– ¿Cuándo podremos ir a verla? -preguntó Alice ansiosa.
– Cuando llegue el momento, ¡y mamá Can no podrá saber nada!
– Pero ¡por qué se mete! ¿Y por qué no quería que me hablases de ello?
– Porque mi tía tiene teorías sobre cualquier cosa. Afirma que las cosas del pasado deben permanecer en el pasado, que nunca es bueno despertar nuevas historias. No se debe exhumar lo que el tiempo ha enterrado, asegura que le haría daño conduciéndola a casa de la señora Yilmaz.
– Pero ¿por qué? -preguntó Alice.
– Del porqué no tengo ni idea, quizá nos enteremos cuando vayamos. ¿Ahora tengo su promesa de que será paciente y que esperará sin decir nada a que organice esa visita?
Alice se lo prometió, y Can le suplicó que la dejara acompañarla a su casa mientras la borrachera aún se lo permitiese. Con el número de vasos de raki que se había soplado al hacerle esa confesión, era más que urgente ponerse en camino.
Al día siguiente por la tarde, al volver del taller de Cihangir, Alice fue a toda velocidad a su casa a cambiarse antes de empezar su turno de las siete.
La vida en el restaurante de mamá Can parecía haber retomado su curso normal. Su marido se afanaba en la cocina gritando en cuanto un plato estaba listo, y mamá Can vigilaba la mesa desde la caja. No la abandonaba más que para ir a saludar a los parroquianos, y desde allí designaba con una mirada las mesas en las que había que situar a la gente según la importancia que les concedía. Alice tomaba nota, zigzagueaba entre los clientes y la cocina, y el pinche lo hacía lo mejor que podía.
Hacia las nueve, cuando llegaba la «hora punta», mamá Can abandonó su taburete suspirando y se decidió a echarles una mano.
Mamá Can observaba discretamente a Alice, quien, por su parte, hacía grandes esfuerzos por no revelar nada del secreto que le había confiado Can.
Cuando el último cliente se hubo ido, mamá Can echó el cerrojo, empujó una silla y se instaló en una mesa sin quitarle los ojos de encima a Alice, quien, como cada noche, ponía las mesas para el día siguiente. Estaba quitando el mantel de la mesa vecina a la que ocupaba mamá Can cuando ésta le confiscó el trapo con el que daba brillo a la madera y le cogió la mano.
– Anda, ve a preparar un té con menta, querida, y vuelve con dos vasos.
La idea de respirar un poco no disgustaba a Alice. Volvió a la cocina y reapareció unos minutos más tarde. Mamá Can ordenó al pinche que cerrase el postigo del pasaplatos; Alice dejó su bandeja y se sentó enfrente de ella.
– ¿Eres feliz aquí? -preguntó la dueña tras servir el té.
– Sí -respondió Alice, perpleja.
– Eres valiente -dijo mamá Can-, como yo cuando tenía tu edad, el trabajo nunca te ha dado miedo. Una situación extraña, si se piensa bien, la de nuestra familia contigo, ¿no te parece?
– ¿Qué situación? -preguntó Alice.
– Por el día mi sobrino trabaja para ti y, por la noche, tú trabajas para su tía. Es casi un negocio familiar.
– Nunca lo había pensado así.
– ¿Sabes? Mi marido no habla mucho, dice que no le da tiempo, que hablo por dos, al parecer. Pero te aprecia y te valora.
– Me siento conmovida, yo también os quiero a todos.
– Y la habitación que te alquilo, ¿te gusta?
– Me gusta la calma que reina en ella, la vista es magnífica y duermo muy bien.
– ¿Y Can?
– ¿Perdón?
– ¿No has comprendido mi pregunta?
– Can es un guía formidable, seguramente el mejor de Estambul; con el paso de los días que hemos pasado juntos se ha convertido en un amigo.
– Hija mía, ya no son días lo que habéis pasado juntos, sino semanas y meses. ¿Eres consciente del tiempo que pasa contigo?
– ¿Qué intenta decirme, mamá Can?
– Sólo te pido que tengas cuidado con él. ¿Sabes? Los flechazos no existen más que en los libros. En la vida real, los sentimientos se construyen tan lentamente como edificamos nuestro hogar, piedra a piedra. ¡O te crees que me volví loca de amor ante mi marido la primera vez que lo vi! Pero, después de cuarenta años de vida en común, quiero muchísimo a ese hombre. He aprendido a amar sus cualidades, a adaptarme a sus defectos, y cuando me enfado con él, como ayer por la noche, me aíslo y reflexiono.
– ¿Y sobre qué reflexiona? -preguntó Alice, burlona.
– Me imagino una balanza, y en un platillo pongo lo que me gusta de él y en el otro lo que me enfada. Y, cuando miro la balanza, siempre la veo inclinada hacia el lado bueno. Es porque tengo la suerte de tener un marido con el que puedo contar. Can es mucho más inteligente que su tío y, a diferencia de éste, es más bien guapo.
– Mamá Can, nunca he querido seducir a su sobrino.
– Bien lo sé, pero es de él de quien te hablo. Estaría dispuesto a recorrer todo Estambul por ti, ¿o es que no lo ves?
– Lo siento, mamá Can, nunca había pensado que…
– También lo sé, trabajas tanto que no has tenido un minuto para pensarlo. ¿Por qué crees que te he prohibido venir aquí el domingo? Para que tu cabeza descanse un día a la semana y tu corazón encuentre una razón para latir. Pero ya veo que Can no te gusta; deberías dejarlo tranquilo. Ahora conoces el camino para ir a tu artesano de Cihangir. Vuelve a hacer buen tiempo, podrías ir allí sola.
– Se lo diré mañana mismo.
– No hace falta, no tienes más que decirle que no necesitas más sus servicios. Si realmente es el mejor guía de la ciudad, encontrará muy rápido nuevos clientes.
Alice clavó su mirada en los ojos de mamá Can.
– ¿No quiere que trabaje más aquí?
– Yo no he dicho eso, no sé por qué lo has pensado. Te aprecio mucho, los clientes también, y estoy encantada de verte todas las noches; si ya no vinieras, creo que incluso me molestaría contigo. Conserva tu trabajo, la habitación donde duermes y donde la vista es hermosa, pasa tus días en Cihangir y todo irá para mejor.
– Entiendo, mamá Can, lo pensaré.
Alice se quitó su delantal, lo dobló y lo dejó sobre la mesa.
– ¿Por qué se enfadó con su marido ayer por la noche? -preguntó al dirigirse hacia la puerta del restaurante.
– Porque me parezco a ti, querida, soy de genio vivo y hago demasiadas preguntas. ¡Hasta mañana! Lárgate ya, volveré a cerrar cuando salgas.
Can esperaba a Alice en un banco. Se levantó a su paso y, al abordarla, provocó que se sobresaltase.
– No te había oído.
– Lo siento, no quería asustarla. Tiene mala cara, ¿no se ha arreglado lo del restaurante?
– Sí, todo ha vuelto a la normalidad.
– Con mamá Can las tormentas nunca duran mucho tiempo. Venga, la acompaño.
– Tengo que hablar contigo, Can.
– Yo también, caminemos. Tengo noticias para usted y prefiero decírselas por el camino. La razón por la que el viejo profesor no se cruza ya con la señora Yilmaz en el mercado es que ella ha dejado Estambul. Ha ido a pasar sus últimos días a lo que fue antaño su ciudad, ahora vive en Izmit y hasta tengo su dirección.
– ¿Está lejos de aquí? ¿Cuándo podremos ir a verla?
– Está a unos cien kilómetros, una hora en tren. También podemos ir allí por mar, no he organizado nada todavía.
– ¿A qué esperas?
– Prefiero estar seguro de que realmente quiere encontrarse con ella.
– Por supuesto, ¿qué es lo que te hace dudarlo?
– No lo sé, mi tía quizá tenga razón cuando dice que no es bueno desenterrar el pasado. Si ahora es feliz, ¿de qué le servirá eso? Más vale mirar adelante y pensar en el futuro.
– No tengo nada que temer del pasado, y además todos necesitamos conocer nuestra historia. Me pregunto sin parar por qué mis padres me ocultaron una parte de mi vida. En mi lugar, ¿no querrías saberlo?