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A lo mejor porque tenía miedo de poner nuestra amistad en peligro. Desde la desaparición de mis padres, eres lo único que me vincula a esa parte de mi vida. Nunca olvidaré tus cartas, que recibía cada martes durante esos largos meses en los que me refugié en la isla de Wight.

Querría que me escribieras, leer tus novedades, saber cómo pasan tus días. Los míos son alegres en su mayoría. Daldry es un niño insufrible, pero también un verdadero caballero. Y, además, esta ciudad es bella, la vida apasionante y la gente generosa. He encontrado en el gran bazar algo que te va a gustar, no te digo más, esta vez me he jurado que lograría guardar el secreto. Cuando vuelva iremos a dar una vuelta a orillas del Támesis y tocarás para mí…

Alice levantó el bolígrafo, mordisqueó el capuchón y tachó las últimas palabras hasta dejarlas ilegibles.

Iremos a dar una vuelta por los muelles del Támesis y me contarás todo lo que te ha pasado mientras estuve tan lejos de Londres.

No creas que me he ido sólo a hacer de turista; avanzo en mis obras, o más bien alimento nuevos proyectos. En cuanto el tiempo lo permita, volveré al mercado de especias. La noche anterior decidí poner a punto nuevas fragancias para perfumar el interior de las casas. No te burles de mí, la idea no me pertenece, se me ha ocurrido gracias a ese artesano del que te hablé en una carta anterior. Ayer, justo antes de dormirme, volvía a pensar en mis padres, y a cada recuerdo estaba ligada una sensación olfativa. No te hablo ahora de la colonia de mi padre o del perfume de mi madre, sino de otros muchos aromas. Cierra los ojos y acuérdate de esos olores de la infancia: el cuero de tu cartera; el olor a tiza, incluso el de la pizarra cuando el profesor te castigaba a repetir una frase en ella; el de la leche con chocolate que tu madre preparaba en la cocina. En mi casa, en cuanto mamá cocinaba, olía a canela, la ponía en casi todos los postres. Con el recuerdo de mis inviernos, vuelve hasta mí el olor de la leña que mi padre recogía en el bosque y que quemaba en la chimenea; con el recuerdo de los días de primavera, el perfume de las rosas silvestres que le regalaba a mi madre y que olían en el salón. Mamá me decía siempre: «Pero ¿cómo consigues oler todo eso?» Nunca comprendió que cada instante de mi vida estaba marcado con esos olores particulares, que eran mi lenguaje, mi forma de aprehender el mundo que me rodeaba. Y perseguía los olores de las horas que pasaban, igual que otros se conmueven viendo cómo cambian los colores con la luz. Distinguía docenas de notas: las de la lluvia que cae por las hojas y se mezcla con el musgo de los árboles, empapando, en cuanto el sol exalta el olor de los bosques; las de la hierba seca en verano; las de la paja de los graneros adonde íbamos a escondernos; incluso las del montón de estiércol adonde me empujaste…; y esa lila que me regalaste cuando cumplí dieciséis años.

Podría recordarte muchas cosas de nuestra adolescencia y de nuestras vidas adultas nombrándote los perfumes que me vienen a la cabeza. ¿Sabes, Anton, que tus manos tienen una nota a pimienta, una mezcla de cobre, de jabón y de tabaco?

Cuídate, Anton, espero que me eches un poco de menos.

Te escribiré de nuevo la semana que viene.

Un beso,

ALICE

*

El día después de la tormenta, la lluvia, que seguía cayendo, había borrado la nieve. Los siguientes días, Can les enseñó a Alice y a Daldry diferentes monumentos de la ciudad. Visitaron el palacio de Topkapi, la mezquita Süleymaniye, las tumbas de Solimán y de Roxelana, se pasearon durante horas por las calles animadas alrededor del puente Gálata, recorrieron las avenidas del bazar egipcio. En el bazar de las especias, Alice se detenía ante cada puesto, olfateando los polvos, las decocciones de flores secas, los frascos de perfume. Por primera vez desde que comenzó el viaje, Daldry se mostró maravillado ante un monumento, en este caso las maravillosas lozas de Nicea de la mezquita Rüstem Pasa, y luego también ante los frescos de la antigua iglesia de San Salvador. Al recorrer las callejuelas de un antiguo barrio donde las casas de madera habían resistido a los grandes incendios, Alice se sintió incómoda y quiso alejarse. Le hizo a Daldry subir corriendo a lo alto de la torre genovesa que había visitado sin él. Pero el momento más bonito fue, desde luego, cuando Can la llevó al pasaje de las flores y su mercado cubierto, donde Alice quiso pasar el día entero. Comieron en uno de los numerosos chiringuitos del barrio. El jueves, fue la visita al barrio de Dolmabahçe, el viernes al de Eyüp, en pleno Cuerno de Oro. Después de haber admirado la tumba del compañero del Profeta, subieron los escalones hasta el cementerio y se concedieron una pausa en el café Pierre Loti. Desde las ventanas de la vieja casa a la que el escritor francés iba a descansar, se veía por encima de las tumbas otomanas el gran horizonte que dibujaban las orillas del Bósforo.

Esa misma tarde, Alice le confió a Daldry que tal vez era el momento de pensar en volver a Londres.

– ¿Quiere abandonar?

– Nos hemos equivocado de estación, querido Daldry. Tendríamos que haber esperado a que la vegetación floreciese para emprender nuestro viaje. Y si quiero poder reembolsarle algún día todos los gastos que ha invertido, más vale que vuelva a mi mesa de trabajo cuanto antes. He hecho, gracias a usted, un viaje extraordinario y volveré con la cabeza llena de ideas nuevas, pero ahora es necesario que las plasme.

– No son sus perfumes lo que nos ha traído hasta aquí, lo sabe muy bien.

– No sé lo que me ha conducido aquí, Daldry. ¿Las predicciones de una vidente? ¿Mis pesadillas? ¿Su insistencia y la oportunidad de escapar de mi vida durante un tiempo? He querido creer que mis padres habían estado en Estambul; la impresión de andar tras sus pasos me acercaba a ellos, pero no tenemos ninguna noticia del cónsul. Tengo que madurar, Daldry, aunque me resista con todas mis fuerzas a esa necesidad, y usted también debería hacerlo.

– No estoy de acuerdo. Reconozco que tal vez hayamos sobrevalorado la pista del cónsul, pero piense en esa vida que le prometió la vidente, en ese hombre que la espera al final del camino. Y yo le he hecho la promesa de llevarla hasta él, o al menos hasta el segundo eslabón de la cadena. Soy un hombre de palabra y mantengo mis promesas. Ni hablar de bajar los brazos frente a la adversidad. No hemos perdido el tiempo, más bien al contrario. Ha tenido nuevas ideas y otras más que se le ocurrirán, estoy seguro. Y, además, tarde o temprano acabaremos por encontrar esa segunda persona que nos llevará a la tercera y así sucesivamente…

– Daldry, seamos razonables, no le pido volver mañana mismo, sino empezar a pensar en ello.

– Está todo pensado, pero, puesto que me lo pide, pensaré en ello de nuevo.

La llegada de Can puso fin a su conversación. Era el momento de volver al hotel, su guía los llevaría esa misma noche al teatro a ver un ballet.

Y día tras día, yendo de iglesias a sinagogas, de sinagogas a mezquitas, de los antiguos cementerios silenciosos a las calles animadas, de los salones de té a los restaurantes donde cenaban cada noche, donde cada uno desvelaba por turnos un poco de su historia y algunas confidencias sobre su pasado, Daldry se reconciliaba cada vez más con Can. Se estableció una complicidad entre ellos en torno a un pícaro proyecto del que uno era el autor y el otro, a partir de ese momento, fue el cómplice.

El lunes siguiente, el conserje del hotel llamó a Alice, que volvía de un día muy apretado. Una estafeta consular había llevado a última hora de la mañana un telegrama a su nombre.

Alice lo cogió rápidamente y miró a Daldry, ansiosa.

– Bueno, venga, ábralo -le suplicó.

– Aquí no, vayamos al bar.

Se instalaron en una mesa al fondo de la sala y, con un gesto de la mano, Daldry despidió al camarero, que se acercaba para tomar nota.