldry asombrado.

– Hacer durar el otoño cuando llega el invierno, conseguir que en enero nazca la primavera con su serie de floraciones, hacer brotar los aromas de la lluvia en verano. Un comedor en el que flotase el olor del limonero, un baño perfumado con flor de naranjo, perfumes de interior que no sean incienso, ¡es una idea fantástica!

– Bueno, pues, si usted lo dice, no nos queda más que entendernos con este señor que parece tan sorprendido como yo por su agitación.

Alice se volvió hacia Can.

– ¿Podría preguntarle cómo ha conseguido mantener durante tanto tiempo esta nota de cedro? -dijo respirando el secante que había vuelto a coger del órgano de perfumes.

– ¿Qué nota? -preguntó Can.

– Pregúntele cómo lo ha hecho para que el perfume aguante durante tanto tiempo en el ambiente.

Y, mientras Can traducía lo mejor que podía la conversación entre Alice y el artesano perfumista, Daldry se acercó a la ventana y miró el Bósforo, que parecía turbio tras el vaho de los cristales. Si bien eso no era en absoluto lo que había esperado al ir a Estambul, pensó, era posible que Alice hiciese algún día una fortuna, y, por extraño que pudiera parecer, no le importaba un auténtico bledo.

*

Alice, Can y Daldry le dieron las gracias al artesano por la mañana que les había consagrado. Alice le prometió volver muy pronto. Esperaba que pudiesen trabajar juntos. El artesano nunca habría pensado que su pasión secreta pudiese un día inspirar el interés de nadie. Pero, esa tarde, le podría decir a su mujer que las noches en vela hasta tan tarde en su taller, los domingos que se pasaba recorriendo las colinas, fatigando valles y sotobosques para recoger toda clase de flores y plantas, no habían sido el pasatiempo de un viejo loco, como le reprochaba tan a menudo, sino un trabajo serio que había cautivado a una perfumista inglesa.

– No es que me haya aburrido -dijo Daldry al volver a la calle-, es sólo que no he comido nada desde ayer al mediodía y no me opondría a un ligero tentempié.

– ¿Está loca con esta visita? -le preguntó Can a Alice ignorando a Daldry.

– Estoy loca de alegría, el órgano de ese perfumista es una auténtica cueva de Alí Babá, ha organizado un encuentro maravilloso, Can.

– Estoy encantado de su encantamiento, que me encanta -respondió Can, con el rostro encendido.

– ¡Uno, dos, uno, dos! -exclamó Daldry hablando en el cuenco de su mano-. Aquí Londres, ¿me recibe?

– Dicho esto, señorita Alice, debo informarle de que ciertas palabras de su vocabulario se me escapan y me son muy difíciles de traducir. Por ejemplo, no he visto el instrumento musical que se parece a una alcoba de babas en la casa de ese hombre -prosiguió Can sin prestarle la más mínima atención a Daldry.