– Señor Daldry, ¿tendría usted la extrema amabilidad de dejar de burlarse de mí cada dos por tres?
– Señorita Pendelbury, le prometo que haré un esfuerzo, pero, en cualquier caso, no me pida lo imposible.
Dejaron la ciudad por Lambeth, circularon hasta Croydon, donde Daldry le pidió a Alice que le hiciera el favor de coger el mapa de carreteras de la guantera y de localizar Brighton Road, por el sur. Alice le indicó que girase a la derecha, luego que diese media vuelta, pues tenía el mapa al revés. Después de algunos errores, un peatón los volvió a poner en el buen camino.
En Redhill, Daldry se detuvo para rellenar el depósito de gasolina y comprobar el estado de los neumáticos. Parecía que la dirección del Austin tiraba un poco hacia la derecha. Alice prefirió quedarse en su asiento, con el mapa sobre las rodillas.
Tras pasar Crawley, Daldry tuvo que reducir la velocidad, el campo estaba helado, el parabrisas escarchado y el coche derrapaba peligrosamente en las curvas. Una hora después, ambos tenían tanto frío que les era imposible mantener la más mínima conversación. Daldry había puesto la calefacción a toda máquina, pero enseguida se vio que el pequeño ventilador no podía luchar contra el aire glacial que se iba metiendo bajo el capó. Así pues, hicieron una parada en el mesón de las Huit Cloches y, para entrar en calor, se sentaron a la mesa más cercana a la chimenea, y allí permanecieron un buen rato. Después de una última taza de té ardiente, decidieron retomar el camino de vuelta.
Daldry anunció que Brighton no estaba muy lejos. Pero ¿no había prometido que el viaje duraría dos horas como mucho? Ya había pasado el doble de tiempo desde que salieron de Londres.
Cuando llegaron por fin a su destino, las atracciones de feria empezaban a cerrar, la larga escollera estaba ya casi desierta y los últimos paseantes volvían a su casa para preparar la celebración de la Navidad.
– Bueno -dijo Daldry al bajar del coche y sin preocuparse de la hora-. ¿Dónde se encuentra, pues, esa vidente?
– Dudo que nos haya esperado -respondió Alice frotándose los hombros.
– No seamos pesimistas y vayamos a ver.
Alice llevó a Daldry hacia la taquilla; la ventanilla estaba cerrada.
– Perfecto -dijo Daldry-, la entrada es gratuita.
Delante del puesto donde había tenido ese extraño encuentro a la víspera, Alice sintió un profundo malestar, una inquietud repentina que le oprimió la garganta. Se detuvo, y Daldry, adivinando su malestar, volvió el rostro hacia ella.
– Esa vidente no es más que una mujer como usted y como yo…, en fin, sobre todo como usted. En resumen, no se preocupe, haremos lo necesario para quitarle el hechizo.
– Otra vez burlándose de mí, y de verdad que no es muy bonito por su parte.
– Sólo quería hacerla sonreír. Alice, vaya a escuchar sin miedo lo que esa vieja loca tiene que decirle y, en el camino de vuelta, nos reiremos ambos de sus necedades. Y luego, una vez en Londres, en el estado de cansancio en el que nos encontramos, con vidente o sin ella, dormiremos como ángeles. Así que sea valiente, la espero, no me muevo ni un milímetro.
– Gracias, tiene razón, me porto como una niña.
– Sí…, bueno…, ahora corra, de todas maneras más nos valdría volver antes de que sea noche cerrada, sólo funciona un faro del coche.
Alice se acercó al puesto. Por delante estaba cerrado, pero se escapaba un rayo de luz de los postigos. Dio la vuelta y llamó a la puerta.
La vidente pareció sorprendida al descubrir a Alice.
– ¿Qué haces tú aquí? ¿Te pasa algo? -preguntó.
– No -respondió Alice.
– No pareces muy en forma, estás bastante paliducha -añadió la anciana.
– Seguramente sea el frío, estoy helada hasta los huesos.
– Entra -le ordenó la vidente-, ven a calentarte cerca de la estufa.
Alice se adentró en la caseta y reconoció de inmediato los olores de la vainilla, del ámbar y del cuero, más intensos al acercarse al hornillo. Se instaló en una banqueta; la vidente se sentó a su lado y le cogió las manos entre las suyas.
– Entonces, ¿cómo es que vienes otra vez a verme?
– Pues… pasaba por aquí y he visto la luz.
– Eres realmente encantadora.
– ¿Quién es usted? -le preguntó Alice.
– Una vidente a quien los feriantes de esta escollera respetan; la gente viene de lejos para que les adivine el porvenir. Pero ayer, a tus ojos, no era más que una vieja loca. Supongo que, si has venido hoy otra vez, es porque debes de haber cambiado de opinión. ¿Qué quieres saber?
– Ese hombre que pasaba a mis espaldas mientras hablábamos, ¿quién es? ¿Y por qué yo tendría que ir al encuentro de las otras seis personas antes de conocerlo?
– Lo siento, cariño, no tengo una respuesta a esas preguntas, te he dicho lo que he visto; no puedo inventarme nada, nunca lo he hecho, no me gustan las mentiras.
– A mí tampoco -protestó Alice.
– Pero no has pasado por casualidad por delante de mi carromato, ¿verdad?
Alice asintió con la cabeza.
– Ayer, cuando me llamó por mi nombre, no se lo había dicho, ¿cómo lo supo? -preguntó Alice.
– Y tú, ¿cómo lo haces para ponerle nombre al instante a todos los aromas que percibes?
– Tengo un don, soy perfumista.
– ¡Y yo, vidente! Cada una de nosotras tiene aptitudes para su terreno.
– He vuelto porque me han empujado a ello. Es verdad, lo que me dijo ayer me puso nerviosa -confesó Alice-, y no he pegado ojo en toda la noche por su culpa.
– Te entiendo; en tu lugar, tal vez me habría pasado lo mismo.
– Dígame la verdad, ¿de veras vio todo aquello ayer?
– ¿La verdad? Gracias a Dios, el futuro no está esculpido en mármol. Tu porvenir está hecho de elecciones que te pertenecen.
– Entonces, ¿sus predicciones no son más que camelos?
– Posibilidades, no certezas. Tú eres la única que decide.
– ¿Decidir qué?
– Pedirme o no que te revele lo que veo. Pero piénsalo dos veces antes de responderme. Saber no siempre carece de consecuencias.
– Entonces, lo primero que me gustaría saber es si es sincera.
– ¿Acaso te pedí dinero ayer? ¿U hoy? Eres tú la que ha llamado a mi puerta. Pero pareces tan inquieta, tan atormentada, que probablemente sea preferible que nos quedemos en este punto. Vuelve a tu casa, Alice. Por si eso te tranquiliza, no te acecha nada grave.
Alice miró largo rato a la vidente. Ya no la intimidaba, muy al contrario, su compañía se le había vuelto agradable y su voz ronca la sosegaba. No había hecho todo ese camino para volverse sin saber un poco más, y la idea de retar a la vidente no le disgustaba. Alice se enderezó y le tendió las manos.
– De acuerdo, dígame lo que ve, tiene razón, soy la única que decide lo que quiero o no creer.
– ¿Estás segura?
– Cada domingo, mi madre me arrastraba a misa. En invierno, hacía un frío insoportable en la iglesia de nuestro barrio. Me pasé horas rezándole a un Dios al que nunca he visto y que no salvó a nadie, así que creo que puedo pasarme unos minutos escuchándola…
– Lamento que tus padres no hayan sobrevivido a la guerra -dijo la vidente interrumpiendo a Alice.
– ¿Cómo lo sabe?
– Chis -dijo la vidente poniendo su índice en los labios de Alice-, has venido aquí para escuchar y no haces más que hablar.
La vidente volvió las manos de Alice y le puso las palmas hacia el cielo.
– Hay dos vidas en ti, Alice. La que conoces y la que te espera desde hace tiempo. Esas dos existencias no tienen nada en común. El hombre del que te hablaba ayer se encuentra en alguna parte en el camino de esa otra vida, y nunca estará presente en la que llevas hoy. Ir a su encuentro te obligará a realizar un largo viaje. Un viaje en el curso del cual descubrirás que nada de todo aquello que creías ser era verdad.