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– Con la llave que se encontraba al fondo del bolsillo de su impermeable.

– ¿Lo ha encontrado? Mejor. Es un impermeable que me gusta mucho y hacía dos días que lo buscaba por todas partes.

– Estaba colgado de mi perchero.

– Eso explica que no lo encontrara.

Alice se levantó del sillón y avanzó hacia Daldry.

– Tengo una pregunta que hacerle, pero debe prometerme que la responderá sin mentir, ¡para variar!

– ¿Qué quiere decir eso de «para variar»?

– ¿No tenía que estar de viaje con una encantadora acompañante?

– Mis planes han quedado anulados -farfulló Daldry.

– ¿Su acompañante se llama Carol?

– Claro que no, no me he cruzado con su amiga más que dos veces, y siempre en su casa: cuando irrumpí como un salvaje, y cuando tuvo fiebre. Y una tercera, en el bar de la esquina, pero ni siquiera me reconoció, así que ésa no cuenta.

– Creía que habían ido juntos al cine -preguntó Alice avanzando un paso.

– Bueno, de acuerdo, a veces es verdad que he mentido, pero sólo cuando era necesario.

– Y era necesario decirme que había congeniado con mi mejor amiga.

– ¡Tenía mis razones!

– ¿Y ese piano contra la pared? Creía que era la vecina de abajo quien tocaba…

– ¿Ése? ¿Ese viejo trasto que recogí de un comedor de oficiales? Yo a eso no lo llamo piano… Bueno, entonces, ¿su pregunta era…? Y, sí, le juro que diré la verdad.

– ¿Estaba usted el 23 de diciembre pasado en la escollera de Brighton?

– ¿Por qué me pregunta eso?

– Porque en el otro bolsillo de su impermeable se encontraba esto -dijo Alice tendiéndole el ticket.

– No juega limpio con esa pregunta, ya que conoce la respuesta -dijo Daldry mirando al suelo.

– ¿Desde cuándo? -preguntó Alice.

Daldry inspiró profundamente.

– Desde el primer día en que entró en esta casa, desde la primera vez que la vi subiendo esa escalera, y el problema no ha dejado de empeorar.

– Si tenía esos sentimientos hacia mí, ¿por qué hizo lo imposible para alejarme de usted? Ese viaje a Estambul no buscaba otra cosa, ¿verdad?

– Si esa vidente hubiese elegido la luna en lugar de Turquía, me habría portado mejor. ¿Me pregunta por qué? No se imagina lo que representa para un hombre que ha recibido mi educación darse cuenta de que está volviéndose loco de amor. En toda mi vida nunca he temido a nadie como la he temido a usted. La idea de quererla tanto me hacía que tuviese más miedo que nunca a parecerme a mi padre, y por nada en el mundo le habría impuesto semejante pena a la mujer que amo. Le estaría particularmente agradecido de que olvidara en el acto todo lo que acabo de decirle.

Alice dio un paso más hacia Daldry, puso un dedo en su boca y le murmuró al oído:

– Cállese y béseme, Daldry.

*

En las primeras horas del día, la luz que atravesaba el lucernario los despertó a ambos.

Alice preparó un té, Daldry se negaba a salir de la cama mientras no le prestase una ropa decente, ni hablar de ponerse la bata que le había propuesto.

Alice dejó la bandeja sobre la cama y, mientras Daldry untaba de mantequilla una tostada, ella le preguntó en tono pícaro:

– Sus palabras de ayer, que he tenido que olvidar porque le hice esa promesa, ¿no serán un nuevo ardid por su parte para seguir pintando bajo mi lucernario?

– Si lo duda, aunque sea un instante, estaría dispuesto a renunciar a mis pinceles hasta el fin de mis días.

– Eso sería un auténtico desastre -respondió Alice-, sobre todo teniendo en cuenta que fue al decirme que pintaba sus cruces cuando me enamoré de usted.

Epílogo

El 24 de diciembre de 1951, Alice y Daldry volvieron a Brighton. Se había levantado viento del norte y esa tarde hacía un frío terrible en el Pier. Los puestos de los feriantes estaban abiertos, excepto el de una vidente, cuyo carromato había sido desmontado.

Alice y Daldry se enteraron de que había muerto en otoño y que, a petición suya, sus cenizas habían sido esparcidas en el mar, al final de la escollera.

Acodado en la barandilla y mirando a alta mar, Daldry estrechaba a Alice contra sí.

– Nunca sabremos, pues, si era ella o no la hermana de su Yaya -dijo pensativo.

– No, pero ¿qué importa eso ahora?

– Pues yo creo que tiene su importancia. Supongamos que fuese la hermana de su niñera, entonces no «vio» su porvenir realmente, quizá la hubiera reconocido… No es igual.

– Es usted de una mala fe increíble. Ella vio que había nacido en Estambul, predijo el viaje que haríamos, calculó las seis personas a las que debía conocer, Can, el cónsul, el señor Zemirli, el anciano maestro de Kadiköy, la señora Yilmaz y mi hermano Rafael, antes de poder encontrar a la séptima persona, el hombre que más me importaría en mi vida, usted.

Daldry cogió un cigarrillo y renunció a encenderlo, el viento soplaba demasiado fuerte.

– Sí, bueno, la séptima…, la séptima -refunfuñó-. ¡A condición de que dure!

Alice notó que el abrazo de Daldry se estrechaba más.

– ¿Por qué? ¿No es ésa su intención?

– Sí, por supuesto, pero ¿es la suya? No conoce todavía todos mis defectos. Quizá con el tiempo no los soporte.

– ¿Y si no conociera todavía todas sus cualidades?

– Ah, en efecto, no había pensado en eso…

Gracias a

Pauline, Louis y Georges.

A Raymond, Danièle y Lorraine.

A Rafael y Lucie.

A Susanna Lea.

A Emmanuelle Hardouin.

A Nicole Lattès, Leonello Brandolini, Antoine Caro, Brigitte Lannaud,

Elisabeth Villeneuve, Anne-Marie Lenfant, Arié Sberro, Sylvie Bardeau,

Tine Gerber, Lydie Leroy, y a todo el equipo de Éditions Robert Laffont.

A Pauline Normand, Marie-Ève Provost.

A Léonard Anthony, Sébastien Canot, Romain Ruetsch, Danielle Melconian,

Katrin Hodapp, Laura Mamelok, Kerry Glencorse, Moïna Macé.

A Brigitte y Sarah Forissier.

A Véronique Peyraud-Damas y Renaud Leblanc, del centro de documentación del Museo de Air Francia,

A Jim Davies, del Museo British Airways (BOAA).

Y también a

Olivia Giacobetti,

A Pierre Brouwers, Laurence Jourdan, Ernest Mamboury, Yves Ternon, cuyas obras han iluminado mis búsquedas.

Marc Levy

***