– ¿Y si tenían buenas razones? ¿Y si era para protegerla?
– ¿Protegerme de qué?
– ¿De los malos recuerdos?
– Tenía cinco años y no conservo ninguno, y además no hay nada más inquietante que la ignorancia. Si conociera la verdad, fuera la que fuese, al menos me resignaría.
– Imagino que ese viaje en barco para volver a su casa debió de ser terrible, y su madre seguro que daba gracias al cielo de que no se acordase de nada de todo aquello. Ésa es probablemente la razón de su silencio.
– A mí también me lo parece, Can, pero no es más que una suposición y, para serte franca, me gustaría tanto que me hablasen de ellos, aunque sea para decirme cosas anodinas. Cómo se vestía mi madre, lo que me decía por la mañana antes de que fuese al colegio, cómo era nuestra vida en ese piso de ciudad Rumelia, lo que hacíamos los domingos… Sería una forma como otra cualquiera de retomar el contacto con ellos, aunque sólo fuera durante una conversación. Es tan duro despedirse de alguien cuando no se ha podido decir adiós… Los echo de menos tanto como en los primeros días de su desaparición.
– En lugar de ir al taller de Cihangir, mañana la llevaré a casa de la señora Yilmaz, pero ni una palabra a mi tía, ¿me lo promete? -preguntó Can al pie de la casa de Alice.
Lo miró atentamente.
– ¿Tienes a alguien en tu vida, Can?
– Tengo a mucha gente en mi vida, señorita Alice. Amigos y una familia muy grande, casi demasiado numerosa para mi gusto.
– Quería decir alguien a quien quisieras.
– Si quiere saber si hay una mujer en mi corazón, le diré que todas las chicas bonitas de Üsküdar lo visitan cada día. Amar en silencio no cuesta nada y no ofende a nadie, ¿verdad? Y usted, ¿quiere a alguien?
– Soy yo quien te ha hecho la pregunta.
– ¿Con qué cuento le ha ido mi tía? Se inventaría cualquier cosa para que deje de ayudarla en su búsqueda. Es tan obstinada cuando tiene una idea en la cabeza que le podría hacer creer que pensaba pedirle que se case conmigo, pero, tranquila, no tenía intención de hacerlo.
Alice cogió la mano de Can en la suya.
– Te prometo que no la he creído ni por un instante.
– No haga eso -suspiró Can retirando la mano.
– Sólo era un gesto de amistad.
– Quizá, pero la amistad nunca es inocente entre dos seres que no son del mismo sexo.
– No estoy de acuerdo contigo; mi mejor amigo es un hombre, nos conocemos desde la adolescencia.
– ¿No lo echa de menos?
– Por supuesto, le escribo cada semana.
– ¿Y responde a todas sus cartas?
– No, pero tengo una buena excusa: no se las envío.
Can sonrió a Alice y se fue andando hacia atrás.
– ¿Y nunca se ha preguntado por qué nunca envía esas cartas? Creo que ya es hora de volver, es tarde.
Querido Daldry:
Le escribo esta carta con el corazón helado. Creo haber llegado al término de este viaje y, sin embargo, si le escribo esta tarde es para anunciarle que no regresaré, al menos en mucho tiempo. Al leer las líneas que seguirán comprenderá por qué.
Ayer por la mañana me reuní con la niñera de mi infancia. Can me condujo a la residencia de la señora Yilmaz. Vive en una casa en lo alto de una callejuela adoquinada que antiguamente no estaba cubierta más que de tierra. Tengo que decirle también que al final de esa callejuela se encuentra una gran escalera…
Como cada día, habían dejado Üsküdar muy de mañana, pero tal y como le había prometido Can a Alice, habían ido a la estación de Haydarpasa. El tren había partido del andén a las nueve y media. Con el rostro pegado a la ventanilla del compartimento, Alice se había preguntado cómo sería su niñera y si su rostro le despertaría algún recuerdo. Llegados a Izmit una hora más tarde, habían cogido un taxi que los condujo a lo alto de una colina en el barrio más antiguo de la ciudad.
La casa de la señora Yilmaz tenía muchos más años que su propietaria. Construida en madera, se inclinaba extrañamente a un lado y parecía a punto de desmoronarse en cualquier momento. Los revestimientos de la fachada no estaban ya sujetos más que por viejos clavos descabezados, las ventanas corroídas por la sal, y los ataques de muchos inviernos quedaban marcados en sus contramarcos. Alice y Can llamaron a la puerta de esa morada moribunda. Cuando el que tomó por el hijo de la señora Yilmaz la hizo entrar en el salón, Alice quedó invadida por el olor a resina de la madera humeante de la chimenea y por el aroma de unos libros antiguos que olían a leche cuajada, de una alfombra que desprendía un olor a la dulzura seca de la tierra, de un par de viejas botas de cuero que olían todavía a lluvia.
– Está arriba -dijo el hombre señalando al piso superior-, no le he dicho nada, simplemente que tenía visita.
Al subir la bamboleante escalera, Alice percibió el perfume a lavanda de las colgaduras, el olor del aceite de lino que abrillantaba la barandilla, el de las sábanas almidonadas, parecido al de la harina, y, en la habitación de la señora Yilmaz, el de la naftalina, que provocaba una sensación de soledad.
La señora Yilmaz leía sentada en su cama. Dejó que le resbalasen las gafas a la punta de la nariz y miró a esa pareja que acababa de llamar a la puerta.
Observó fijamente a Alice, quien se acercaba, contuvo el aliento antes de dar un largo suspiro, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Alice no veía en esa cama más que a una anciana que le era extraña hasta que la señora Yilmaz la cogió en sus brazos sollozando y la estrechó contra ella…
Con la nariz hundida en su nuca, reconocí el acorde perfecto de mi infancia, el aroma de los besos recibidos antes de ir a la cama. Oí, surgido de esa infancia, el crujido de las cortinas que se abrían por la mañana, la voz de mi niñera al gritarme: «Anusheh, levántate, hay un barco muy bonito en la rada, tienes que venir a verlo.»
Recobré el olor de la leche caliente en la cocina, volví a ver las patas de una mesa de cerezo bajo la cual me gustaba tanto esconderme. Oí los escalones de la escalera crujir bajo los pasos de mi padre, y he vuelto a ver de repente, en un dibujo en tinta negra, dos rostros que había olvidado.
He tenido dos madres y dos padres, Daldry; ya no tengo ninguno.
Hizo falta un rato para que la señora Yilmaz secara mis lágrimas; sus manos me acariciaban las mejillas y sus labios me cubrían de besos. Murmuraba mi nombre sin poder parar: «Anusheh, Anusheh, mi pequeña Anusheh, mi sol, has vuelto para ver a tu vieja niñera.» Y yo también lloré, Daldry. Lloré por toda mi ignorancia, por no haber sabido nunca que aquellos que me trajeron al mundo no me vieron crecer, que aquellos a los que amé y que me criaron me habían dado en adopción para salvarme la vida. No me llamo Alice, sino Anusheh; antes que inglesa, soy armenia; y mi verdadero apellido no es Pendelbury.
A los cinco años era una niña silenciosa, una niñita que se negaba a hablar sin que se supiera por qué. Mi universo estaba hecho de olores, eran mi lenguaje. Mi padre, zapatero, poseía un gran taller y dos comercios, a una orilla y otra del Bósforo. Era, me afirmó la señora Yilmaz, el más renombrado de Estambul y venían a verlo de todos los barrios de la ciudad. Mi padre se encargaba de la tienda de Pera, mi madre dirigía la de Kadiköy, y, cada mañana, la señora Yilmaz me llevaba al colegio, situado al fondo de un pequeño callejón de Üsküdar. Mis padres trabajaban mucho, pero el domingo mi padre nos llevaba siempre a pasear en calesa.
A principios del año 1914, el enésimo médico les había sugerido a mis padres que mi mutismo no era una fatalidad, que ciertas plantas medicinales podrían calmar mis noches turbadas por violentas pesadillas y que conciliar el sueño me soltaría la lengua. Mi padre tenía por cliente a un joven farmacéutico inglés que ayudaba a las familias en dificultades. Cada semana, la señora Yilmaz y yo íbamos a la calle Isklital.