Cuando la pandilla de amigos avanzaba hacia la salida, una adivina le dedicó una gran sonrisa a Alice desde su quiosco.
– ¿Nunca has fantaseado con saber lo que te depara el porvenir? -le preguntó Anton.
– No, nunca. No creo que el futuro esté escrito -respondió Alice.
– Al empezar la guerra, una vidente le dijo a mi hermano que sobreviviría, siempre y cuando se mudase de casa -dijo Carol-. Había olvidado hacía mucho esa profecía cuando se incorporó a su unidad; dos semanas más tarde, el edificio en el que vivía se desplomó bajo las bombas alemanas. No se libró ninguno de sus vecinos.
– ¡Menuda vidente! -respondió secamente Alice.
– Nadie sabía entonces que Londres soportaría el Blitz [1] -replicó Carol.
– ¿Quieres ir a consultar al oráculo? -preguntó Anton en tono burlón.
– No seas idiota, tenemos un tren que coger.
– Todavía faltan, como poco, tres cuartos de hora; el espectáculo ha terminado antes de lo previsto. Tenemos tiempo. Ve, ¡te invito!
– No tengo ningunas ganas de ir a escuchar los camelos de esa vieja.
– Deja a Alice tranquila -intervino Sam-, ¿no ves que le da canguelo?
– Vaya tres, me estáis empezando a enfadar, no tengo miedo, no creo ni en cartománticas ni en bolas de cristal. Y, además, ¿por qué os interesa conocer mi futuro?
– A lo mejor es que alguno de estos caballeros sueña en secreto con saber si acabarás metida en su cama… -sugirió Carol.
Anton y Eddy se volvieron estupefactos. Carol se había sonrojado y, para mantener el tipo, les dirigió una sonrisita sarcástica.
– Podrías preguntarle si vamos a perder o no nuestro tren, eso por lo menos sería una revelación interesante -añadió Sam-, y además podríamos comprobarlo rápidamente.
– Bromead tanto como queráis, yo creo en ello -continuó Anton-. Si tú vas, Alice, yo voy después.
– ¿Sabéis que a veces os ponéis muy estúpidos? -dijo, abriéndose paso.
– ¡Cobardica! -soltó Sam.
Alice se volvió bruscamente.
– Bueno, ya que me las veo con cuatro tontitos que quieren perder el tren, voy a ir a escuchar las necedades de esa mujer y luego nos volvemos. ¿Estáis contentos? -preguntó tendiendo la mano hacia Anton-. ¿Me das esos dos peniques o qué?
Anton rebuscó en el bolsillo y le dio las dos monedas a Alice, quien se dirigió hacia la adivina.
Alice avanzó hacia el quiosco; la vidente seguía sonriéndole. La brisa marina arreció, arañándole las mejillas y obligándola a bajar la cabeza, como si de repente alguien le hubiese prohibido sostenerle la mirada a la anciana señora. Sam tal vez tenía razón, la perspectiva de esa experiencia le molestaba más de lo que había supuesto.
La vidente le rogó a Alice que tomase asiento en un taburete. Sus ojos eran inmensos, su mirada de una profundidad abismal, y la sonrisa, que no la abandonaba nunca, cautivadora. No había ni bola de cristal ni cartas del tarot en su velador, sólo sus alargadas manos moteadas de marrón, que tendía hacia Alice. Cuando las tocó, Alice sintió que se adueñaba de ella un extraño sosiego, un bienestar que no había sentido desde hacía mucho tiempo.
– Tu rostro, hija mía, lo he visto antes -silbó la vidente.
– ¡Me ha visto al pasar!
– No crees es mis dones, ¿verdad?
– Soy racional por naturaleza -respondió Alice.
– Mientes, eres una artista, una mujer autónoma y decidida, aunque es cierto que el miedo te frena.
– Pero ¿qué le ha dado hoy a todo el mundo con que tengo miedo?
– No parecías tranquila cuando venías hacia mí.
La mirada de la vidente se clavó más en la de Alice. Su rostro estaba ahora muy cerca del suyo.
– Pero ¿dónde me he cruzado antes con esa mirada?
– ¿En otra vida, tal vez? -respondió Alice en tono irónico.
La vidente, confusa, se irguió repentinamente.
– Ámbar, vainilla y cuero -susurró Alice.
– ¿De qué hablas?
– De su perfume, de su pasión por Oriente. Yo también percibo algunas cosas -dijo Alice aún con más insolencia.
– Tienes un don, en efecto, pero hay algo más importante todavía: llevas en ti una historia sobre la que lo ignoras todo -respondió la anciana.
– Esa sonrisa que no la abandona nunca -replicó Alice burlona-, ¿es para darles mayor confianza a sus presas?
– Sé por qué has venido a verme -dijo la vidente-, es divertido si una lo piensa.
– ¿Ha oído cómo me retaban mis amigos?
– No eres de la clase de gente que acepta un reto fácilmente, y tus amigos no tienen nada que ver con nuestro encuentro.
– ¿Quién entonces?
– La soledad que te persigue y te tiene en vela toda la noche.
– No veo nada divertido en todo esto. Dígame algo que me sorprenda de verdad; no es que su compañía no sea agradable, pero, bromas aparte, de verdad, no puedo dejar que se me escape el tren.
– No, de hecho, es más bien triste. Lo que es divertido, por el contrario, es que…
Su mirada se apartó de Alice para perderse a lo lejos. Alice tuvo casi una sensación de abandono.
– ¿Va a decirme algo? -preguntó Alice.
– Lo que es divertido de verdad -continuó la vidente al volver en sí- es que el hombre más importante de tu vida, el que buscas desde siempre sin saber ni siquiera que existe, ese hombre acaba de pasar hace apenas unos segundos detrás de ti.
El rostro de Alice se quedó petrificado y no pudo resistir las ganas de volverse. Dio la vuelta en su taburete para ver a lo lejos a sus cuatro amigos, que le hacían señas de que había que irse.
– ¿Es uno de ellos? -balbuceó Alice-. ¿Ese hombre misterioso será Eddy, Sam o Anton? ¿Ésa es su gran revelación?
– Escucha lo que te digo, Alice, y no lo que deseas oír. Te he confiado que el hombre que más te importará en la vida acaba de pasar por detrás de ti. Ahora ya no está ahí.
– Y ese príncipe azul al que conoceré en el futuro, ¿dónde se encuentra ahora?
– Paciencia, hija mía. Tendrás que conocer a seis personas antes de llegar hasta él.
– Bonito negocio, seis personas, ¿nada más?
– Sobre todo, bonito viaje… Un día lo entenderás, pero es tarde, y te he revelado lo que tenías que saber. Y dado que no te crees ni una palabra de lo que acabo de decirte, mi consulta es gratuita.
– No, prefiero pagarle.
– No seas tonta, digamos que este rato que hemos pasado juntas es una visita amistosa. Estoy contenta de haberte visto, Alice, no me lo esperaba. Eres alguien singular; bueno, lo es tu historia.
– Pero ¿qué historia?
– Ya no tenemos tiempo, y además todavía te la creerías menos. Vete, o tus amigos te van a odiar por haberles hecho perder su tren. Daos prisa, y sed prudentes, va a haber un accidente en seguida. No me mires así, lo que acabo de decirte no tiene nada que ver con la videncia, sino con el sentido común.
La vidente le ordenó a Alice que la dejara. Alice la miró unos segundos, ambas mujeres intercambiaron una última sonrisa y Alice se reunió con sus amigos.
– ¡Vaya cara que tienes! ¿Qué es lo que te ha dicho? -preguntó Anton.
– Luego, ¡habéis visto qué hora es!
Y, sin esperar una respuesta, Alice se lanzó hacia el pórtico que había a la entrada de la escollera.
– Tiene razón -dijo Sam-, hay que darse mucha prisa, el tren sale dentro de menos de veinte minutos.
Se pusieron todos a correr. Al viento que soplaba en la playa se le había sumado una fina lluvia. Eddy cogió a Carol del brazo.
– Ten cuidado, las calles están resbaladizas -dijo mientras la arrastraba en su carrera.
Salieron del paseo y subieron por la calle, que estaba desierta. Las farolas de gas iluminaban débilmente la calzada. A lo lejos, se veían las luces de la estación de Brighton; les quedaban menos de diez minutos. Una carreta con un caballo apareció justo cuando Eddy cruzó la calle.