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El cónsul besó la mano de Alice y se levantó.

– ¿Tendría la gentileza -dijo dirigiéndose a Daldry- de acompañarme hasta la puerta del hotel? Tengo dos cositas que decirle, nada importante.

Daldry se levantó y siguió al cónsul, quien se ponía el abrigo. Cruzaron el vestíbulo; el cónsul se detuvo delante de la recepción y se dirigió a Daldry.

– Mientras hacía esas búsquedas para su amiga he buscado, por curiosidad, la presencia de un Finch en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

– ¿Sí?

– Pues sí…, y el único empleado que responde al nombre de Finch es un aprendiz en la sección de correo; en ningún caso puede tratarse de su tío, ¿no es así?

– No lo creo, en efecto -respondió Daldry examinándose la punta de los zapatos.

– Eso es, en efecto, lo que me parecía a mí. Le deseo una agradable estancia en Estambul, señor Finch-Daldry -dijo el cónsul antes de cruzar precipitadamente la puerta giratoria.

10

Daldry se había reunido con Alice en el bar. Ésta se pasó media hora observando el piano negro de la esquina del salón sin decir ni una palabra.

– Si lo desea, podríamos echar un vistazo mañana al edificio de ciudad Rumelia -sugirió Daldry.

– ¿Por qué nunca me hablaron de esa época?

– No tengo ni idea, Alice, ¿quizá querían protegerla? Tuvieron que vivir aquí momentos terriblemente angustiosos. Quizá fuesen para ellos recuerdos demasiado penosos para compartirlos. Mi padre participó en la Gran Guerra y nunca quiso hablar de ella.

– ¿Y por qué no me inscribieron en la embajada?

– Quizá lo hicieran y el empleado responsable del censo de residentes británicos no haya cumplido correctamente con su trabajo. Dado el caos que se vivió en esa época, quizá estaba superado por los acontecimientos.

– Eso son muchos «quizá», ¿no le parece?

– Sí, pero ¿qué más puedo decirle? No estábamos allí.

– Sí, precisamente yo sí estaba.

– Investiguemos si quiere.

– ¿Cómo?

– Preguntando entre el vecindario, ¿quién sabe si alguien se acordará de ellos?

– ¿Casi cuarenta años después?

– Quizá la suerte nos dé un empujoncito. Ya que hemos contratado al mejor guía de Estambul, pidámosle que nos ayude. Los días por venir prometen ser apasionantes…

– ¿Quiere recurrir a Can?

– ¿Por qué no? Por cierto, no debería tardar. Después del espectáculo podríamos invitarlo a cenar.

– Ya no tengo ganas de salir, vayan sin mí.

– No es una noche para dejarla sola. Va a rumiar mil y una hipótesis, y todas le van a provocar insomnio. Vamos a ver ese ballet y en el transcurso de la cena hablaremos con Can.

– No tengo hambre y no sería una compañía muy agradable. Se lo aseguro, necesito un poco de soledad, tengo que reflexionar sobre todo esto.

– Alice, no quiero minimizar en absoluto el hecho de que sus descubrimientos son perturbadores, pero no cuestionan nada fundamental. A sus padres, por lo que usted me ha dicho, nunca les ha faltado amor hacia usted. Por razones que les pertenecen, nunca compartieron con usted su estancia aquí. No hay en ello nada que deba entristecerle, parece tan derrotada que me va a dar una depresión.

Alice miró a Daldry y le sonrió.

– Tiene razón -dijo-, pero no sería buena compañía esta noche. Vaya a ver el espectáculo con Can, háganse compañía y cenen algo, le prometo que no dejaré que el insomnio me estropee la noche. Un poco de descanso, y mañana decidiremos si jugar a los detectives.

Can acababa de entrar en el vestíbulo. Golpeteó en la esfera de su reloj para indicarles a Alice y a Daldry que ya era hora de irse.

– Lárguese -dijo Alice al ver que Daldry titubeaba todavía.

– ¿Está segura?

Alice echó a Daldry con un gesto amistoso. Éste se volvió para decirle adiós y se reunió con Can.

– ¿La señorita Alice no se unifica a nosotros?

– No, en efecto, no se unifica a nosotros… Me parece que esta noche va a ser inolvidable -suspiró Daldry levantando la mirada al cielo.

*

Daldry durmió durante todo el segundo acto. Cada vez que sus ronquidos se volvían demasiado ruidosos, Can le daba un codazo y Daldry se sobresaltaba antes de volver a dar cabezadas.

Cuando cayó el telón sobre el escenario del antiguo teatro francés de Isklital, Can se llevó a Daldry a cenar al Régence, en el paseo del Olivo. La cocina era refinada. Daldry, más ávido que nunca, se relajó al tercer vaso de vino.

– ¿Por qué la señorita Alice no se ha unificado a nosotros? -preguntó Can.

– Porque estaba cansada -respondió Daldry.

– ¿Se le ha echado por encima?

– ¿Perdón?

– Le pregunto si se han pelado.

– Para su información, se dice echar encima, y no, no nos hemos peleado.

– Pues bien, entonces.

Pero Can no parecía convencido. Daldry llenó sus vasos y le habló de lo que el cónsul les había contado justo antes de que llegase a buscarlos al hotel.

– ¡Qué historia tan increíble! -exclamó Can-. ¿Y han sabido todo eso con la boca del cónsul? Entiendo que la señorita Alice se haya quedado tarumba. En su lugar, yo también lo estaría. ¿Qué piensa hacer?

– Ayudarla a verlo todo más claro, si es posible.

– Con Can nada es imposible en Estambul. Dígame cómo aclarar señoritas.

– Encontrar a alguien que conociese a sus padres podría ser un buen comienzo.

– ¡Es practicable! -exclamó Can-. Voy a investigar y encontraremos a alguien que se acordará, o alguien que conociese a alguien que se acordase.

– Haga todo lo que pueda, pero no le diga nada si no está seguro de que es verdad, ya está bastante afectada. Cuento con usted.

– Muy sensato, tiene razón, es inútil emburruñarlo todavía más.

– Como guía no digo nada, pero, amigo mío, creo que sobrevalora sus aptitudes como intérprete.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? -preguntó Can bajando la mirada.

– Hágala de todas formas, ya veremos.

– ¿Hay algo de especie entre la señorita Alice y usted?

– Haga un esfuerzo…

– Quería decir algo especial entre ustedes.

– ¿Qué le importa a usted?

– Entonces, me acaba de responder.

– No, no acabo de responderle, ¡señor guía sabelotodo pero que no sabe nada!

– ¿Lo ve? He debido de palpar una fibra sensible, puesto que me rearaña.

– ¡No le rearaño por la sencilla razón de que eso no significa nada! Y no le regaño tampoco, porque no veo ninguna razón para hacerlo.

– En cualquier caso, todavía no ha respondido a mi pregunta.

Daldry le volvió a servir vino y se bebió su vaso de un trago. Can lo imitó de inmediato.

– Entre la señorita y yo no hay más que una simpatía recíproca; amistad, si lo prefiere.

– Menudo amigo es con la jugada que se dispone a hacerle.

– Nos hacemos un favor mutuo, ella necesitaba cambiar de vida y yo un estudio donde pintar; es un intercambio de favores, eso se hace entre amigos.

– Cuando los dos están al corriente del intercambio…

– Can, sus lecciones de moral me joden extremadamente.

– ¿Ella no le gusta?

– No es mi tipo de mujer y no soy su tipo de hombre. ¿Lo ve? Es una relación equilibrada.

– ¿Qué es lo que no le gusta de ella?

– Dígame, Can, ¿por casualidad no estará tanteando el terreno para ver si usted tiene alguna posibilidad?

– Sería absurdo y absqueroso hacer tal cosa -respondió Can claramente ebrio.

– Esta conversación es cada vez más absurda. Voy a formular las cosas de otra manera para que lleguen hasta su cerebro: ¿trata de insinuarme que Alice le tiene un poco tocado?