Lado había vaciado toda una cafetera en el campamento y a continuación, siempre caballeroso, además de su principal aliado, se había ofrecido a llevarla hasta Gordi, una pequeña ciudad a unos ciento veinte kilómetros al suroeste de Kazbeg.
Kaye no había tenido elección. Inesperadamente y en el peor momento posible, su pasado la había alcanzado.
El equipo de las Naciones Unidas había revisado los registros de entrada y los historiales para encontrar especialistas médicos no georgianos con cierta experiencia. El suyo había sido el único nombre que había aparecido: Kaye Lang, treinta y cuatro años, propietaria, junto con su marido, Saul Madsen, de EcoBacter Research. A principios de los noventa había estudiado medicina forense en la Universidad del Estado de Nueva York, con la intención de dedicarse a la investigación criminal. Había cambiado de opinión al cabo de un año, se había pasado a microbiología y especializado en ingeniería genética; pero ella era la única extranjera en Georgia con algo remotamente parecido a la experiencia que necesitaba la ONU.
Lado conducía por uno de los paisajes más hermosos que ella había visto nunca. A la sombra del Cáucaso central, habían atravesado bancales, pequeñas granjas de piedra, silos de piedra e iglesias, pueblos con edificios de piedra y madera, casas con porches acogedores, bellamente tallados que se abrían a estrechos caminos de ladrillo, tierra o adoquín, pueblos salpicados de rebaños de ovejas y cabras pastando y espesos bosques.
Allí, incluso las extensiones aparentemente vacías habían sido invadidas y disputadas durante siglos, como todos los lugares que había visto de Europa, occidental u oriental. A veces se sentía agobiada por la proximidad de tanta compañía humana, por las sonrisas desdentadas de los viejos, por las mujeres paradas junto a las carreteras observando el tráfico que iba y venía desde mundos nuevos y extraños. Rostros amables surcados de arrugas; manos nudosas saludando al coche.
Todos los jóvenes estaban en las ciudades, dejando a los viejos al cuidado del campo, excepto en los centros turísticos de montaña. Georgia planeaba convertirse en una nación turística. Su economía se duplicaba cada año; su moneda, el lari, también se fortalecía y hacía tiempo que había reemplazado a los rublos; pronto reemplazaría a los dólares occidentales. Estaban tendiendo oleoductos desde el Caspio hasta el mar Negro, y en la tierra donde adquirió su nombre el vino se estaba convirtiendo en un importante producto de exportación.
En los próximos años, Georgia exportaría un vino nuevo y muy diferente: soluciones de fagos para sanar a un mundo que estaba perdiendo la guerra contra las infecciones bacterianas.
El Fiat invadió el otro carril mientras tomaba una curva sin visibilidad. Kaye tragó saliva, pero no dijo nada. Lado había sido muy atento con ella en el instituto. En ocasiones, durante la semana anterior, le había descubierto observándola con una expresión de antigua especulación, los ojos entrecerrados hasta formar dos ranuras, como un sátiro tallado en madera de olivo y teñido de marrón. Entre las mujeres que trabajaban en el Eliava, tenía fama de no ser de fiar, especialmente con las jóvenes. Pero a Kaye siempre la había tratado con toda corrección e incluso, como ahora, se preocupaba por ella. No deseaba verla triste, aunque no se le ocurriera ningún motivo por el que tuviese que sentirse alegre.
A pesar de su belleza, Georgia tenía demasiadas manchas en su haber: guerra civil, asesinatos, y ahora, fosas comunes.
Se adentraron en un muro de lluvia. Los limpiaparabrisas apartaban regueros negros, limpiando aproximadamente un tercio del campo de visión de Lado.
—Bien por Ioseb Stalin, que nos dejó las cloacas —comentó pensativo—. Un buen hijo de Georgia. Nuestra exportación más famosa, más aún que el vino. —Lado le dirigió una sonrisa forzada. Parecía a la vez avergonzado y a la defensiva. Kaye no pudo evitar sonsacarle.
—Mató a millones —murmuró—. Mató al doctor Eliava.
Lado forzaba la mirada entre las ráfagas intentando ver qué había más allá del capó. Redujo la marcha, frenó y rodeó una zanja lo bastante grande para esconder una vaca. Kaye lanzó un débil grito y se agarró al borde del asiento. No había barreras de protección en ese tramo y por debajo de la autopista se abría un precipicio de al menos trescientos metros que acababa en un río de aguas glaciares.
—Fue Beria quien declaró al doctor Eliava un enemigo del pueblo —explicó Lado con naturalidad, como si estuviese relatando una vieja historia familiar—. Beria era el jefe del KGB de Georgia en aquel momento, un hijo de puta local violador de niñas, no el lobo loco de todas las Rusias.
—Era un hombre de Stalin —replicó Kaye, tratando de no pensar en la carretera. No podía entender el orgullo que los georgianos sentían por Stalin.
—Todos eran hombres de Stalin o morían —dijo Lado. Se encogió de hombros—. Hubo un gran escándalo aquí cuando Kruschev dijo que Stalin era malo. ¿Qué sabemos nosotros? Nos había jodido de tantas formas durante tantos años que lo considerábamos como a un marido.
Eso le hizo gracia a Kaye. Lado se animó ante su sonrisa.
—Algunos todavía quieren volver a la prosperidad bajo el comunismo. O tenemos la prosperidad de la mierda. —Se frotó la nariz—. Yo elijo la mierda.
Durante la siguiente hora descendieron hasta colinas y mesetas menos aterradoras. Los letreros de la carretera, en la curvada escritura georgiana, mostraban las marcas oxidadas de docenas de agujeros de bala.
—Media hora, no más —dijo Lado.
La densa lluvia hacía difícil apreciar la frontera entre el día y la noche. Lado encendió los débiles faros delanteros del Fiat mientras se acercaban a un cruce y al desvío hacia la pequeña ciudad de Gordi.
Dos transportes de tropas armadas flanqueaban la autopista justo antes del cruce. Cinco guardias de paz rusos vestidos con impermeables y cascos en forma de orinal les hicieron señales para que parasen.
Lado detuvo el Fiat. Kaye podía ver otro foso unos metros más allá, justo en medio el cruce. Tendrían que subirse al arcén para rodearlo.
Lado bajó la ventanilla. Un soldado ruso de diecinueve o veinte años, con mejillas rosadas de querubín, se asomó al interior. Su casco goteó sobre la manga de Lado, quien le habló en ruso.
—¿Americana? —le preguntó a Kaye el joven ruso.
Ella le mostró su pasaporte, sus autorizaciones comerciales de la Unión Europea y la Comunidad de Estados Independientes, y el fax solicitando, prácticamente ordenando, su presencia en Gordi. El soldado frunció el ceño al intentar leerlo, consiguiendo que se empapase. Retrocedió para consultar con un oficial que se protegía en la parte trasera del transporte más cercano.
—No quieren estar aquí —le susurró Lado a Kaye—. Y nosotros no les queremos. Pero pedimos ayuda… ¿A quién culpar?
La lluvia cesó. Kaye fijó la mirada en la penumbra neblinosa que se encontraba delante. Oyó grillos y pájaros por encima del ruido de los motores.
—Abajo, a la izquierda —le dijo el soldado a Lado, orgulloso de su inglés. Le sonrió a Kaye y les señaló con la mano a otro soldado, parado como un poste en la penumbra gris junto al foso. Lado pisó el embrague y el coche rodeó el gran socavón, pasó junto al tercer guarda de paz y enfiló la carretera lateral.
Lado mantuvo la ventanilla abierta durante todo el trayecto. El aire de la tarde, frío y húmedo, se arremolinaba en el coche y a Kaye se le erizaba el vello de la nuca. Los laterales de la carretera estaban cubiertos de abedules. Por un momento, el aire olió fétido. Había gente cerca. Entonces se le ocurrió a Kaye que tal vez no eran las alcantarillas de la ciudad las que despedían ese olor. Frunció la nariz y sintió un nudo en el estómago. Pero no era probable. Su destino estaba a un par de kilómetros pasada la ciudad, y Gordi estaba todavía a tres o cuatro kilómetros de distancia.