En cuanto veía a la mujer de ese farmacéutico, según parece, gritaba su nombre con una voz clara.
Las pociones del señor Pendelbury tuvieron virtudes milagrosas. Al cabo de seis meses de tratamiento dormía como un ángel y le encontraba cada vez más gusto a hablar. La vida volvió a ser feliz, hasta el 25 de abril de 1915.
Aquel día en Estambul, notables, intelectuales y periodistas, médicos, profesores y comerciantes armenios fueron arrestados en el transcurso de una redada sangrienta. Ejecutaron sin juicio a la mayoría de los hombres, y a los que habían sobrevivido los deportaron a Adana y a Alep.
Al final de la tarde, el rumor de las masacres llegó hasta el taller de mi padre. Unos amigos turcos vinieron a avisarle de que pusiese a su familia a salvo lo más rápido posible. Se acusaba a los armenios de conspirar con los rusos, enemigos en la época. Nada de eso era verdad, pero el furor nacionalista había inflamado los ánimos y, a pesar de las manifestaciones de muchos estambulitas, los asesinatos se habían perpetrado con la mayor impunidad.
Mi padre se precipitó a reunirse con nosotras; en el camino, se cruzó con una patrulla.
«Tu padre era un hombre bueno -me repetía la señora Yilmaz-, corría en la oscuridad para salvaros. Lo atraparon cerca del puerto. Tu padre era también el más valiente de los hombres; cuando aquellos locos salvajes acabaron con su sucio trabajo y lo dieron por muerto, se levantó de nuevo. A pesar de las heridas, caminó y encontró el medio de cruzar el estrecho. La barbarie no había llegado todavía a Kadiköy.
»Lo vimos regresar ensangrentado en medio de la noche; con el rostro hinchado estaba irreconocible. Había ido a veros a la habitación donde dormíais y luego le suplicó a tu madre que no llorase, para no despertaros. Nos reunió a tu madre y a mí en el salón, y nos explicó lo que pasaba en la ciudad, los asesinatos que se cometían en ella, las casas que ardían, las mujeres a las que agredían. El horror del que son capaces los hombres cuando pierden su humanidad. Nos dijo que había que protegeros a toda costa, abandonar la ciudad en el acto, enganchar el carretón y huir a provincias, donde las cosas estarían seguramente más calmadas. Tu padre me suplicó que os acogiese en mi familia, aquí, en esta casa de Izmit donde pasaste algunos meses. Y, cuando tu madre, llorando, le preguntó por qué daba a entender que él no formaría parte del viaje, todavía recuerdo que le respondió: “Voy a sentarme un poco, pero sólo porque estoy cansado.”
»Había orgullo en él, del que te mantiene recto como la punta de una lanza, del que te obliga a seguir en pie en cualquier circunstancia.
»Sentado en su silla, cerró los ojos; tu madre se arrodilló y lo abrazó. Puso una mano en su mejilla y le sonrió. Entonces tu padre dio un largo suspiro, su cabeza se inclinó a un lado y ya no dijo nada más. Murió con la sonrisa en los labios, mirando a tu madre, como había decidido.
»Recuerdo que, cuando tus padres discutían, tu padre me decía: “¿Sabe, señora Yilmaz? Está furiosa porque trabajamos demasiado, pero cuando seamos viejos le compraré una bonita residencia en el campo, con tierras alrededor, y será la más feliz de las mujeres. Y yo, señora Yilmaz, cuando muera en esa casa, que será el fruto de nuestros esfuerzos, el día en que me vaya, serán los ojos de mi mujer lo que querré ver en el último momento.”
»Tu padre me contaba eso hablando muy alto para que tu madre lo oyera. Entonces, ella dejaba pasar unos minutos y, cuando se ponía el abrigo, iba a la puerta y le decía: “En primer lugar, nada te dice que me dejarás el primero, y yo, el día en que muera por culpa de tus malditas zapaterías, que me habrán agotado, serán suelas de cuero lo que veré en mi último delirio.”
»Y luego tu madre le daba un beso jurando que era el zapatero más exigente de la ciudad, pero que no hubiese querido a ningún otro por marido.
»Tumbamos a tu padre en su cama. Tu madre lo arropó como si durmiera, le dio un beso y le susurró unas palabras de amor que no les concernían más que a ellos. Me pidió que fuese a despertaros y luego nos fuimos, pues tu padre nos lo había ordenado.
»Mientras enganchaba el carretón, tu madre terminó de preparar una maleta; entre otras cosas, metió el dibujo de ella y de tu padre que ahora ves sobre esa cómoda, entre las dos ventanas de mi habitación.»
Daldry, avancé hacia la ventana y cogí el marco entre mis manos. No reconocí sus rostros, pero ese hombre y esa mujer que me sonreían en su eternidad eran mis verdaderos padres.
«Habíamos viajado una buena parte de la noche -prosiguió la señora Yilmaz-, y llegamos antes del amanecer a Izmit, donde mi familia os acogió.
»Tu madre estaba inconsolable. Se pasaba la mayor parte del día sentada al pie de un gran tilo que puedes ver desde la ventana. Cuando estaba mejor, te llevaba a caminar por el campo, a coger ramos de rosas y de jazmines. Por el camino nos recitabas todos los olores que encontrabas.
»Creíamos estar en paz, que la locura y la barbarie habían cesado, que los horrores que había conocido Estambul sólo habían durado una noche. Pero nos equivocábamos. El odio gangrenaba todo el país. En el mes de junio, mi joven sobrino llegó sin aliento gritando que estaban arrestando a los armenios en los barrios de la parte baja de la ciudad. Se los agrupaba sin miramientos en los alrededores de la estación antes de hacerlos subir en vagones de ganado, donde los maltrataban más que a los animales que tienen por destino el matadero.
»Yo tenía una hermana que vivía en una gran casa junto al Bósforo; esa tonta era tan guapa que había seducido a un rico notable, un hombre demasiado poderoso como para que no nos atreviésemos a entrar en su casa sin que nos hubieran invitado. Ella y su marido tenían un corazón de oro y nunca habrían dejado que nadie, por el motivo que fuera, le tocara ni un pelo a ninguna mujer ni a uno de sus hijos. Decidimos que, en cuanto se pusiera el sol, os llevaría allí. Lo recuerdo como si fuera ayer, mi pequeña Anusheh: a las diez de la noche cogimos la pequeña maleta negra y, ocultas en la oscuridad de las callejuelas de Izmit, nos dirigimos hacia la casa de mi hermana. Desde lo alto de la escalera que se encuentra al final de nuestra calle, se podía ver el fuego elevándose hacia el cielo. Las casas de los armenios ardían cerca del puerto. Nos escabullimos varias veces de los regimientos salvajes que diezmaban a la comunidad armenia. Nos escondimos en las ruinas de una vieja iglesia. Éramos tan ingenuos que creíamos que lo peor había pasado, así que salimos. Tu madre te llevaba de la mano y, de repente, nos vieron.»
La señora Yilmaz dejó de hablar; sollozaba, y yo la consolaba entre mis brazos. Cogió su pañuelo, se enjugó el rostro y continuó con su penoso relato.
«Tienes que perdonarme, Anusheh, han pasado más de treinta y cinco años, y nunca consigo hablar de ello sin llorar. Tu madre se arrodilló delante de ti, te dijo que eras su vida, su pequeña maravilla, que tenías que sobrevivir a toda costa, que, pasara lo que pasase, velaría siempre por ti, y que siempre estarías en su corazón, allí donde estuvieras. Te dijo que tenía que dejarte, pero que no te abandonaría nunca. Se acercó a mí, dejó tu mano en la mía, y nos empujó a la sombra de una puerta cochera. Nos besó a todos y me suplicó que os protegiera. Luego se fue sola en la oscuridad, al encuentro de la columna de los bárbaros. Para que no viniesen hacia nosotros, para que no nos vieran, fue ella la que se dirigió hacia ellos.
»Cuando se la llevaron, os hice bajar la colina a través de senderos que conocía desde siempre. Mi primo nos esperaba en una cala, había amarrado su barca de pesca al pontón. Nos hicimos a la mar y, mucho antes de que se hiciera de día, habíamos atracado. Caminamos de nuevo, y por fin llegamos a la casa de mi hermana.»