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Le pregunté a la señora Yilmaz qué le había sucedido a mi madre.

«Nunca logramos averiguar nada en concreto -me respondió-. Pero sabemos que en Izmit deportaron a cuatro mil armenios y que, durante el transcurso de ese trágico verano, asesinaron a centenares de miles por todo el imperio. Hoy ya nadie habla de ello, todo el mundo se calla. Los que sobrevivieron y encontraron la fuerza para dar testimonio de ello son muy pocos. No han querido escucharlos. Hace falta mucha humildad y valor para pedir perdón. He oído murmurar que llevaron a interminables columnas de mujeres, hombres y niños hacia el sur. Los que no iban metidos en vagones de ganado caminaban junto a los raíles. Sin agua, sin comida. Remataban en la cuneta con una bala en la cabeza a aquellos que ya no podían avanzar. A los demás les hicieron cruzar el desierto y los dejaron morir de agotamiento, de sed y de hambre.

»Cuando te cuidaba en casa de mi hermana durante ese verano ignoraba todo esto, aunque me temía lo peor. Había visto partir a tu madre y adivinaba que no volvería. Tuve miedo por ti.

»Al día siguiente de esa tragedia volviste a tu mundo silencioso, ya no querías hablar.

»Un mes más tarde, cuando mi hermana y su marido se habían asegurado de que Estambul volvía a estar en calma, te acompañé a casa del farmacéutico de la calle Isklital. Cuando viste a su mujer, sonreíste de nuevo, abriste los brazos y corriste hacia ella. Les conté lo que os había pasado.

»Tienes que comprenderme, Anusheh, era una decisión terrible, yo acepté porque debía protegerte.

»La mujer del farmacéutico te tenía mucho cariño, y tú no te quedabas corta. Cuando estabas con ella aceptabas pronunciar algunas palabras. De vez en cuando se reunía conmigo en los jardines de Taksim, adonde te llevaba a jugar; aquella mujer te hacía oler hojas, hierbas y flores, y te enseñaba a decir sus nombres; con ella revivías. Una tarde en que iba a buscar tus remedios, el farmacéutico me anunció que se iban a volver pronto a su país, y me propuso llevarte con ellos. Me prometieron que allí, en Inglaterra, no tendrías nunca miedo de nada, que te darían la vida que su mujer y él habían soñado con darle al hijo que no podían tener. Me aseguraron que junto a ellos no serías ya una huérfana, que no te faltaría nunca de nada y que, sobre todo, te colmarían de amor y cariño.

»Dejarte ir me provocaba un gran dolor, pero yo no era más que una niñera, mi hermana no podía quedarse con vosotros más tiempo y no tenía medios para criaros a ambos. Eras la más frágil, y él era demasiado pequeño para un viaje semejante, así que fue a ti, querida mía, a quien decidí salvar.»

Querido Daldry, al terminar ese relato creía haber derramado todas mis lágrimas; y, sin embargo, créame, todavía me quedaban.

Le pregunté a la señora Yilmaz por qué hablaba de «vosotros» todo el tiempo y a quién se refería al decirme que, de ambos, yo era la más frágil.

Me cogió el rostro entre sus manos y me pidió perdón. Perdón por haberme separado de mi hermano.

Cinco años después de mi llegada a Londres con mi nueva familia, el ejército de nuestro rey ocupó Izmit; qué ironía, ¿no?

En el transcurso del año 1923, cuando la revolución estaba a punto de estallar, el cuñado de la señora Yilmaz perdió sus privilegios y, poco después, la vida.

Su hermana, como muchas otras, huyó de aquel imperio desmoronado mientras nacía la nueva república. Emigró a Inglaterra y se instaló, con unas joyas como única fortuna, a orillas del mar, en la región de Brighton.

La vidente tenía razón en todos los puntos. Nací en Estambul, y no en Holborn. He conocido una a una a las personas que debían conducirme hasta el hombre que más me importaría en la vida.

Voy a ir en su busca, ya que ahora sé que existe.

En alguna parte tengo un hermano, y se llama Rafael.

Un beso,

ALICE

*

Alice pasó el día en compañía de la señora Yilmaz.

La ayudó a bajar la escalera y, después de comer bajo el cenador en compañía de Can y del sobrino de la señora Yilmaz, fueron ambas a sentarse al pie del gran tilo.

Esa tarde, la niñera le contó historias de un pasado en el que su padre era un zapatero de Estambul y su madre una mujer feliz por haber tenido dos hermosos hijos.

Cuando se separaron, Alice prometió ir a verla con frecuencia.

Le pidió a Can volver por mar; cuando el barco que los llevaba a Estambul atracaba, miró todas las yalis de la orilla y sintió que la emoción se adueñaba de ella.

A la noche siguiente, bajó en medio de la oscuridad a enviarle su carta a Daldry. Éste la recibió una semana más tarde y nunca le confesó a Alice que él también, al leerla, había llorado.

14

De regreso a Estambul, Alice ya no tenía sino una idea en la cabeza: encontrar a su hermano. La señora Yilmaz le había confesado que se había ido al cumplir los diecisiete años a probar suerte en Estambul. Rafael la visitaba una vez al año y le escribía de vez en cuando una postal. Se había hecho pescador y pasaba en el mar la mayor parte de su vida, a bordo de grandes atuneros.

Durante el verano, todos los domingos, Alice recorrió los puertos a lo largo del Bósforo. En cuanto atracaba un barco de pesca, se precipitaba hacia el muelle y les pedía a los marinos que bajaban si conocían a un tal Rafael Kachadorian.

Pasaron julio, agosto y septiembre.

Un domingo, aprovechando una noche templada de otoño, Can invitó a Alice a cenar en el pequeño restaurante que tanto le había gustado a Daldry. En esa estación, las mesas se extendían escalonadas a lo largo de la escollera.

En mitad de su conversación, Can dejó de hablar de repente. Le cogió la mano a Alice con una infinita ternura.

– Hay un punto en el que me había equivocado, y otro en el que siempre he tenido razón -añadió.

– Te escucho -dijo Alice burlona.

– Me había equivocado: la amistad entre un hombre y una mujer puede existir de verdad. Se ha convertido en mi amiga, Alice Anusheh Pendelbury.

– ¿Y en qué punto siempre has tenido razón? -preguntó Alice, con una sonrisa en los labios.

– Realmente siempre he sido el mejor guía de Estambul -respondió Can con una gran carcajada.

– ¡Nunca lo he dudado! -exclamó Alice mientras se le contagiaba el ataque de risa de Can-. Pero ¿por qué me dices eso ahora?

– Porque tiene un doble masculino, está sentado dos mesas detrás de usted.

Alice dejó de reírse, se volvió y contuvo el aliento.

A su espalda, un hombre un poco más joven que ella cenaba en compañía de una mujer.

Alice arrastró su silla y se levantó. Los pocos metros por recorrer le parecían interminables. Cuando llegó ante él, pidió disculpas por interrumpir su conversación y le preguntó si se llamaba Rafael.

Las facciones del hombre se quedaron paralizadas cuando descubrió a la pálida luz de los farolillos el rostro de la extranjera que acababa de hacer esa pregunta.

Se levantó y su mirada se clavó en los ojos de Alice.

– Creo que soy su hermana -dijo con voz quebradiza-. Soy Anusheh, te he buscado por todas partes.

15

– Me siento a gusto en tu casa -dijo Alice acercándose a la ventana.

– Es muy pequeña, pero, desde mi cama, veo el Bósforo, y además no estoy aquí muy a menudo.

– ¿Ves, Rafael? Yo no creía en el destino, ni en las pequeñas señales de la vida que supuestamente nos muestran qué camino tomar. No creía en las historias de videntes, ni en cartas que predicen el futuro, no creía en la felicidad y todavía menos en que te volvería a encontrar algún día.

Rafael se levantó y fue junto a Alice. Un carguero se metía en el estrecho.

– ¿Crees que tu vidente de Brighton podría ser la hermana de Yaya?