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– Me duele la cabeza de forma espantosa -le confió Daldry-. ¿Me acompañaría a dar un paseo? ¿Quién es ese amigo?

– Buena idea, vamos a andar. Me preguntaba a qué hora reaparecería, estoy levantada desde el amanecer y empezaba a aburrirme. ¿Adónde vamos?

– A ver el Bósforo, eso me traerá recuerdos…

De camino, Alice se entretuvo en el puesto de un zapatero. Miró cómo giraba la correa de una muela.

– ¿Tiene que ponerles suelas nuevas a sus zapatos?

– No.

– Entonces, ¿por qué lleva cinco minutos largos mirando a ese hombre?

– ¿Le pasa a veces que ciertas cosas anodinas le proporcionan una sensación de paz sin que comprenda la razón?

– Pinto cruces, me sería difícil fingir lo contrario. Podría pasarme el día viendo pasar autobuses de dos pisos. Me gusta oír cómo chirría su embrague, el ruido de los frenos, el timbre que el cochero acciona al arrancar, el ronroneo del motor.

– Lo que me describe es terriblemente poético, Daldry.

– ¿Se burla de mí?

– Un poco sí.

– ¿Porque el escaparate de un zapatero es más romántico?

– Hay poesía en las manos de ese artesano, siempre me han gustado los zapateros, el olor del cuero y de la goma.

– Eso es porque le gustan los zapatos. Yo, por ejemplo, podría pasar horas delante del escaparate de una panadería, no necesito decirle por qué…

Un poco más tarde todavía paseaban junto a los muelles del Bósforo. Daldry se sentó en un banco.

– ¿Qué está mirando? -preguntó Alice.

– A esa anciana cerca de la barandilla que habla con el propietario del perro pelirrojo. Es fascinante.

– Le gustan los animales, ¿qué ve en ello de fascinante?

– Mire bien y lo comprenderá.

La anciana, después de haber intercambiado unas palabras con el propietario del perro pelirrojo, se acercó a otro perro. Se inclinó y tendió la mano hacia el hocico del animal.

– ¿Lo ve? -susurró Daldry inclinándose hacia Alice.

– ¿Acaricia a otro perro?

– No comprende lo que está haciendo, no es el perro quien le interesa, sino la correa.

– ¿La correa?

– Exactamente, la correa que lo ata a su amo, que está pescando. La correa es el hilo conductor que le permite entablar la conversación. Esa anciana se muere de soledad. Se ha inventado esta estratagema para intercambiar unas palabras con otro ser humano. Estoy convencido de que viene aquí cada día a la misma hora para buscar su pequeña dosis de humanidad.

Esta vez, Daldry había acertado. La anciana no consiguió captar la atención del pescador concentrado en la veleta de su caña, que flotaba en las aguas del Bósforo, así que dio unos pasos por el muelle, cogió unas migas de pan del bolsillo de su abrigo y se las lanzó a las palomas que trotaban por la barandilla donde se acodaban los pescadores. Muy pronto, se dirigió a uno de ellos.

– Extraña soledad, ¿no cree? -dijo Daldry.

Alice se volvió hacia él y lo miró atentamente.

– ¿Por qué ha venido hasta aquí, Daldry? ¿Por qué ha hecho este viaje?

– Lo sabe muy bien. Por nuestro pacto: la ayudo a encontrar al hombre de su vida, bueno, la pongo en camino, y, mientras usted sigue la búsqueda, yo pinto bajo su lucernario.

– ¿Es ésa, de verdad, la única razón?

La mirada de Daldry se perdió en Üsküdar, como si contemplase el minarete de la mezquita Mirimah, en la orilla asiática del Bósforo.

– ¿Se acuerda de ese bar al final de nuestra calle, en Londres? -preguntó Daldry.

– Desayunamos allí, pues claro que me acuerdo.

– Iba allí cada día, a la misma mesa, con mi periódico. Un día en que el artículo que leía me estaba aburriendo me miré en el espejo y tuve miedo de los años que me quedaban por vivir. Yo también necesitaba cambiar de aires. Pero, desde hace algunos días, echo de menos Londres. Nada es nunca perfecto.

– ¿Está pensando en volver? -le preguntó Alice.

– Usted también pensaba en ello hace poco.

– Ahora ya no.

– Porque la profecía de esa vidente le parece más creíble. A partir de ahora tiene un objetivo, y yo…, yo he cumplido con mi misión. Creo que el cónsul es el segundo eslabón de la cadena, quizá el tercero si contamos con que Can es el que nos llevó hasta él.

– ¿Tiene intención de abandonarme?

– Es lo que habíamos pactado. No se preocupe, pagaré la habitación del hotel y los emolumentos de Can para los tres próximos meses. Está a su entera disposición. Le ingresaré un respetable adelanto de sus gastos. En cuanto a usted, le abriré una cuenta en el Banco di Roma, su agencia se encuentra en Isklital y están acostumbrados a giros del extranjero. Le haré llegar uno cada semana, no le faltará nada.

– ¿Quiere que me quede tres meses más en Estambul?

– Tiene camino por hacer, Alice, antes de alcanzar su objetivo, y además no querría perderse la llegada de la primavera en Turquía. Piense en todas las flores que le son extrañas, en sus perfumes… y un poco en nuestros negocios.

– ¿Cuándo ha tomado la decisión de irse?

– Esta mañana, al despertarme.

– ¿Y si yo prefiriese que se quedase un poco más?

– No necesitaría más que pedírmelo, el próximo vuelo no sale hasta el sábado, lo que nos deja todavía un margen. No ponga esa cara; mi madre está delicada de salud y no puedo dejarla sola indefinidamente.

Daldry se levantó y avanzó hacia el pretil, donde la anciana se acercaba discretamente a un gran perro blanco.

– Tenga cuidado -le dijo al pasar-, es de los que muerden.

*

Can llegó al hotel a la hora del té. Parecía satisfecho.

– Tengo novedades fascinantes con las que surtirles -dijo al reunirse con Alice y Daldry en el bar.

Alice volvió a dejar la taza y le prestó toda su atención a Can.

– He encontrado, en un edificio cercana a aquel donde su padre y su madre se habían instalado, a un anciano que los conocía. Está dispuesto a que vayamos a verlo a su casa.

– ¿Cuándo? -preguntó Alice mirando a Daldry.

– Ahora -respondió Can.

11

El apartamento del señor Zemirli ocupaba la segunda planta de un edificio burgués en la calle Isklital. La puerta daba a un largo recibidor donde unos libros viejos se apilaban a lo largo de toda la pared.

Ogüz Zemirli llevaba un pantalón de franela, una camisa blanca, una bata de seda y dos pares de gafas. Unas parecían sujetarse sobre su frente como por arte de magia, las otras se encabalgaban sobre su nariz. Ogüz Zemirli cambiaba de monturas según la necesidad que tuviera de leer o de ver de lejos. Su rostro estaba muy apurado, salvo por algunos pelos entrecanos en la punta del mentón que se le debían de haber escapado al barbero.

Hizo un gesto a sus visitantes para invitarlos a pasar a su salón decorado con muebles franceses y otomanos, desapareció en la cocina y volvió acompañado de una mujer de formas generosas. Ella sirvió el té y unos pastelitos orientales, el señor Zemirli se lo agradeció, y la mujer se retiró de inmediato.

– Es mi cocinera -explicó-; sus pasteles son deliciosos, sírvanse.

Daldry no se hizo de rogar.

– Bueno, ¿así que usted es la hija de Cömert Eczaci? -preguntó el hombre.

– No, señor, mi padre se llamaba Pendelbury -respondió Alice dirigiéndole una mirada desolada a Daldry.

– ¿Pendelbury? No creo que me dijera… Puede que sí, después de todo, mi memoria ya no es la que era -añadió el hombre.

Daldry miró a Alice a su vez, preguntándose como ella si su anfitrión estaría todavía en sus cabales; ya odiaba a Can por haberlos llevado allí, y más todavía por haber hecho nacer en Alice la esperanza de saber un poco más sobre sus padres.

– En el barrio -añadió el señor Zemirli- no le llamábamos Pendelbury, sobre todo en esa época; le habíamos puesto el apodo de Cömert Eczaci.