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La sesión duró una hora. El botones volvió a buscar a Alice en cuanto estuvo lista y la volvió a acompañar al hotel. Cuando entró en el vestíbulo, el conserje la informó de que la esperaban en el bar. Allí se encontró con Daldry, que estaba bebiéndose una limonada y leyendo el periódico.

– Preciosa -dijo levantándose.

– No sé qué decir, desde esta mañana tengo la impresión de ser la princesa de un cuento de hadas.

– Eso nos viene bien, necesitamos que esta noche lo sea. Tenemos que conquistar a un embajador, y no cuente conmigo para ello.

– No sé cómo lo ha hecho, pero estoy maravillada.

– No sé qué es lo que parezco, pero soy pintor. Qué quiere, el sentido de la proporción es una de mis especialidades.

– Ha escogido un vestido magnífico, nunca había llevado uno tan bonito. Tendré mucho cuidado con él, podrá devolverlo impecable. Porque lo ha alquilado, ¿verdad?

– ¿Sabía que esa nueva moda tiene nombre? New look, ¡y la ha hecho famosa un modisto francés! Si bien en el arte de la guerra nuestros vecinos nunca han estado muy al día, hay que reconocerles un genio innegable en cuestión de creaciones indumentarias y culinarias.

– Espero que le guste cuando me vea esta tarde a lo new look.

– No lo dude ni un segundo. Este peinado es realmente una idea excelente, realza su nuca y la encuentro encantadora.

– ¿La idea o la nuca?

Daldry le tendió la carta de aperitivos a Alice.

– Debería comer algo, habrá que batirse con sable esta noche para acercarse al bufet, y usted no llevará el uniforme de combate.

Alice pidió un té y unos pasteles. Se retiró un poco más tarde para ir a prepararse.

De vuelta en su habitación, abrió la puerta del armario, se tumbó en la cama y contempló su vestido.

Una lluvia torrencial se abatía sobre los tejados de Estambul. Alice se acercó a la ventana. Se oían de lejos las sirenas de los barcos de vapor. El Bósforo se difuminaba tras un cristal ahumado. Alice miró la calle de abajo: los ciudadanos se precipitaban a refugiarse a los tranvías, algunos se protegían bajo las cornisas de los edificios, los paraguas se entrechocaban en las aceras. Alice sabía que pertenecía a esa vida que se agitaba bajo sus ventanas, pero en ese instante, detrás de las gruesas paredes de un hotel lujoso de un barrio de Beyoglu, mientras la esperaba una ropa preciosa, se sentía transportada a otro mundo, un mundo privilegiado que frecuentaría esa tarde, un mundo del que ignoraba las costumbres. Y eso no hizo sino redoblar su impaciencia.

*

Había llamado a la gobernanta para que la ayudase a cerrar su vestido. Con el sombrero en su sitio, salió de la habitación. Daldry la vio en el ascensor que bajaba hacia el vestíbulo; su vecina tenía un aspecto aún más impresionante de lo que se había imaginado. La recibió ofreciéndole el brazo.

– Por lo general, me horrorizan completamente los cumplidos, pero voy a hacer una excepción a la regla, está…

– Muy new look -dijo Alice.

– Es una forma de decirlo. Nos espera un coche, tenemos suerte, la lluvia ha parado.

El taxi llegó al consulado en menos de dos minutos, la verja de entrada se encontraba a cincuenta metros del hotel, bastaba casi con cruzar la avenida para estar allí.

– Lo sé, es ridículo, pero no vamos a llegar a pie, cuestión de vergüenza -explicó Daldry.

Rodeó el vehículo para abrir la puerta de Alice; un mayordomo de uniforme la ayudaba ya a bajar.

Subieron lentamente los peldaños de la escalinata, Alice tenía miedo de dar un traspié con los zapatos de tacón. Daldry le confió la invitación al ujier, dejó su abrigo en el guardarropa e hizo pasar a Alice a una gran sala.

Los hombres se volvieron, algunos incluso interrumpieron su conversación. Las mujeres escrudiñaban a Alice de la cabeza a los pies. Peinado, chaquetilla, vestido y zapatos, era la modernidad encarnada. La esposa del embajador le dedicó una sonrisa amistosa. Daldry fue a su encuentro.

Se inclinó ante la embajadora para besarle la mano y le presentó a Alice, según las reglas protocolarias.

La embajadora se preguntó las razones que llevaban a una pareja tan encantadora tan lejos de Inglaterra.

– Perfumes, excelencia -respondió Daldry-. Alice es una de las narices más dotadas del reino, algunas de sus creaciones se encuentran ya en las mejores perfumerías de Kensington.

– ¡Qué bien! -respondió la embajadora-. Cuando volvamos a Londres no dejaré de hacerme con ellas.

Y Daldry se comprometió de inmediato a hacerle llegar algunos frascos.

– Es usted resueltamente vanguardista, querida -exclamó la embajadora-, una mujer que innova en los perfumes es muy valiente; el mundo de los negocios es tan masculino… Si se queda el tiempo suficiente en Turquía, tiene que venir a Ankara a visitarme, me aburro mortalmente -susurró sonrojándose por su confidencia-. Me hubiese gustado presentarle a mi marido; por desgracia, lo veo en plena discusión y me temo que continuará así toda la velada. Debo abandonarla, estoy encantada de haberla conocido.

La embajadora se reunió con otros comensales. La entrevista concedida a Alice no se le había escapado a nadie. Todos la miraban, lo que la hacía sentirse incómoda.

– ¡Pero qué idiota soy! ¿Cómo he podido dejar escapar una ocasión así? -dijo Daldry.

Alice no le quitaba ojo de encima a la embajadora, que conversaba entre un pequeño grupo de invitados. Soltó el brazo de Daldry y cruzó la sala, haciendo todo lo que podía por adoptar unos andares resueltos, a pesar de sus tacones.

Se unió al círculo que se había formado en torno a la embajadora y tomó la palabra.

– Lo lamento, señora, me imagino que falto a toda la consideración debida a su persona al tomarme la libertad de hablarle de manera tan directa, pero es necesario que me conceda una entrevista, no le llevará más que unos segundos.

Daldry miraba la escena pasmado.

– Es genial, ¿verdad? -susurró Can.

Daldry se sobresaltó.

– Menudo susto me ha dado, no le he oído llegar.

– Lo sé, lo he hecho adrede. Bueno, ¿está satisfecho con su guía? La recepción es una excepción, ¿no le parece?

– Me aburro mortalmente en esta clase de veladas.

– Eso es porque no le interesan los demás -respondió Can.

– Sabe que le he contratado como guía turístico y no como guía espiritual, ¿verdad?

– Creía que en la vida era un privilegio ser ingenioso.

– Me cansa, Can, le he prometido a Alice no tomar ni una gota de alcohol y eso me pone de muy mal humor, así que sea tan amable de no abusar de mi paciencia.

– Ni usted de la botella si quiere mantener su promesa.

Can se esfumó tan discretamente como había aparecido.

Daldry se acercó al bufet y se puso lo bastante cerca de Alice y de la embajadora como para espiar su conversación.

– Lamento sinceramente que la guerra se haya llevado a sus padres, y comprendo que sienta la necesidad de indagar en su pasado. Llamaré al servicio consular mañana mismo y pediré que hagan esa búsqueda por usted. ¿En qué año exactamente cree que vinieron a Estambul?

– No lo sé, señora, sin duda antes de mi nacimiento, pues mis padres no tenían a nadie a quien confiarme, aparte de mi tía tal vez, pero ella me habría hablado de ello. Mis padres se conocieron dos años antes de que yo viniera al mundo, me imagino que podrían haber hecho un viaje entre 1909 y 1910. Después de esas fechas, mamá no habría estado en condiciones de viajar, pues ya estaba embarazada.

– Esas búsquedas no deberían ser muy complicadas de efectuar, a condición de que la caída de un imperio y dos guerras no hayan hecho desaparecer los archivos que le interesan. Mi madre, quien desgraciadamente ya no está entre nosotros, me decía siempre: «El no ya lo tienes, hija mía, arriésgate a conseguir el sí.» Seamos eficaces, vamos a molestar a nuestro cónsul, voy a pedirle que la ayude y a cambio usted me dará el nombre de su modisto.