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Un campo de lúpulo con un tractor bajo el cielo, era realmente una buena idea. Su padre le sonreía y lo saludaba, su rostro aparecía en medio de unas nubes. Sonó un timbre, un extraño timbre que insistía e insistía de nuevo…

De un sueño en la campiña inglesa, el teléfono llevó a Daldry a la palidez del día en su habitación de hotel en Estambul.

– ¡Por Dios! -suspiró incorporándose en su cama.

Se volvió hacia la mesilla de noche y descolgó el auricular.

– Al habla Daldry.

– ¿Dormía?

– Ya no…, a menos que continúe la pesadilla.

– ¿Le he despertado? Lo siento -se disculpó Alice.

– No lo sienta, iba a pintar un cuadro que habría hecho de mí uno de los maestros del paisajismo de la segunda mitad del siglo XX, era preferible que me despertase lo antes posible. ¿Qué hora es en Estambul?

– Casi mediodía. Yo también me acabo de levantar, ¿tan tarde llegamos?

– ¿Realmente quiere que le recuerde cómo acabó la noche?

– No me acuerdo de nada. ¿Qué le parecería comer en el puerto antes de nuestra visita en el consulado?

– Un gran tazón de aire no puede hacernos daño. ¿Qué tiempo hace? Todavía no he descorrido las cortinas.

– La ciudad está inundada de luz -respondió Alice-, dese prisa en prepararse y nos encontraremos en el vestíbulo.

– La esperaré en el bar, necesito un buen café.

– ¿Quién le dice a usted que llegará antes que yo?

– Estará de broma, ¿no?

*

Al bajar la escalera, Daldry vio a Can sentado en una silla del vestíbulo, con los brazos cruzados. El guía lo miraba fijamente.

– ¿Lleva mucho tiempo aquí?

– Desde las ocho de esta mañana, le dejo que eche cuentas, excelencia.

– Lo siento, no sabía que teníamos una cita.

– Es normal que me aparezca en mi trabajo por la mañana; ¿su excelencia recuerda que ha solicitado mis servicios?

– Dígame, ¿va a continuar llamándome así mucho tiempo? Raya en lo ridículo y es irritante.

– Solamente cuando esté enfadado con usted. Había organizado una cita con otro perfumista, pero es pasado mediodía…

– Voy a tomarme un café, luego nos peleamos -respondió Daldry, y abandonó a Can.

– ¿Tiene alguna instancia en particular que atender el resto del día, excelencia? -gritó Can a su espalda.

– ¡Que me deje en paz!

Daldry se instaló en la barra, incapaz de apartar la mirada de Can, que se paseaba arriba y abajo en el vestíbulo. Abandonó su taburete y volvió con él.

– No quería ser desagradable. Para que me perdone, le doy el resto del día libre. De todas formas, había previsto llevar a la señorita Alice a comer y luego tenemos cita en el consulado. Vuelva con nosotros aquí mañana, a una hora decente, hacia mediodía, e iremos a encontrarnos con su perfumista.

Y, después de haberse despedido de Can, Daldry regresó al bar.

Alice se lo encontró allí un cuarto de hora más tarde.

– Lo sé -dijo antes incluso de que abriera la boca-, he llegado el primero, pero no voy a colgarme ninguna medalla, usted no tenía ninguna posibilidad.

– Estaba buscando mi sombrero, eso es lo que me ha retrasado.

– ¿Y lo ha encontrado? -preguntó Daldry con la mirada llena de malicia.

– ¡Por supuesto que sí! Está guardado a buen recaudo en mi armario, encima del estante.

– ¡Mira por dónde, me deja maravillado! Entonces, ¿todavía está dispuesta a que comamos a orillas del agua?

– Cambio de planes. Venía a buscarlo. Can espera en el vestíbulo, nos ha organizado una visita al gran bazar, es un guía encantador. Estoy loca de contenta, soñaba con ir. Dese prisa -dijo-, lo espero fuera.

– Yo también tengo muchas ganas de ir -masculló Daldry apretando los dientes cuando Alice se alejaba-. Con un poco de suerte podré encontrar un rincón tranquilo donde estrangular a ese guía.

Al bajar del tranvía, se dirigieron hacia el costado norte de la mezquita de Beyazit. Al final de una plaza tomaron por una callecita estrecha, con libreros y grabadores a los lados. Llevaban ya una hora rebuscando en las avenidas del gran bazar y Daldry no había dicho todavía ni una palabra. Alice, radiante, prestaba mucha atención a las anécdotas de Can.

– Es el mercado cubierto más grande y más antiguo del mundo -afirmó con orgullo el guía-. La palabra «bazar» procede del árabe. Antaño, lo llamaban Bedesten, porque bedes quiere decir «lana» en árabe, y era aquí el sitio donde se vendía la lana.

– Y yo soy la ovejita que sigue a su pastor -masculló Daldry.

– ¿Ha dicho algo, excelencia? -preguntó Can volviéndose.

– Nada en absoluto, le escuchaba religiosamente, querido -respondió Daldry.

– El antiguo Bedesten está en el centro del gran bazar, pero ahora se encuentran allí tiendas de armas antiguas, viejos bronces y una porcelana que es una excepción. En su origen estaba completamente construido con madera. Pero desafortunadamente ardió a principios del siglo XVIII. Es casi una ciudad a cielo cubierto por grandes cúpulas, las descubrirá al levantar la mirada y no mirando mal a nadie, ¡no sé si alguien entiende lo que quiero decir! Encontrarán aquí joyas, pieles, alfombras, objetos de arte, muchas imitaciones por supuesto, pero también algunas piezas grandiosas para un ojo de especialista que se ponga a rebuscar entre…

– Esta auténtica leonera -refunfuñó de nuevo Daldry.

– Pero ¿ahora qué es lo que le pasa? -protestó Alice-. Lo que nos está explicando es apasionante, está usted de un humor espantoso.

– Ni mucho menos -replicó Daldry-. Tengo hambre, eso es todo.

– Les harían falta dos días largos para explorar todas las callejuelas -añadió Can, impasible-. A fin de facilitarles una caminata de unas horas, sepan que el bazar se divide en suburbios muy bien cuidados. Incluso podemos ir a comer a un lugar excelente, ya que encontraremos en él los únicos alimentos susceptibles de apasionar a su excelencia.

– Qué extraña manera tiene de llamarle. Fíjese, «excelencia» le pega mucho, y es hasta gracioso, ¿no le parece? -susurró Alice al oído de Daldry.

– No, no mucho, pero ya que parece divertirles a los dos, no me gustaría aguarles la fiesta haciéndoles suponer ni por un segundo que su ironía puede afectarme.

– ¿Ha ocurrido algo entre ustedes? Parecen llevarse como el perro y el gato.

– ¡En absoluto! -respondió Daldry como un niño castigado en la esquina de la clase.

– ¡Tiene usted un carácter del demonio! Can está totalmente a nuestra disposición. Si tiene tanta hambre, vayamos a comer. Renuncio a este paseo si eso puede ayudar a que recupere la sonrisa.

Daldry se encogió de hombros y aceleró el paso, distanciándose de Can y de Alice.

Alice se detuvo ante una tienda de instrumentos de música; una vieja trompeta de cobre había atraído su atención. Le pidió permiso al comerciante para mirarla con más detenimiento.

– Armstrong tenía la misma -dijo el vendedor rebosante de alegría-. Una pieza única; yo no sé tocar, pero un amigo la ha probado y quiere comprarla a toda costa, es un producto magnífico -añadió.

Can examinó el instrumento y se inclinó hacia Alice.

– Es una imitación. Si quiere comprar una buena trompeta, conozco el lugar que le hace falta. Deje ésta y sígame.

Daldry miró al cielo al ver cómo Alice seguía a Can, atenta a los consejos que le daba.

Can la acompañó a otra tienda de instrumentos de música en la callejuela vecina. Le pidió al comerciante que le mostrase a su amiga los mejores modelos, siempre y cuando no fueran caros. Alice, sin embargo, ya había visto una trompeta en una vitrina.