Por su culpa, ahora voy a tener que ir a pedirles disculpas. Se lo ruego, si sus horarios la absorben hasta el punto de que no encuentra ningún momento que dedicarme, tómese al menos unos minutos para escribirme que no ha tenido tiempo de escribirme. Unas palabras bastarán para acallar una preocupación inútil. Comprenda que me siento responsable de su presencia en Estambul y, por tanto, de que esté sana y salva.
Leo con placer en sus palabras que su complicidad con Can no deja de crecer, puesto que come en su compañía cada día, y por añadidura en un cementerio, lo que de todas formas me parece un lugar muy extraño para alimentarse, pero, en fin, puesto que eso la hace feliz, no tengo nada que decir.
Estoy intrigado por sus obras. Si de verdad quiere recrear la ilusión del polvo, es inútil quedarse en Estambul. Vuelva a su casa lo antes posible; constatará que, en su apartamento, el polvo lo es todo menos una ilusión.
Quiere que le dé noticias mías… Como usted, me esmero en el trabajo y el puente Gálata empieza a tomar forma bajo mis pinceles. Estos últimos días me he puesto a hacer bocetos de los personajes que pintaré en él, y además trabajo en los detalles de las casas de Üsküdar.
He ido a la biblioteca, donde he encontrado antiguos grabados que reproducen las hermosas perspectivas de la orilla asiática del Bósforo; me serán muy útiles. Cada día, cuando se acerca el mediodía, dejo mi apartamento para ir a comer al final de nuestra calle, conoce el sitio, es inútil describírselo. ¿Recuerda a la viuda que se encontraba sola en una mesa detrás de nosotros el día en que estuvimos allí juntos? Tengo una buena noticia, creo que ha terminado su luto y que ha conocido a alguien. Ayer, un hombre de su edad, hecho un auténtico fantoche, pero con cara de tipo simpático, entró con ella y los vi desayunar juntos. Espero que su historia les dure. Nada prohíbe enamorarse sea cual sea la edad, ¿no?
A primera hora de la tarde, me fui a su casa, hice un poco de limpieza y pinté hasta la tarde. La luz que cae de su lucernario es casi una iluminación para mí, nunca he trabajado tan bien.
Los sábados voy a pasear a Hyde Park. Como los fines de semana acostumbra a llover, nunca me cruzo con nadie, y eso me encanta.
A propósito de personas que me cruzo, me encontré a una de sus amigas en la calle a comienzos de semana. Una tal Carol se me presentó espontáneamente. Su rostro me vino a la memoria cuando evocó esa noche en que irrumpí en su casa. Aprovecho para decirle que lamento haberme comportado de esa manera. No fue para reprochármelo para lo que me abordó su amiga, sino porque sabía que habíamos viajado juntos y había esperado por un instante que usted estuviese de vuelta. Le dije que no pasaba nada y nos fuimos a tomarnos un té, durante el cual me permití darle noticias suyas. Por supuesto, no tuve tiempo de contárselo todo, debía empezar su turno en el hospital; es enfermera, y yo un estúpido por decírselo, puesto que es una de sus mejores amigas, pero me horrorizan los tachones. Carol se mostró fascinada por el relato de nuestros días en Estambul, y le prometí cenar con ella la semana que viene para contarle más cosas. No se preocupe, no es para nada una molestia, su amiga es encantadora.
Y ya está, Alice, como constatará al leer estas pocas líneas, mi vida es mucho menos exótica que la suya, pero, como usted, soy feliz.
Su amigo,
DALDRY
P. D.: En su última carta, al hablar otra vez de ese querido Can, escribe: «Viene a buscarme por las mañanas a la puerta de casa.» ¿Insinúa que Estambul se ha convertido en «su casa»?
Anton:
Comienzo esta carta con una noticia triste. El señor Zemirli falleció en su casa el domingo pasado, su cocinera lo encontró por la mañana, estaba echado en su sillón.
Can y yo decidimos ir a sus exequias. Pensaba que seríamos pocos y que dos almas no estarían de más para poblar el cortejo. Pero en aquel pequeño cementerio éramos un centenar apretujándonos para acompañar al señor Zemirli hasta su tumba. Por lo visto, ese hombre se había convertido en la memoria de todo un barrio; a pesar de su minusvalía, el joven Ogüz que pretendía domar los tranvías habría conseguido tener una vida plena, los que se encontraban allí daban testimonio de ello compartiendo risas y emociones en torno a su recuerdo. En el transcurso de la ceremonia, un hombre no dejaba de mirarme. No sé qué le dio a Can, pero insistió tanto en que lo conociera que fuimos los tres a tomar un té en una pastelería de Beyoglu. El hombre es un sobrino del difunto, parecía estar muy apenado. La coincidencia es perturbadora, pues ambos nos habíamos visto antes, es el propietario de la tienda de instrumentos de música donde compré una trompeta. Pero ya he hablado bastante de mí. ¿Así que ha conocido a Carol? Me alegro mucho, tiene un corazón de oro y ha encontrado un trabajo que lo acompaña. Espero que haya pasado un rato agradable en su compañía. El domingo próximo, si el tiempo lo permite (se ha moderado mucho en los últimos días), iré de picnic con Can y el sobrino del señor Zemirli a la isla de los Príncipes; ya le hablé de ello en una carta anterior. Mamá Can me ha impuesto un día de descanso a la semana, así que obedezco.
Estoy contenta de leer que progresa en su pintura y que disfruta trabajando bajo mi lucernario. Al final me gusta imaginarlo en mi casa, pinceles en mano, y espero que cada tarde, al marcharse, esparza un poco de sus colores y de su locura para alegrar la vivienda (tómese esto como un cumplido que se dice entre amigos).
A menudo quiero escribirle, pero el cansancio es tal que renuncio a ello con la misma frecuencia. Por cierto, termino esta carta demasiado corta, en la que quisiera poder contarle todavía mil cosas, porque se me cierran los ojos. Sepa que soy fiel a su amistad y que le envío cada noche desde mi ventana de Üsküdar mis mejores deseos antes de acostarme.
Un beso,
ALICE
P. D.: He decidido aprender turco, y me gusta mucho. Can me está enseñando y progreso con una facilidad que le desconcierta, me dice que hablo casi sin acento y que está muy orgulloso de mí. Espero que usted también lo esté.
¡Mi querida Suzie!
No se haga la sorprendida… Bien que usted me ha rebautizado como Anton cuando mi nombre es Ethan y siempre me escribe «Querido Daldry».
¿Quién es ese Anton en el que estaba pensando al escribirme su última carta, que acusaba casi tanto retraso como la anterior?
Si no tuviera un horror reverencial a los tachones, tacharía todo lo que acabo de escribir y que seguro que le hace pensar que estoy de mal humor. No es mentira, no estoy satisfecho con mi trabajo desde hace varios días. Las casas de Üsküdar y, en particular, aquella en la que vive me están costando Dios y ayuda. Comprenda que, desde el puente Gálata en el que nos encontrábamos, parecían minúsculas, y ahora que sé que vive allí me gustaría hacerlas inmensas y reconocibles para que pudiese identificar la suya.
Me he percatado de que en su última carta no habla en absoluto de sus obras. No es el socio el que se preocupa, sino el amigo el que es curioso. ¿Cómo lo lleva? ¿Ha conseguido recrear esa ilusión a polvo o desea que le envíe un paquetito con un poco?
Mi viejo Austin ha muerto. Es mucho menos triste que el fallecimiento del señor Zemirli, pero lo conocía desde hacía más tiempo que a él y, al dejarlo en el garaje, no le oculto que tenía el corazón en un puño. Lo positivo del asunto es que voy a poder despilfarrar un poco más de esa herencia, ya que ha renunciado a ayudarme a ello, y que iré la semana que viene a comprarme un automóvil completamente nuevo. Espero (si es que vuelve algún día) tener el placer de dejárselo conducir. Como parece que su estancia se prolonga, he decidido pagarle el alquiler a nuestro casero común. Sea tan amable, por una vez, de no llevarme la contraria; es completamente normal que lo pague yo, puesto que soy el único que utiliza su piso.