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– ¡Cuidado! -gritó Anton.

Alice tuvo la serenidad necesaria para agarrar a Eddy de la manga. El coche casi los derriba, y sintieron el aliento del animal que el cochero trataba desesperadamente de detener.

– ¡Me has salvado la vida! -farfulló Eddy, conmocionado.

– Ya me lo agradecerás más tarde -respondió Alice-, démonos prisa.

Al llegar al andén, se pusieron a gritar en dirección al jefe de estación, que cogió su linterna y les ordenó que subiesen en el primer vagón. Los chicos ayudaron a las chicas a auparse. Anton estaba todavía en el estribo cuando el tren se puso en marcha. Eddy lo agarró del hombro y tiró de él antes de cerrar la portezuela.

– Ha faltado un segundo -suspiró Carol-. Y tú, Eddy, menudo susto me has dado, de verdad; esa carreta casi te pasa por encima.

– Me parece que Alice ha tenido todavía más miedo que tú; miradla, se ha quedado blanca como una pared -dijo Eddy.

Alice ya no decía ni una palabra. Se instaló en el asiento y observó por el cristal cómo se alejaba la ciudad. Sumida en sus pensamientos, se acordó de la vidente, de las palabras que le había dicho, y, al recordar su advertencia, se puso todavía más pálida.

– Bueno, ¿nos lo cuentas? -soltó Anton-. Después de todo, hemos estado a punto de dormir al raso por tu culpa.

– Por culpa de vuestro estúpido reto -replicó secamente Alice.

– Habéis estado hablando un buen rato, ¿te ha dicho algo sorprendente, por lo menos? -preguntó Carol.

– Nada que no supiese ya. Os lo dije, la videncia es un engañabobos. Con unas buenas dotes de observación, un mínimo de intuición y algo de convicción en la voz, se puede engañar a cualquiera y hacerle creer lo que sea.

– Pero todavía no nos has dicho lo que esa mujer te ha revelado -insistió Sam.

– Os propongo que cambiemos de tema de conversación -intervino Anton-. Hemos pasado un día fantástico, volvemos a casa, no veo ninguna razón para buscarle las cosquillas a nadie. Lo siento, Alice, no deberíamos haber insistido, no tenías ganas de ir y todos hemos sido un poco…

– Cretinos, y yo la primera -siguió Alice, mirando a Anton-. Ahora tengo una pregunta mucho más apasionante: ¿qué hacéis en Nochebuena?

Carol volvía a St Mawes, con su familia. Anton cenaba en la ciudad en casa de sus padres. Eddy le había prometido a su hermana que pasaría la noche en su casa; sus sobrinitos esperaban a Papá Noel, y su cuñado le había preguntado si quería representar el papel. Incluso había alquilado un disfraz. Era difícil escaquearse cuando su cuñado lo sacaba de apuros tan a menudo sin decirle nada a su hermana. En cuanto a Sam, su jefe lo había invitado a una fiesta a beneficio de los niños del orfanato de Westminster y tenía como misión repartir los regalos.

– ¿Y tú, Alice? -preguntó Anton.

– Pues… también me han invitado a una fiesta.

– ¿Dónde? -insistió Anton.

Entonces, Carol le dio un puntapié en la tibia. Sacó un paquete de galletas de dentro de su bolso diciendo que tenía una hambre canina. Les ofreció un Kit Kat a cada uno y después le lanzó una mirada fulminante a Anton, que se frotaba la pantorrilla indignado.

El tren entró en Victoria Station. El humo acre de la locomotora invadía el andén. Al pie de las grandes escaleras, el olor de la calle no era más agradable. Una niebla densa había tomado al barrio como prisionero, partículas de carbón que se consumían a lo largo del día en las chimeneas de las casas, partículas que flotaban alrededor de los faroles, cuyas bombillas de tungsteno esparcían una triste luz anaranjada en la bruma.

Los cinco camaradas acecharon la llegada del tranvía. Alice y Carol fueron las primeras en bajarse, vivían a tres calles la una de la otra.

– Por cierto -dijo Carol al despedirse de Alice en la puerta de su edificio-, si cambias de opinión y renuncias a tu fiesta, podrías venirte a pasar la Navidad a St Mawes; mamá está loca por conocerte. Le hablo a menudo de ti en mis cartas y tu oficio la intriga mucho.

– ¿Sabes una cosa? No sé muy bien cómo hablar de mi oficio -le dijo Alice a Carol después de agradecerle la invitación.

A continuación, le dio un beso a su amiga y desapareció por el hueco de la escalera.

En ese momento oyó encima los pasos de su vecino, que volvía a su casa. Se detuvo para no cruzárselo en el rellano, no estaba de humor para discutir.

*

Hacía casi tanto frío en su apartamento como en las calles de Londres. Alice se quedó con el abrigo sobre los hombros y los mitones en las manos. Llenó el hervidor, lo dejó sobre el hornillo, cogió un tarro de té de la estantería de madera y no encontró más que tres briznas olvidadas. Se dirigió a la mesa de su taller y abrió el cajón de un joyerito que contenía pétalos de rosas secos. Desmenuzó unos pocos en la tetera y vertió el agua hirviente, se puso cómoda en su cama y retomó el libro que había dejado en la víspera.

De repente, la habitación quedó sumida en la oscuridad.

Alice se encaramó a su cama y miró por el lucernario. El barrio estaba por completo a oscuras. Los cortes de corriente, frecuentes, duraban al menos hasta el amanecer. Alice se puso a buscar una vela; al lado del lavabo, un pequeño montículo de cera marrón le recordó que había utilizado la última la semana anterior.

Trató en vano de volver a encender la corta mecha; la llama vaciló, crepitó y acabó apagándose.

Aquella noche, Alice quería escribir, poner sobre el papel unas notas de agua salada, de madera de viejos tiovivos, de barandillas corroídas por las salpicaduras. Aquella noche, sumida en la noche cerrada, Alice no conciliaría el sueño. Se acercó a la puerta, dudó y, suspirando, se resignó a cruzar el rellano para pedirle una vez más ayuda a su vecino.

Daldry abrió la puerta, vela en mano. Llevaba un pantalón de pijama y un jersey de cuello de cisne bajo una bata de seda de color azul marino. La luz de la vela teñía de un color extraño su rostro.

– La esperaba, señorita Pendelbury.

– ¿Me esperaba? -respondió sorprendida.

– Desde que han cortado la corriente. No duermo con bata, como podrá imaginar. Tenga, ¡he aquí lo que me iba a pedir! -dijo, sacando una vela de su bolsillo-. Es esto lo que ha venido a buscar, ¿no es así?

– Lo siento, señor Daldry -dijo agachando la cabeza-, de verdad, me acordaré de comprar.

– Ya no me lo creo, señorita.

– Puede llamarme Alice, ¿sabe?

– Buenas noches, señorita Alice.

Daldry cerró la puerta, Alice volvió a su casa. Pero, un instante después, oyó que llamaban a la puerta. Alice abrió y vio que Daldry se encontraba delante de ella, sosteniendo una caja de cerillas en la mano.

– Me imagino que tampoco tiene de esto. Las velas son mucho más útiles encendidas. No me mire así, no soy adivino. La última vez tampoco tenía cerillas y, como la verdad es que quiero acostarme, he preferido adelantarme.

Alice se guardó mucho de confesarle a su vecino que había rascado su última cerilla para prepararse una infusión. Daldry encendió la mecha y pareció satisfecho cuando la llama penetró en la cera.

– ¿Le he dicho algo que le haya molestado? -preguntó Daldry.

– ¿Por qué dice eso? -respondió Alice.

– Se le ha ensombrecido el rostro de repente.

– Estamos en la penumbra, señor Daldry.

– Si tengo que llamarla Alice, tendrá que llamarme a mí también por mi nombre: Ethan.

– Muy bien, le llamaré Ethan -contestó Alice, sonriendo a su vecino.

– Pero, diga lo que diga, parece, como poco, contrariada.

– Sólo es cansancio.

– Entonces, la dejo. Buenas noches, señorita Alice.

– Buenas noches, señor Ethan.

2

Domingo, 24 de diciembre de 1950