– ¿Me dejas conducir? -dijo ella.
– ¿Está de broma?
– Sé conducir, ¿sabes?
– ¡Éste no! -dijo Can empujando a Alice al interior.
Giró la llave en el contacto y escuchó con orgullo el ronroneo del motor.
Alice oyó gritar: «¡Anusheh!» Salió del coche, su hermano corría hacia ella.
– Lo sé -dijo instalándose en el asiento de atrás-, llego tarde, pero no es culpa mía, se ha enganchado una red. He venido del puerto tan rápido como he podido.
Can hizo patinar el embrague, y el Ford se metió en las callejuelas de Üsküdar.
Una hora más tarde llegaron al aeropuerto Atatürk. Delante del terminal, Can deseó buen viaje a Alice y la dejó en compañía de su hermano.
Alice se presentó ante el mostrador de la compañía aérea, registró una maleta y conservó la otra.
La azafata le indicó que debía ir en el acto al control de pasaportes, era la última pasajera en embarcar, no la esperaban más que a ella.
– Cuando estaba a la mar -le dijo Rafael al acompañarla a la puerta-, he reflexionado mucho sobre esa historia de la vidente. No sé si es o no la hermana de Yaya, pero, si te da tiempo, sería interesante que hablaras con ella, porque se equivocó en un punto importante.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó Alice.
– Mientras la escuchabas, esa vidente te dijo que el hombre que sería el más importante en tu vida acababa de pasar por detrás de ti, ¿no?
– Sí -respondió Alice-, ésas fueron sus palabras.
– Entonces, mi querida hermana, siento decirte que ese hombre no puedo ser yo. Nunca he salido de Turquía y no estaba en Brighton el 23 de diciembre pasado.
Alice miró durante unos segundos a su hermano.
– ¿Sabes de alguien que hubiese podido encontrarse detrás de ti esa noche? -preguntó Rafael.
– Quizá -respondió Alice apretando su maleta contra ella.
– Te recuerdo que vas a pasar por la aduana, ¿qué es lo que escondes en ese estuche que conservas contigo tan celosamente?
– Una trompeta.
– ¿Una trompeta?
– Sí, una trompeta, y quizá también la respuesta a la pregunta que me has hecho -dijo ella sonriendo.
Alice le dio un beso a su hermano y le susurró al oído:
– Si tardo un poco, no me odies, prometo que volveré.
16
Londres, miércoles 31 de octubre de 1951
El taxi se detuvo al pie de la casa victoriana. Alice cogió su equipaje y subió la escalera. El rellano del último piso estaba en silencio, miró la puerta de su vecino y entró en su casa.
El piso olía a madera encerada. El taller estaba tal y como lo había dejado; en el taburete que había cerca de la cama descubrió tres tulipanes blancos en un jarrón.
Se quitó el abrigo y fue a sentarse a su mesa de trabajo. Rozó el tablero de madera y miró el cielo gris de Londres a través del lucernario.
Luego volvió cerca de su cama y abrió el estuche, donde había puesto a salvo una trompeta y un frasco de perfume cuidadosamente empaquetado que colocó delante de ella.
No había comido nada desde por la mañana, y todavía era hora de ir a hacer algunas compras a los ultramarinos del final de la calle.
Llovía, no tenía paraguas, pero el impermeable de Daldry colgaba del perchero. Alice se lo puso sobre los hombros y volvió a salir.
El dependiente estaba encantado de volver a verla, hacía meses que no iba ya a comprar en su tienda y se había extrañado. Al llenar su cesta, Alice le contó que había hecho un largo viaje y que pronto se volvería a ir.
Cuando el dependiente le dio la cuenta, rebuscó en los bolsillos del impermeable, olvidando que no era el suyo, y encontró un manojo de llaves en uno, un trozo de papel en el otro. Sonrió al reconocer el ticket de la entrada que Daldry había comprado la tarde en que la había llevado a la feria de Brighton. Cuando Alice buscaba en su monedero con qué pagar al dependiente, el papel se deslizó y aterrizó en el suelo. Se fue con los brazos cargados; como de costumbre, había comprado demasiadas cosas.
De nuevo en casa, Alice colocó sus compras y, al mirar su despertador, vio que ya era hora de prepararse. Esa noche iba a hacerle una visita a Anton. Volvió a cerrar el estuche de la trompeta y reflexionó sobre el vestido que llevaría.
Mientras se maquillaba delante del pequeño espejo de la entrada, Alice quedó presa de una duda; un detalle la preocupaba.
– Las taquillas estaban cerradas aquella noche, la entrada era gratuita -se le escapó.
Volvió a cerrar su barra de labios, se precipitó hacia el impermeable, rebuscó de nuevo en sus bolsillos, pero no encontró más que el manojo de llaves. Se lanzó escaleras abajo y se puso a correr hasta los ultramarinos.
– Hace un momento -le dijo al dependiente empujando la puerta- se me ha caído un papel al suelo, ¿lo ha visto?
El dependiente le hizo notar que su establecimiento estaba impecablemente cuidado; si había tirado un papel al suelo, probablemente se encontraba ya en la papelera.
– ¿Dónde está la papelera? -preguntó Alice.
– Acabo de vaciarla en la basura, como es debido, señorita, y la basura se encuentra en el patio, pero no pensará en ningún caso…
No le dio tiempo a terminar su frase, Alice ya había cruzado su tienda y abierto la puerta que daba al patio. Agobiado, el dependiente se reunió con ella y levantó los brazos al cielo al ver a su cliente arrodillada, rebuscando entre los desperdicios en medio del desorden que había provocado.
Se acuclilló a su lado y le preguntó cómo era ese valioso tesoro que buscaba.
– Es un ticket -dijo.
– De lotería, espero.
– No, sólo un viejo ticket de entrada al Pier de Brighton.
– ¿Puedo suponer que tiene un gran valor sentimental?
– Quizá -respondió Alice al apartar con las puntas de los dedos una cáscara de naranja.
– ¿Sólo quizá? -exclamó el dependiente-. ¿Y no podía haberse asegurado antes de volcar mi basura?
Alice no respondió a su pregunta, al menos no inmediatamente. Su mirada se clavó en un trozo de papel.
Lo cogió, lo desplegó y, al descubrir la fecha que figuraba en él, le dijo al dependiente:
– Sí, tiene un inmenso valor sentimental.
17
Daldry subía la escalera de puntillas. Al llegar delante de su puerta, se encontró con un frasco de cristal y un pequeño sobre encima del felpudo. En la etiqueta del frasco estaba escrito «Estambul», y en la carta adjunta ponía: «Yo, al menos, he mantenido mi promesa…»
Daldry quitó el tapón, cerró los ojos e inspiró el perfume. La nota de salida era perfecta. Con los ojos cerrados, se imaginó bajo el follaje de los ciclamores que bordeaban el Bósforo. Tuvo la impresión de subir por las callejuelas escarpadas de Cihangir, de oír la voz clara de Alice cuando lo llamaba porque no subía lo bastante rápido. Sintió el olor suave de un acorde de tierra, de flor y de polvo, del agua fresca que corre por la piedra gastada de las fuentes. Oyó los gritos de los niños en los patios sombreados, la bocina de los vapores, el chirrido de los tranvías en la calle Isklital.
– Lo ha logrado, ha ganado su apuesta, querida -suspiró Daldry al abrir la puerta de su piso.
Encendió la luz y se sobresaltó al descubrir a su vecina, sentada en un sillón, en medio del salón.
– ¿Qué hace usted aquí? -preguntó al dejar su paraguas.
– ¿Y usted?
– Bueno, pues -dijo Daldry muy bajito-, por extraño que pudiera parecer, vuelvo a mi casa.
– ¿No estaba de vacaciones?
– En realidad no tengo un empleo, así que, ¿sabe?, las vacaciones…
– No es por hacerle un cumplido, pero es mucho más bonito que lo que veo desde mi ventana -dijo Alice al señalar el gran lienzo, que estaba colocado sobre su caballete.
– Debe de serlo, sobre todo si lo dice alguien que vive en Estambul. Perdone esta pregunta completamente secundaria, pero ¿cómo ha entrado?