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– Creo que ha bebido suficiente, Daldry -dijo Alice, y lo obligó a dejar el vaso.

– Reconozco que este raki se me ha subido un poco a la cabeza. Pero es porque estaba en ayunas cuando hemos entrado y tenía una sed terrible.

– Aprenda entonces a quitársela con agua -sugirió Alice.

– Está loca, ¿quiere que me oxide?

Alice le hizo una señal a Can para que la ayudara. Cogieron a Daldry, cada uno de un brazo, y lo escoltaron hacia la salida. Can se despidió del dueño, a quien le divertía el estado en el que se encontraba su cliente.

A Daldry se le subió el aire fresco a la cabeza. Se sentó en un pilote y, mientras Can esperaba un taxi, Alice se quedó cerca de él, velando por que no se cayese al agua.

– Puede que una siestecita me siente bien -resopló Daldry mirando hacia alta mar.

– Creo que es obligatoria -respondió Alice-. Suponía que iba a ser mi carabina, y no lo contrario.

– Le pido disculpas -gimoteó Daldry-. Se lo prometo: mañana, ni una gota de alcohol.

– Más le vale mantener esa promesa -respondió Alice con voz severa.

Can había conseguido parar un dolmus. Regresó a donde estaba Alice, la ayudó a acomodar a Daldry en el asiento trasero y se sentó delante.

– Vamos a acampar a su amigo al portal del hotel y luego iré al consulado a ocuparme de sus invitaciones. Se las dejaré al conserjo en un encima -dijo mirando a Alice por el espejo de cortesía del parasol, que había bajado.

– Acompañar a su amigo hasta la puerta de su hotel y dejárselas al conserje en un sobre… -dijo Alice suspirando.

– Me imaginaba que había formulado mal la frase, pero en qué palabras, eso es justamente lo que no lo sabía. Gracias por haberme corregido, no volveré a acometer nunca ese error -dijo Can volviendo a subir el parasol.

Daldry, que se había quedado dormido por el camino, apenas se despertó cuando Alice y el portero lo ayudaron a llegar a su habitación y lo tumbaron en la cama. Volvió en sí unas horas más tarde. Llamó a Alice a su habitación y, como ésta no respondió, preguntó en recepción para saber dónde se encontraba y le informaron de que había salido. Consternado por su propia conducta, deslizó una nota por debajo de la puerta de Alice en la que se disculpaba por su falta de moderación y le decía que prefería no cenar.

Alice había aprovechado su tarde a solas para pasearse por el barrio de Beyoglu. El portero del hotel le había recomendado visitar la torre de Gálata y le había indicado el itinerario para ir a pie. Se dio una vuelta por las tiendas de la calle Isklital, compró algunos recuerdos para sus amigos y, aterida del frío que arreciaba en la ciudad, acabó refugiándose en un pequeño restaurante donde se quedó a cenar.

De vuelta en su habitación a primera hora de la noche, se instaló en la mesa para escribir y redactó una carta dirigida a Anton.

Anton:

Esta mañana he conocido a un hombre que ejerce mi oficio, pero con mucho más talento que yo. Cuando vuelva a Londres, te describiré la originalidad de sus investigaciones. A menudo me quejo del frío que reina en mi apartamento y, si hubieses estado presente en el taller de ese perfumista, me habrías dicho que no lo hiciera nunca más. Al volver a los altos de Cihangir, he descubierto un aspecto muy distinto de una ciudad que creía haber comprendido desde la ventana de mi habitación. Al alejarnos del centro, donde los edificios nuevos se parecen a los que se construyen sobre las ruinas de Londres, se descubre una pobreza insospechada. Hoy me he cruzado en las callejuelas angostas de Cihangir con unos niños que desafiaban el frío del invierno con los pies descalzos; a unos vendedores callejeros de rostros tristes a quienes la lluvia golpeaba en los muelles del Bósforo; a unas mujeres que, para vender sus baratijas, arengan a las largas colas de estambulitas en los embarcaderos donde atracan los barcos de vapor. Y, por extraño que eso parezca, en medio de esa tristeza he sentido una inmensa ternura, un apego a esos lugares que me son extraños, una soledad desconcertante al cruzar plazas donde agonizan antiguas iglesias. He subido por repechos cuyos escalones están gastados por el uso. En los altos de Cihangir, las fachadas de las casas están en su mayoría deterioradas, incluso los gatos errantes parecen tristes, y esa tristeza se apodera de mí. ¿Por qué esta ciudad hace nacer en mí semejante melancolía? La siento apoderarse de mí en cuanto salgo a la calle, y no me abandona hasta la noche. Pero no hagas caso a lo que escribo. Los cafés y los pequeños restaurantes rebosan vida, la ciudad es hermosa y ni el polvo ni la suciedad consiguen atenuar su grandeza. La gente de aquí es acogedora y generosa, y me siento tontamente conmovida, lo admito, por la nostalgia de una herencia que se desmorona.

Esta tarde, paseando cerca de la torre de Gálata, he visto detrás de una verja de hierro forjado un pequeño cementerio silencioso en medio de un barrio. Miraba las tumbas de lápidas irregulares y no sabría decirte por qué, pero he tenido la sensación de pertenecer a esta tierra. Cada hora que paso aquí hace crecer en mí un amor desbordante.

Anton, perdona estas palabras inconexas que no deben de tener ningún sentido para ti. Cierro los ojos y oigo el eco de tu trompeta en la tarde de Estambul, oigo tu aliento, te adivino tocando, muy lejos, en un bar de Londres. Me gustaría saber algo de Sam, de Eddy y de Carol, os echo de menos a los cuatro, espero que también me echéis un poco de menos a mí.

Un beso con la vista puesta en los tejados de una ciudad que amarías apasionadamente, estoy segura de ello.

ALICE

8

A las diez de la mañana llamaron a la puerta de Alice. A pesar de que, a voz en grito, les dijo que estaba en la ducha, insistieron. Alice se puso un albornoz y vio por el espejo de la puerta del baño la silueta de una gobernanta que se marchaba. Encontró sobre su cama una funda de ropa, una caja de zapatos y una sombrerera. Intrigada, descubrió en la funda un vestido de noche, un par de escarpines en la caja de zapatos y, en la sombrerera redonda, un sombrero de fieltro precioso así como una notita manuscrita de Daldry:

Hasta esta noche, la espero en el vestíbulo a las seis.

Maravillada, Alice dejó caer el albornoz a sus pies y no pudo aguantar durante mucho tiempo las ganas de hacer un ensayo improvisado.

El vestido resaltaba su cintura y se ensanchaba luego en una amplia y larga falda. Desde la guerra, Alice no había visto un vestido confeccionado con tanta tela. Al girar sobre sí misma, tenía la impresión de ahuyentar esos años en los que le había faltado de todo. De olvidar las faldas tiesas y las chaquetas apretadas. El vestido que llevaba dejaba al aire sus hombros, le afinaba la cintura, redondeaba sus caderas y acrecentaba el misterio de sus piernas.

Se sentó en la cama para ponerse los escarpines y, cuando estuvo subida en ellos, se sintió altísima. Se puso la chaquetilla, ajustó el sombrero y abrió la puerta del armario para mirarse en el espejo. No creyó lo que veían sus ojos.

Colgaba cuidadosamente sus cosas a la espera de que llegara la noche cuando recibió una llamada del conserje. Un botones la esperaba para acompañarla a la peluquería, que se encontraba un poco más abajo en la misma avenida.

– Se ha debido de equivocar de habitación -dijo ella-, yo no he pedido ninguna cita.

– Señorita Pendelbury, le confirmo que la esperan en Guido dentro de veinte minutos. Cuando la hayan peinado, el salón nos llamará y volveremos a buscarla. Le deseo un magnífico día, señorita.

El conserje había colgado, al contrario que Alice, que miraba el auricular como si se tratase de una lámpara de Aladino de la que fuera a surgir un genio pícaro.

*

Lavada la cabeza y hecha la manicura, pasó bajo las tijeras de Guido, cuyo auténtico nombre era Onur. El peluquero había tomado clases en Roma y había vuelto transformado. El maestro Guido le explicó a Alice que había recibido a última hora de la mañana la visita de un hombre que le había dado instrucciones muy estrictas: un moño impecable, que debía «alzarse orgulloso bajo un sombrero».