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– ¿Es una Selmer de verdad? -preguntó sosteniéndola en las manos.

– Es totalmente auténtica, pruébela si lo duda.

Alice inspeccionó la corneta.

– Una Sterling Silver de cuatro pistones, ¡debe de ser carísima!

– No es exactamente así como hay que negociar las cosas en el bazar, señorita -dijo el vendedor, riéndose de buena gana-. También tengo una Vincent Bach que ofrecerle, la Stradivarius de las trompetas, la única de este tipo que encontrará en Turquía.

Pero Alice no tenía ojos sino para la Selmer. Se acordaba de Anton, que se pasaba las horas frente a un escaparate de Battersea contemplando ese mismo modelo bajo el frío, como un apasionado de los automóviles se queda embobado delante de un Jaguar cupé o de un coche italiano. Anton se lo había enseñado todo sobre las trompetas: la diferencia entre las de pistones y las de llaves, las lacadas y las plateadas, la forma en que las aleaciones influían en las sonoridades.

– Puedo vendérsela a un precio razonable -dijo el vendedor del bazar.

Can pronunció unas palabras en turco.

– A muy buen precio -rectificó el hombre-, los amigos de Can son mis amigos. Incluso le doy el estuche de regalo.

Alice pagó al vendedor y, ante un Daldry más circunspecto que nunca, se fue con su compra.

– No sabía que era experta en trompetas -dijo detrás de ella-. Parece que sabe del tema.

– Porque no lo sabe todo de mí -respondió Alice, burlona, acelerando el paso.

– Sin embargo, nunca la he oído tocar, y sabe Dios que nuestras paredes no son muy gruesas.

– Y usted no toca el piano, ¿verdad?

– Ya se lo he dicho, es la vecina de abajo. Bueno, ¿qué? ¿Me va a contar que sopla su instrumento en los puentes del ferrocarril para no molestar al vecindario?

– Creía que tenía hambre, Daldry, ¿no? Le hago esta pregunta porque veo delante de nosotros un pequeño garito, como le gusta llamarlos, que no tiene mala pinta en absoluto.

Can entró el primero en el restaurante y, desafiando a la cola de clientes que esperaban impacientemente su turno, les consiguió una mesa de inmediato.

– ¿Es usted accionista del bazar o su padre era el fundador? -preguntó Daldry sentándose.

– ¡Simplemente un guía, excelencia!

– Lo sé, el mejor de Estambul…

– Me conmueve que me lo resepa por fin sinceramente. Voy a pedir por ustedes, el tiempo pasa y tienen dentro de poco la cita en el consulado -respondió Can, y se dirigió hacia la barra.

9

El consulado había recuperado el aspecto de los días ordinarios; los ramos ornamentales habían desaparecido, habían guardado los candelabros de cristal, y las puertas que daban a la sala de recepción estaban cerradas.

Tras pedirles el pasaporte, un militar en uniforme de gala condujo a Alice y a Daldry al primer piso del edificio neoclásico. Cruzaron por un largo pasillo y esperaron a que un secretario fuera a recibirlos.

Entraron en la oficina del cónsul; el hombre tenía una apariencia severa, pero una voz agradable.

– Así que, señorita Pendelbury, es usted amiga de su excelencia.

Alice se volvió hacia Daldry.

– No habla de mí -le susurró al oído-, esta vez se refiere al embajador.

– Sí -balbuceó Alice dirigiéndose al cónsul.

– Para que la mujer de su excelencia requiera de mí una cita en tan breve plazo, deben de ser muy allegadas. ¿En qué puedo serle útil?

Alice le explicó su búsqueda; el cónsul la escuchó mientras rubricaba las hojas de un expediente que se encontraba en su escritorio.

– Suponiendo, señorita, que sus padres hubieran efectuado una solicitud de visados, serían las autoridades otomanas de la época las concernidas, y no nosotros. Aunque antes de la proclamación de la república nuestro consulado fue una gran embajada, no veo ninguna razón para que ese expediente se haya tramitado aquí. Sólo el Ministerio de Asuntos Exteriores turco podría haber conservado en sus archivos los documentos que le interesan. Y dudo, suponiendo que esa clase de papeleo haya sobrevivido a una revolución y a dos guerras, que acepten emprender búsquedas tan enojosas.

– A menos -dijo Daldry- que el consulado hiciera una búsqueda particular junto a las antedichas autoridades, insistiendo en el hecho de que la solicitud procede de una amiga muy cercana a la mujer del embajador de Inglaterra. Se quedaría estupefacto al descubrir que, a veces, el deseo de complacer a un país amigo que además es socio comercial puede mover montañas. Sé de lo que hablo, pues yo mismo tengo un tío cercano consejero de nuestro ministro de Asuntos Exteriores, de quien depende su consulado, si no me equivoco. Un hombre encantador, por cierto, y que me profesa un afecto sin límites desde la desaparición brutal de su hermano, mi muy añorado padre. Tío al que no dejaré de señalar la ayuda preciosa que me habrá prestado, insistiendo en la eficacia de la que habrá hecho prueba. He perdido el hilo de mi frase -dijo Daldry, pensativo-. En resumen, lo que quería decir…

– Creo haber comprendido sus palabras, señor Daldry. Voy a contactar con los servicios competentes, y haré todo lo que pueda para que les proporcionen la información que desean. Sin embargo, no sean demasiado optimistas, dudo que una simple solicitud de visado haya estado archivada durante tanto tiempo. ¿Decía, pues, señorita Pendelbury, que la llegada hipotética de sus padres a Estambul se situaría entre 1900 y 1910?

– Exactamente -respondió Alice, roja de confusión ante lo caradura que podía llegar a ser Daldry.

– Aprovechen esta estancia entre nosotros, la ciudad es magnífica; si obtengo cualquier resultado, les haré llegar un mensaje a su hotel -les prometió el cónsul acompañando a sus invitados a la puerta de su despacho.

Alice le agradeció su diligencia.

– Me imagino que su tío, al ser hermano de su padre, se apellida también Daldry -dijo el cónsul al estrecharle la mano a Daldry.

– No exactamente -respondió este último con aplomo-. Figúrese, como artista elegí el apellido de mi madre, que me parecía más original. Mi tío se apellida Finch, como mi difunto padre.

Al salir del consulado, Alice y Daldry se volvieron al hotel para tomarse ese té que el cónsul no les había ofrecido.

– De verdad, ¿el apellido de su madre es Daldry? -le preguntó Alice al instalarse en el salón del bar.

– En absoluto, y no hay ningún Finch en nuestra familia, pero, en cambio, siempre se puede encontrar usted uno empleado en un ministerio o en una administración. Es un patronímico enormemente extendido.

– ¡No le tiene usted miedo a nada!

– Debería felicitarme, hemos llevado a buen puerto y con eficacia nuestro asunto, ¿no le parece?

*

El karayel se había levantado por la noche; el viento de los Balcanes llevaba nieve consigo, lo que puso fin a la particular suavidad de ese invierno.

Cuando Alice abrió los ojos, las aceras tenían la misma blancura que las cortinas de percal que colgaban de la ventana de su habitación y los tejados de Estambul se parecían a los de Londres. La tempestad que soplaba le impedía salir, ya prácticamente no se veía el Bósforo. Después de tomar el desayuno en el salón restaurante del hotel, Alice subió a la habitación y se instaló en el escritorio, en el que tenía la costumbre de escribir una carta casi a diario.

Anton:

Últimos días de enero. Ha llegado el invierno, que hoy nos da nuestros primeros instantes de descanso. Ayer conocí a nuestro cónsul, me ha dado pocas esperanzas sobre las probabilidades de saber si mis padres vinieron hasta aquí. No te oculto que me cuestiono sin cesar el sentido de mi búsqueda. A menudo me pregunto si son las predicciones de una vidente y el sueño de descubrir un nuevo perfume lo que me han alejado realmente de Londres, o si eres tú. Si te estoy escribiendo esta mañana de Estambul es porque te echo de menos. ¿Por qué te he ocultado este cariño particular que siento por ti?