Mitch se sentía algo inquieto, no ante la idea de lo que estaba a punto de ver sino por el carácter poco ortodoxo e incluso delictivo de su investigación. El más pequeño error, cualquier filtración, cualquier comentario de que no habían seguido los canales adecuados y de que no se había asegurado que todo era legítimo y…
Mitch ya había tenido problemas con instituciones oficiales. Había perdido su trabajo en el Museo Hayer de Seattle hacía menos de seis meses, pero eso había sido un asunto político, ridículo e injusto.
Hasta ahora nunca había ofendido a la Ciencia… con mayúsculas.
Había discutido durante horas con Franco y Tilde en el hotel de Salzburgo, pero se habían negado a cambiar de idea. Si no hubiese decidido ir con ellos, habrían llevado a otra persona. Tilde había sugerido a un estudiante de medicina sin empleo con el que solía salir. Tenía una amplia selección de ex novios, todos ellos, al parecer, bastante menos cualificados y mucho menos escrupulosos que Mitch.
Fuesen cuales fuesen los motivos de Tilde o su moral, Mitch no era el tipo de persona capaz de rechazar su oferta y luego delatarlos; todo el mundo tiene sus límites, sus fronteras dentro de la jungla social. Los de Mitch comenzaban ante la idea de meter en líos a sus ex novias con la policía austriaca.
Franco puso unos de sus crampones sobre la suela de la bota de Mitch.
—¿Algún problema? —preguntó.
—No, nada —contestó Mitch y se arrastró otros veinte centímetros.
Una mancha de luz se formó inesperadamente en unos de sus ojos, como una gran luna desenfocada. Su cuerpo pareció aumentar de tamaño. Tragó con dificultad.
—Mierda —susurró, deseando que no significase lo que pensaba. La mancha se desvaneció y su cuerpo volvió a la normalidad.
La cueva se comprimía hasta convertirse en una estrecha garganta de unos treinta centímetros de altura y un par de palmos de ancho. Torciendo la cabeza, se agarró a una hendidura situada justo al otro lado del hueco y se arrastró. Su chaquetón se enganchó y pudo oír cómo se rasgaba al entrar para liberarse.
—Ésta es la peor parte —dijo Franco—. Yo apenas puedo pasar.
—¿Por qué os adentrasteis tanto? —preguntó Mitch, reuniendo valor en la cavidad, más amplia aunque todavía agobiante y oscura, a la que había accedido.
—Porque estaba aquí, ¿no? —dijo Tilde. Su voz sonaba como el canto de un pájaro lejano—. Yo reté a Franco y él me retó a mí. —Rió y el sonido despertó ecos en la penumbra.
El nuevo Hombre de los Hielos se reía con ellos, tal vez de ellos. Él ya estaba muerto. No tenía nada de lo que preocuparse, y mucho de lo que reírse, con tanta gente pasándolo fatal para ver sus restos mortales.
—¿Cuándo fue la última vez que estuvisteis aquí? —preguntó Mitch. Se planteó por qué no lo había preguntado antes. Tal vez no les había creído realmente hasta ese momento. Habían llegado tan lejos, sin mostrar ningún indicio de que estuviesen gastándole una broma, algo que, en cualquier caso, dudaba que Tilde fuese constitucionalmente capaz de hacer.
—Una semana, ocho días —respondió Franco. El paso era lo bastante amplio como para que Franco pudiese apretarse junto a las piernas de Mitch y éste le pudiese iluminar el rostro con la linterna. Franco le dirigió una amplia sonrisa mediterránea.
Mitch miró hacia delante. Vislumbraba algo más allá, oscuro, como un pequeño montón de cenizas.
—¿Estamos cerca? —preguntó Tilde—. Mitch, lo primero es sólo un pie.
Mitch intentó analizar gramaticalmente la frase. Tilde hablaba en pura métrica. Un «pie», comprendió, no se refería a la distancia, era un apéndice.
—Todavía no lo veo.
—Antes hay cenizas —dijo Franco—. Debe de ser eso. —Señaló el pequeño montón negro.
Mitch podía sentir el aire descendiendo lentamente frente a él, fluyendo a ambos lados, sin tocar la parte posterior de la cueva.
Avanzó con lentitud reverente, inspeccionándolo todo. La más mínima prueba que pudiese haber sobrevivido a una entrada anterior: esquirlas de piedra, ramitas, astillas, marcas sobre las paredes…
Nada. Se apoyó sobre las manos, aliviado, y gateó. Franco se impacientaba.
—Está justo delante —dijo Franco, tocándole con el crampón de nuevo.
—Maldita sea, me lo tomo con calma para no pasar nada por alto, ¿entiendes? —dijo Mitch. Contuvo el impulso de cocearlo como una mula.
—Vale —respondió Franco amistosamente.
Mitch podía ver el contorno de la cueva. El suelo se alisaba ligeramente. Olió algo vegetal, salado, como pescado fresco. El vello de la nuca se le erizó y se le nubló la vista. Viejas reacciones.
—Lo veo —dijo. Un pie sobresalía tras un reborde, doblado sobre sí mismo: muy pequeño, como el de un niño, arrugado y oscurecido, casi negro. La cueva se abría en ese punto, y había restos fibrosos secos y ennegrecidos esparcidos por el suelo: hierba, tal vez. Caña. Ötzi, el Hombre de los Hielos original, llevaba una capa de caña sobre la cabeza.
—Dios mío —murmuró Mitch. Otra mancha de luz sobre su ojo, desvaneciéndose lentamente, y un vago dolor en su sien.
—Es más grande hacia ese lado —señaló Tilde—. Cabremos todos y no los dañaremos.
—¿Los? —preguntó Mitch, enfocando hacia atrás con la linterna entre sus piernas.
Franco sonrió, su cara enmarcada por las rodillas de Mitch.
—La verdadera sorpresa —dijo—. Son dos.
2
República de Georgia
Kaye se acurrucó en el asiento del pasajero del pequeño Fiat quejumbroso, mientras Lado conducía por las inquietantes curvas y giros de la Carretera Militar de Georgia. A pesar de estar agotada y quemada por el sol, no conseguía dormir. Las largas piernas se le contraían a cada curva. Ante un chirrido de los gastados neumáticos se pasó las manos por el corto cabello castaño y bostezó deliberadamente.
Lado sintió que el silencio había durado demasiado. Miró a Kaye con los tiernos ojos marrones enmarcados por un rostro bronceado por el sol, con pequeñas arrugas; encendió un cigarrillo por encima del volante y levantó la barbilla.
—En la mierda está nuestra salvación, ¿no? —preguntó.
Kaye no pudo evitar sonreír.
—Por favor, no trates de animarme —dijo.
Lado no hizo caso del comentario.
—Dios nos bendice. Georgia tiene algo que ofrecer al mundo. Fantásticas cloacas. —Arrastraba las letras con acento elegante.
—Cloacas —murmuró ella—, clo-a-cas.
—¿Lo pronuncio bien? —preguntó Lado.
—Perfectamente —dijo Kaye.
Lado Jakeli era el director científico del Instituto Eliava, en Tbilisi, donde extraían bacteriófagos —virus que atacan sólo a las bacterias— del alcantarillado de la ciudad y el hospital cercano, de desechos agrícolas y de muestras obtenidas en todo el mundo. Ahora, Occidente, incluida Kaye, se presentaba humildemente para aprender de los georgianos algo más sobre las propiedades curativas de los fagos.
Había hecho buenas migas con el equipo del Eliava. Después de una semana de conferencias y visitas a laboratorios, algunos de los científicos más jóvenes la habían invitado a acompañarles a las ondulantes colinas y verdes pastos situados en la base del Monte Kazbeg.
Las cosas habían cambiado rápidamente. Esta misma mañana, Lado había conducido todo el trayecto desde Tbilisi hasta su campamento base, cerca de la antigua y solitaria iglesia ortodoxa de Gergeti. En un sobre llevaba un fax de las oficinas de los Cuerpos de Paz de las Naciones Unidas en Tbilisi, la capital.