– ¿Por qué? -preguntó Alice-. ¿Me concierne en algo?
– No puedo decir nada. Bueno, ya hemos cotilleado bastante, la acompaño, es tarde.
– ¿Sabes, Can? Soy una persona adulta y no tienes la obligación de escoltarme todas las noches hasta mi casa. En estos meses he tenido tiempo para aprenderme el camino. La casa donde vivo no se mueve nunca del final de la calle.
– No está bien burlarse de mí, me pagan por encargarme de usted, sólo hago mi trabajo, como usted en el restaurante.
– ¿Cómo que te pagan?
– El señor Daldry continúa enviándome un giro cada semana.
Alice miró durante un buen rato a Can y se fue sin decir nada. El guía le dio alcance.
– También lo hago por amistad.
– No me digas que es por amistad, porque te pagan -dijo acelerando el paso.
– Las dos cosas no son incompatibles, y por la noche las calles no son tan seguras como cree. Estambul es una gran ciudad.
– Pero Üsküdar es un pueblo donde todo el mundo se conoce, me lo has repetido cien veces. Ahora déjame en paz, conozco mi camino.
– Está bien -suspiró Can-, le escribiré a Daldry para decirle que ya no quiero su dinero, ¿le parece bien así?
– Lo que me habría parecido bien es que me hubieses dicho mucho antes que te seguía pagando por ocuparte de mí. Intenté dejarle claro que ya no quería su ayuda, pero constato que no hace más que lo que le da la gana, una vez más, y eso me pone furiosa.
– ¿Por qué el hecho de que alguien la ayude la pone furiosa? Es absurdo.
– Porque no le he pedido nada, y no necesito la ayuda de nadie.
– Eso es todavía más absurdo, todos necesitamos a alguien en la vida, nadie puede hacer grandes cosas solo.
– Bueno, ¡pues yo sí!
– Bueno, ¡pues usted tampoco! ¿Lograría poner a punto su perfume sin la ayuda del artesano de Cihangir? ¿Habría encontrado su taller si yo no la hubiese llevado? ¿Habría conocido al cónsul, al señor Zemirli y al maestro de escuela?
– No exageres, no tienes nada que ver con lo del maestro de escuela.
– ¿Y quién decidió ir por la callejuela que pasaba por delante de su casa? ¿Quién?
Alice se paró y se encaró con Can.
– Eres de una mala fe increíble. De acuerdo, sin ti no habría conocido ni al cónsul, ni al señor Zemirli, no trabajaría en el restaurante de tu tía, no viviría en Üsküdar y probablemente me habría ido de Estambul. Es a ti a quien le debo todo eso, ¿estás satisfecho?
– ¡Y no habría pasado ante el callejón donde se encontraba ese colegio!
– Te he pedido disculpas, no nos vamos a pasar con esto toda la noche.
– No he debido de captar en qué momento se ha disculpado. Y no habría conocido a ninguna de esas personas, ni habría encontrado un empleo en el restaurante de mi tía, ni habría ocupado la habitación que le alquila, si el señor Daldry no me hubiese contratado. Podría extender sus disculpas y agradecérselo a él también, al menos con el pensamiento. Estoy seguro de que le llegarían de una forma u otra.
– Lo hago en cada carta que le escribo, «señor doy lecciones de moral», quizá dices eso únicamente para que no le prohíba en mi próxima carta mandarte tus giros.
– Si después de todos los favores que le he hecho quiere usted hacer que pierda mi empleo, es asunto suyo.
– Eso es justo lo que decía, eres de una mala fe increíble.
– Y usted tan terca como mi tía.
– Vale, Can, ya he tenido mi ración de discusiones por esta noche, por todo el mes, mejor dicho.
– Vamos a tomarnos un té y hagamos las paces.
Alice se dejó guiar a un café cuya terraza, todavía muy frecuentada, ocupaba el final de un callejón.
Can les pidió dos rakis. Alice prefería el té que le había prometido, pero el guía no quiso escucharla.
– El señor Daldry no le tenía miedo a beber.
– ¿A ti te parece valiente cogerse un ciego?
– No lo sé, nunca me he hecho esa pregunta.
– Bueno, pues deberías; la ebriedad es una cobardía estúpida. Ahora que hemos brindado con raki para darte gusto, vas a decirme qué tiene que ver conmigo esa discusión con tu tía.
Can dudó si responder, pero la insistencia de Alice venció sus últimas reticencias.
– Es por toda esa gente que le he hecho conocer. El cónsul, el señor Zemirli, el maestro, aunque le he jurado a mi tía que en éste no he tenido nada que ver y que habíamos pasado por delante de su casa por casualidad.
– ¿Qué es lo que te reprocha?
– Meterme en lo que no me importa.
– ¿Por qué le disgusta eso?
– Dice que cuando nos ocupamos demasiado de la vida de los demás, incluso cuando creemos que hacemos bien, acabamos por no traerles más que problemas.
– Bueno, pues iré a tranquilizar a mamá Can mañana mismo y le explicaré que no me has traído más que alegrías.
– No puede decirle tal cosa a mi tía, sabría que se lo he dicho yo y se pondría furiosa conmigo. Y más teniendo en cuenta que no es completamente verdad. Si no le hubiese presentado al señor Zemirli, no habría estado tan triste cuando se murió; y si no la hubiese llevado a esa callejuela, no se habría sentido desamparada ante ese viejo profesor. Nunca la había visto en semejante estado.
– ¡Tienes que decidirte de una vez por todas! O son tus talentos de guía los que nos condujeron a ese colegio, o es una casualidad y no tienes nada que ver.
– Digamos que es un poco las dos cosas: la casualidad hizo que se quemase el konak, y yo la llevé a la callejuela. La casualidad y yo éramos socios en este asunto.
Alice apartó su vaso vacío, Can volvió a llenarlo de inmediato.
– Esto me recuerda a mis buenas noches con el señor Daldry -dijo el guía.
– ¿Podrías olvidarte de Daldry cinco minutos?
– No, no creo -respondió Can después de reflexionar.
– ¿Cómo habéis llegado a discutir así?
– Por la cocina.
– No te preguntaba dónde había comenzado, sino cómo.
– Ah, eso no puedo decírselo, mamá Can me ha hecho prometerlo.
– Bueno, pues te libero de tu promesa. Una mujer puede levantar la promesa que un hombre le ha hecho a otra mujer a condición de que ellas se lleven bien y que eso no cause ningún perjuicio ni a una ni a otra. ¿No lo sabías?
– ¿Se lo acaba de inventar?
– Ahora mismo.
– Eso es lo que yo pensaba.
– Can, dime por qué habéis hablado de mí.
– ¿Qué bien puede hacerle eso?
– Ponte en mi lugar. Imagina que nos hubieses sorprendido a Daldry y a mí peleándonos por causa tuya, ¿no querrías saber por qué?
– No habría necesidad. Imagino que el señor Daldry me habría criticado otra vez, que usted habría salido en mi defensa y que él se lo habría reprochado una vez más. No es muy complicado, ya ve.
– ¡Me vuelves loca!
– Y a mí es mi tía quien me vuelve loco por culpa de usted, así que ya estamos igual.
– De acuerdo, un toma y daca. No le digo nada a Daldry en mi próxima carta a propósito de tus giros, y tú me confiesas cómo ha empezado esa discusión.
– Eso es un chantaje, y usted me obliga a traicionar a mamá Can.
– Y yo, al no decirle nada a Daldry, traiciono mi independencia; ya ve, todavía estamos igual.
Can miró a Alice y le volvió a llenar el vaso.
– Beba primero -dijo sin dejar de mirarla.
Alice vació el vaso de un trago y lo volvió a dejar violentamente sobre la mesa.
– ¡Te escucho!
– Creo que he encontrado a la señora Yilmaz -declaró Can.
Y, ante la mirada alelada de Alice, añadió:
– Su niñera… Sé dónde vive.
– ¿Cómo la has encontrado?
– Can todavía es el mejor guía de Estambul, y eso es verdad para las dos orillas del Bósforo. Hace casi un mes que hago preguntas por aquí y por allá. Me he recorrido las calles de Üsküdar y he encontrado a alguien que la conocía. Se lo había dicho, Üsküdar es un sitio donde todo el mundo se conoce, o, digamos, un sitio donde todo el mundo conoce a alguien que conoce a alguien… Üsküdar es un pueblecito.