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– Todo el mundo nos mira -susurró Alice.

– Todo el mundo la mira, querida, haga como si nada y beba.

– ¿Cree que mis padres se pasearon por estas callejuelas?

– ¿Quién sabe? Es muy posible, quizá lo sepamos mañana.

– Me gusta imaginarlos aquí a ambos, visitando la ciudad, me gusta la idea de seguir sus pasos. Quizá ellos también se quedaron maravillados al contemplar la vista desde los altos de Beyoglu, quizá pisaron los adoquines de las callejuelas que hay alrededor de las antiguas viñas de Pera, quizá pasearon de la mano a orillas del Bósforo… Lo sé, es una tontería, pero los echo de menos.

– No es ninguna tontería. Voy a hacerle una confidencia: echo de menos no poder reprocharle a mi padre todos los problemas de mi vida. Nunca me he atrevido a preguntárselo, pero ¿cómo…?

– ¿Cómo murieron? Fue un viernes por la tarde, en septiembre de 1941, concretamente el día cinco. Como todos los viernes, había bajado a cenar con ellos. En esa época, yo vivía en un estudio encima de su apartamento. Conversaba con mi padre en el salón, mi madre descansaba en su habitación, estaba indispuesta, un mal resfriado. Las sirenas comenzaron a chillar. Papá me ordenó que fuese a los refugios, iba a ayudar a mamá a vestirse y me prometió que se reunirían conmigo de inmediato. Quería quedarme para ayudarlo, pero me suplicó que me fuese, yo debía encontrar un sitio en el refugio donde instalar a mamá si la alerta se prolongaba. Le obedecí. La primera bomba estalló cuando cruzaba la calle, tan cerca que su onda expansiva me lanzó contra el suelo. Cuando volví en mí y me di la vuelta, nuestro edificio estaba en llamas. Después de la cena, había tenido ganas de ir a la habitación de mi madre para darle un beso, pero no lo hice por miedo a despertarla. Nunca la volví a ver. Nunca pude decirles adiós. Ni siquiera los pude enterrar.

»Cuando los bomberos apagaron el incendio, recorrí las ruinas. No quedaba nada, ni el más mínimo recuerdo de la vida que habíamos compartido, nada de mi infancia. Me fui a vivir a casa de mi tía, en la isla de Wight, y me quedé allí hasta el final de la guerra. Me hizo falta tiempo antes de poder volver a Londres. Casi dos años. Vivía como una ermitaña en mi isla, conocía cada caleta, cada playa, cada colina. Y luego mi tía acabó espabilándome. Me obligó a visitar a mis amigos. Eran lo único que me quedaba en el mundo. Ganamos la guerra, construyeron un nuevo edificio, las huellas del drama se borraron, como la existencia de mis padres y la de tantos otros. Los que viven allí ahora no pueden saberlo, la vida se impone de nuevo.

– De veras que lo lamento -murmuró Daldry.

– Y usted, ¿qué hacía durante la guerra?

– Trabajaba en un servicio de la intendencia de armas. No era apto para ir al frente, por culpa de una fea tuberculosis que dejó sus huellas en mis pulmones. Me puse furioso, hasta sospechaba que mi padre había utilizado su influencia ante los médicos militares para enviarme a la reserva. Había luchado en cuerpo y alma para que me llamaran a filas y finalmente logré acabar en un servicio de información, en el MI-44.

– Entonces, por lo menos participó -dijo Alice.

– En las oficinas, no fue para tirar cohetes. Pero deberíamos cambiar de conversación, no quiero estropear esta noche; es culpa mía, no debería haber sido indiscreto.

– Soy yo quien ha comenzado a hacer preguntas indiscretas. De acuerdo, hablemos de cosas más alegres. ¿Cómo se llamaba ella?

– ¿Quién?

– La mujer que le dejó y le hizo sufrir.

– ¡Tiene una opinión muy particular de lo que es alegre!

– ¿Por qué tanto misterio? ¿Era mucho más joven que usted? Venga, dígamelo, ¿rubia, pelirroja o morena?

– Verde, era completamente verde con grandes ojos saltones, pies inmensos y muy peludos. Ésa es la razón por la que no consigo olvidarla. Bueno, si me hace una pregunta más sobre ella, me permito otro vaso de raki.

– Pida dos, ¡brindaré con usted!

*

La cafetería cerraba, era muy tarde y ningún taxi ni dolmus circulaba por las callejuelas cercanas a la plaza de Tünel.

– Déjeme pensar, debe de haber alguna solución -dijo Daldry mientras el ventanal se apagaba detrás de ellos.

– Podría volver caminando con las manos, pero correría el riesgo de estropear mi vestido -sugirió Alice intentando dar una voltereta lateral.

Daldry la cogió justo antes de que se cayera.

– Pero si está completamente borracha, madre mía.

– No exageremos, un poco achispada, se lo concedo, pero borracha, eso son palabras mayores.

– ¿Oye? Ni siquiera es ya su voz, parece una verdulera.

– Bueno, pues es bonito eso de vender verdores, dos pepinos, un pimiento y un verde esmeralda, ¡hale! Le peso todo, mi buen caballero, y se le dejo a precio de mercado más un diez por ciento. Con eso apenas me le cubre el transporte, pero tiene una cara bonita y además quería irme ya -dijo Alice con un acento popular tan marcado que casi hubiese pasado por cockney.

– Cada vez mejor. ¡Está borracha perdida!

– No está en absoluto borracha y con las que se ha pillado desde que estamos aquí desde que estamos aquí, no es el más indicado para darme lecciones, ¿verdad? ¿Dónde está?

– Justo a su lado… ¡Al otro lado!

Alice giró sobre su izquierda.

– Ah, ¡otra vez aquí! ¿Vamos a pasearnos a orillas del río? -dijo apoyándose en una farola.

– Lo dudo, el Bósforo es un estrecho y no un río.

– Mejor, me duelen los pies. ¿Qué hora es?

– Deben de ser más de las doce, y esta noche, de forma excepcional, no es la carroza sino la princesa la que se transforma en cabezota, digo, en calabaza.

– No tengo ganas de volver, me gustaría regresar al consulado para bailar un poco más… ¿Qué ha dicho de una calabaza?

– ¡Nada! Bueno, a grandes males, grandes remedios.

– ¡¿Qué está haciendo?! -chilló Alice cuando Daldry la levantó para llevarla al hombro.

– La llevo al hotel.

– ¿Va a transportarme a la puerta en una funda?

– Si lo desea -respondió Daldry levantando los ojos al cielo.

– Pero no quiero que me deje junto al conserje, eh, ¿prometido?

– Por supuesto, y ahora nos callamos hasta que lleguemos.

– Hay un cabello rubio en el esmoquin, en la espalda, me pregunto cómo ha llegado ahí. Y, además, creo que mi sombrero acaba de caerse -masculló Alice antes de dormirse.

Daldry se volvió y vio cómo el fieltro rodaba callejuela abajo antes de acabar su carrera en la alcantarilla.

– Me temo que tendremos que comprar otro -refunfuñó.

Le esperaba una enorme cuesta hasta el hotel. Comenzó a caminar. El aliento de Alice le hacía unas cosquillas terribles en la oreja, pero no podía hacer nada contra eso.

*

Al verlos llegar así, el conserje del Pera Palace se sobresaltó.

– La señorita está muy cansada -dijo Daldry dignamente-; si pudiese darme mi llave y la de ella…

El conserje le ofreció su ayuda, pero Daldry la rechazó.

Ethan extendió a Alice sobre su cama, le quitó los zapatos y la cubrió con una manta. Luego corrió las cortinas, la miró dormir un instante antes de apagar la luz, y salió.

*

Se paseaba con su padre, le hablaba de sus proyectos. Iba a comenzar la ejecución de un gran lienzo que representase los vastos campos de lúpulo que bordeaban la propiedad. A su padre le parecía una muy buena idea. Habría que acercar el tractor para hacer que apareciese en el cuadro. Acababa de comprar uno completamente nuevo, un Fergusson trasladado de Norteamérica en barco. Daldry estaba perplejo, se había imaginado espigas inclinadas por el viento, una inmensidad amarilla en medio de la obra que contrastase con los degradados de azules que apareciesen en el cielo. Pero su padre parecía tan contento de que su tractor nuevo ocupase un puesto de honor… Había que pensar en ello, quizá representarlo en la parte de abajo del lienzo mediante una coma roja, rematada por un punto negro que simbolizaría al granjero.