– Lo que me cuenta no tiene ningún sentido -protestó Alice.
– Tal vez. Después de todo, no soy más que una simple vidente de feria.
– ¿Un viaje adónde?
– Al lugar de donde vienes, cariño, a tu historia.
– Vengo de Londres y cuento con volver allí esta noche.
– Hablo de la tierra que te ha visto nacer.
– Londres otra vez, nací en Holborn.
– No, créeme, cariño -respondió la vidente sonriendo.
– Sabré al menos dónde me dio a luz mi madre, ¡por Dios!
– Viste la luz en el sur, no hay que ser vidente para adivinarlo, los rasgos de tu rostro dan muestras de ello.
– Lamento contradecirla, pero mis ancestros son todos naturales del norte, de Birmingham por parte de mi madre, y de Yorkshire por parte de mi padre.
– De Oriente por ambas -susurró la vidente-. Vienes de un imperio que ya no existe, de un país muy antiguo, a miles de kilómetros. La sangre que corre por tus venas nace entre el mar Negro y el Caspio. Mírate en un espejo y constátalo tú misma.
– ¡Menuda tontería! -dijo Alice, indignada.
– Te lo repito, para emprender este viaje tienes que estar dispuesta a aceptar ciertas cosas. Y tengo la impresión, a juzgar por tu reacción, de que todavía no estás lista. Es preferible parar aquí.
– Ni hablar, ¡estoy harta de noches en vela! No me iré a Londres hasta que tenga la convicción de que usted es una charlatana.
La vidente miró a Alice con gravedad.
– Perdóneme, lo lamento -añadió de inmediato Alice-, no es lo que pensaba, no quería faltarle al respeto.
La vidente le soltó las manos a Alice y se levantó.
– Regresa a tu casa y olvídate de todo lo que te he dicho; soy yo quien lo lamenta. La verdad es que no soy más que una vieja loca que desbarra y se burla de las debilidades de la gente. De tanto querer predecir el futuro, he acabado creyéndome mi propio juego. Vive tu vida sin preocupación alguna. Eres una chica guapa, no necesito ser vidente para decirte que encontrarás un hombre que te guste, pase lo que pase.
La vidente caminó hacia la puerta de su barraca, pero Alice no se movió.
– Hace un rato me parecía más sincera. De acuerdo, juguemos -dijo Alice-. Después de todo, nada me impide considerar que se trata de un juego. Imaginemos que me tomara en serio sus predicciones, ¿por dónde debería empezar?
– Eres agotadora, cariño. De una vez por todas, no he predicho nada. Digo lo que se me pasa por la cabeza, así que es inútil que pierdas el tiempo. ¿No tienes nada mejor que hacer en Nochebuena?
– También es inútil que se desacredite para que la deje en paz, le prometo irme en cuanto me haya respondido.
La vidente miró un pequeño icono bizantino colgado en la puerta de su carromato, acarició el rostro casi borrado de un santo, y se volvió hacia Alice con mayor gravedad todavía.
– En Estambul te encontrarás con alguien que te guiará hacia la próxima etapa. Pero no lo olvides nunca: si llevas esta búsqueda hasta el final, la realidad que conoces no seguirá siendo igual. Ahora déjame, estoy agotada.
La vidente abrió la puerta, el aire frío del invierno se metió precipitadamente en el carromato. Alice se apretó el abrigo, sacó un monedero del bolsillo, pero la vidente rechazó su dinero. Alice se anudó la bufanda alrededor del cuello y se despidió de la anciana.
La crujía estaba desierta, los farolillos se agitaban al viento, componiendo con sus tintineos una extraña melodía.
Un faro de coche parpadeó enfrente de ella. Daldry le hacía gestos tras el parabrisas de su Austin. Corrió hacia él, aterida.
– Empezaba a preocuparme. Me he preguntado unas cien veces si debía ir a buscarla. Era imposible esperarla fuera con un frío así -se quejaba Daldry.
– Creo que vamos a tener que circular de noche -dijo Alice mirando el cielo.
– Anda que no se ha quedado rato en esa barraca -añadió Daldry tras arrancar el motor del Austin.
– Se me ha pasado volando.
– A mí no. Espero que valiera la pena.
Alice recuperó el mapa de carreteras del asiento trasero y se lo puso sobre las rodillas. Daldry le hizo notar que, para volver a Londres, era preferible en adelante que lo cogiese en el otro sentido. Aceleró y las ruedas traseras derraparon.
– Menuda forma de hacerle pasar la noche de Navidad, ¿no? -dijo Alice casi excusándose.
– Una forma más divertida que aburrirme delante de mi aparato de radio. Y, además, si la carretera no se complica, todavía llegaremos a tiempo para cenar. Falta mucho para la medianoche.
– Para Londres también, me temo -suspiró Alice.
– ¿Me va a deprimir mucho rato? ¿El encuentro ha sido concluyente? ¿Se ha quitado de encima las preocupaciones suscitadas por esa mujer?
– Pues la verdad es que no -respondió Alice.
Daldry entreabrió la ventanilla.
– ¿Le molesto si enciendo un cigarrillo?
– No, si me ofrece uno.
– ¿Fuma?
– No -respondió Alice-, pero esta noche, ¿por qué no?
Daldry sacó un paquete de Embassy del bolsillo de su impermeable.
– Sujéteme el volante -le dijo a Alice-. ¿Sabe conducir?
– Tampoco -respondió inclinándose para agarrar el volante mientras Daldry deslizaba dos cigarrillos entre sus labios.
– Intente mantener las ruedas paralelas a la carretera.
Encendió su mechero, corrigió con su mano libre la trayectoria del Austin, que se desviaba hacia el arcén, y le tendió un cigarrillo a Alice.
– Así que nos hemos quedado con un palmo de narices -dijo-, y parece todavía más preocupada que ayer.
– Creo que les concedo demasiada importancia a las palabras de esa vidente. El cansancio, sin duda. No he dormido lo suficiente estos últimos tiempos, estoy agotada. Esa mujer está más loca de lo que me habría imaginado.
Alice tosió con la primera calada que dio. Daldry se lo quitó de los dedos y lo tiró fuera.
– Entonces, descanse. La despertaré cuando lleguemos.
Alice apoyó la cabeza contra la ventanilla, sintió cómo se le caían los párpados.
Daldry la miró dormir un instante, luego se concentró en la carretera.
El Austin paró al borde de la acera; Daldry apagó el motor y se preguntó cómo despertaría a Alice. Si le hablaba, se sobresaltaría; poner una mano en su hombro sería una inconveniencia; una tos podría funcionar, pero si había ignorado los chirridos de los amortiguadores durante el trayecto, habría que toser fortísimo para despertarla.
– Vamos a morir de frío si pasamos la noche aquí -susurró ella al abrir un ojo.
En ese momento, fue Daldry el que se sobresaltó.
Al llegar a su planta, Daldry y Alice se quedaron un rato sin saber ni uno ni otro lo que convenía decir. Alice se anticipó.
– Al final no son más que las once.
– Tiene razón -respondió Daldry-, las once apenas.
– ¿Qué ha comprado esta mañana en el mercado? -le preguntó Alice.
– Jamón, un bote de Piccalilli, alubias y un trozo de chéster, ¿y usted?
– Unos huevos, beicon, un suizo, miel.
– ¡Un auténtico festín! -exclamó Daldry-. Me muero de hambre.
– Me ha invitado al desayuno, le he costado una fortuna en gasolina y ni siquiera se lo he agradecido todavía. Le debo una invitación.
– Será un placer, estoy libre toda la semana.
– Ethan, ¡hablaba de esta noche!
– Ningún problema, hoy también estoy libre.
– Algo me olía yo.
– Reconozco que sería un poco estúpido celebrar la Navidad cada uno a su lado de la pared.
– Entonces, voy a preparar una tortilla.
– Es una idea magnífica -dijo Daldry-, dejo este impermeable en mi casa y vuelvo a llamar a su puerta.