Lado llegó a un riachuelo y vadeó lentamente las rápidas aguas poco profundas. Las ruedas se hundieron hasta los tapacubos, pero el coche emergió sin problemas y continuó avanzando durante otros cientos de metros. Las estrellas se entreveían a través de las nubes pasajeras y las montañas se perfilaban como manchas oscuras sobre el cielo. El bosque surgió y pasó y a continuación vieron Gordi: edificios de piedra; algunas casas de madera de dos pisos, nuevas, con ventanas pequeñas; un aislado edificio cúbico de cemento, sin decoración; carreteras de asfalto deteriorado y viejos adoquines. Sin luces. Ventanas negras. Volvía a fallar la electricidad.
—No conozco esta ciudad —murmuró Lado.
Frenó bruscamente, sacando a Kaye de su ensueño. El coche giró ruidosamente en la plaza, rodeada por edificios de dos pisos. Kaye pudo distinguir un borroso cartel de Intourist en un hostal llamado El Tigre de Rustaveli.
Lado encendió la luz interior y sacó el fax con el mapa. Lo apartó disgustado y abrió de un empujón la puerta del Fiat. Las bisagras crujieron con un sonido metálico. Se asomó y gritó en georgiano:
—¿Dónde está la tumba?
Sólo le respondió la oscuridad.
—Genial —dijo Lado.
Cerró con fuerza un par de veces hasta que la puerta encajó. Kaye apretó los labios mientras el coche arrancaba con una sacudida. Descendieron, haciendo chirriar los cambios, por una callejuela de tiendas, oscura y con postigos cerrados de acero acanalado, y salieron por la parte posterior del pueblo, pasando dos chozas abandonadas, montones de gravilla y balas de paja esparcidas.
Al cabo de unos minutos avistaron luces, el brillo de linternas y una pequeña hoguera. A continuación oyeron el ruidoso zumbido de un generador portátil y voces altas en la oscuridad de la noche.
La tumba estaba más cerca de lo que indicaba el mapa, a menos de dos kilómetros de la ciudad. Se preguntó si los vecinos habrían oído los gritos, o si realmente habría habido gritos.
La diversión había terminado.
El equipo de Naciones Unidas llevaba máscaras de gas provistas de filtros industriales de aerosol. Los nerviosos soldados de la Seguridad de la República de Georgia tenían que conformarse con pañuelos anudados sobre el rostro. Tenían un aspecto siniestro, lo que en otras circunstancias habría resultado cómico. Los oficiales llevaban mascarillas quirúrgicas de tela.
El jefe del sakrebulo, el consejo local, un hombre bajo con grandes manos, una mata de pelo oscuro y tieso, y una nariz prominente, estaba junto a los oficiales de seguridad con cara de perro apaleado.
El jefe del equipo de Naciones Unidas, un coronel del ejército de Estados Unidos, de Carolina de Sur, llamado Nicholas Beck, los presentó con rapidez y le pasó a Kaye una de las máscaras de Naciones Unidas. Se sintió incómoda, pero se la puso. La ayudante de Beck, una cabo negra llamada Hunter, le pasó un par de guantes quirúrgicos de látex blanco. Al ponérselos, restallaron contra sus muñecas con el familiar sonido elástico.
Beck y Hunter condujeron a Kaye y a Lado lejos de la hoguera y los jeeps blancos, por un pequeño camino que descendía a través del bosque y los matorrales hasta las tumbas.
—El jefe del consejo tiene sus enemigos. Algunos vecinos de la oposición excavaron las zanjas y luego avisaron a las oficinas centrales de Naciones Unidas en Tbilisi —le informó Beck—. No creo que los chicos de la Seguridad de la República nos quieran por aquí. No logramos obtener ninguna cooperación en Tbilisi. Con tan poco tiempo, usted fue la única que pudimos encontrar con alguna experiencia.
Tres zanjas paralelas habían sido abiertas de nuevo y señaladas con luces eléctricas alimentadas por un generador portátil y colocadas sobre altos postes clavados en el suelo arenoso. Entre los postes, extensiones de cinta plástica roja y amarilla colgaban inmóviles en la quietud del aire.
Kaye rodeó la primera zanja y levantó su máscara. Frunciendo la nariz con anticipación, olfateó. No había ningún olor especial, aparte del de la tierra y el barro.
—Tienen más de dos años —dijo.
Le dio la máscara a Beck. Lado se paró unos diez pasos detrás de ellos, reacio a acercarse a las tumbas.
—Necesitamos estar seguros de eso —dijo Beck.
Kaye se acercó a la segunda zanja, se paró y enfocó el haz de su linterna sobre los bultos de tejido, huesos oscurecidos y tierra seca.
El suelo era arenoso y seco, posiblemente parte del lecho de un antiguo arroyo del deshielo de las montañas. Los cuerpos eran casi irreconocibles, huesos marrón claro mezclados con tierra, carne arrugada y ennegrecida. El color de la ropa se había desvanecido hasta confundirse con el terreno, pero esos retales y jirones no eran uniformes del ejército: eran vestidos, pantalones, abrigos. Los tejidos de lana y algodón no se habían descompuesto totalmente. Kaye buscó restos de fibras sintéticas; podían servir para fijar un máximo de antigüedad para las tumbas. A simple vista no pudo distinguir ninguno.
Enfocó la luz hacia las paredes de la zanja. Las raíces visibles más gruesas, segadas por las palas, tenían un centímetro de diámetro. Los árboles más cercanos se erguían como fantasmas altos y delgados, a unos diez metros.
Un oficial de mediana edad de la Seguridad de la República, con el impresionante nombre de Vakhtang Chikurishvili, de tipo robusto pero atractivo, con hombros anchos y nariz gruesa de boxeador, se acercó a ellos. No llevaba máscara. Sostenía algo oscuro. Kaye tardó un par de segundos en reconocer el objeto: una bota. Chikurishvili se dirigió a Lado en un georgiano cargado de consonantes.
—Dice que el calzado es antiguo —tradujo Lado—. Que esta gente murió hace cincuenta años, tal vez más.
Chikurishvili movió los brazos en torno con enfado y soltó un rápido chorro de palabras, en una mezcla de georgiano y ruso, dirigidas a Lado y a Beck.
Lado tradujo.
—Dice que los georgianos que los desenterraron son estúpidos. Que esto no es asunto de Naciones Unidas. Que esto sucedió mucho antes de la guerra civil. Que no son osetios.
—¿Quién ha dicho algo de osetios? —preguntó secamente Beck.
Kaye examinó la bota. La gruesa suela y los bordes superiores eran de cuero, los cordones colgaban medio podridos y con restos de tejido. El cuero estaba duro como una roca. Examinó el interior. Tierra, pero sin restos de tela o calcetines, la bota no se había retirado de un pie en descomposición. Chikurishvili le devolvió una mirada desafiante, a continuación sacó una cerilla y encendió un cigarrillo.
«Amañada», pensó Kaye. Recordó las clases a las que había asistido en el Bronx, clases que finalmente la habían alejado de la medicina forense. Las visitas de campo a escenarios de homicidios reales. Las máscaras para protegerse de la putrefacción.
Beck le habló al oficial en tono apaciguador, en torpe georgiano y mejor ruso. Lado repitió sus frases de forma correcta con amabilidad. A continuación, Beck tomó a Kaye del brazo y la acompañó hasta un amplio toldo de lona que habían levantado a pocos metros de las zanjas.
Bajo el toldo, dos desvencijadas mesas desplegables sostenían restos de cadáveres. «Trabajo de aficionados», pensó Kaye. Tal vez los enemigos del jefe del sakrebulo habían levantado los cuerpos y tomado fotos para probar sus denuncias.
Rodeó la mesa: dos torsos y un cráneo. Había bastantes restos de carne momificada sobre los torsos y unos ligamentos extraños como cuerdas secas y oscuras en el cráneo, rodeando la frente, ojos y mejillas. Buscó señales de insectos y encontró algunas larvas muertas de moscas azules en uno de los cuellos, pero no demasiadas. Los cuerpos se habían enterrado transcurridas pocas horas desde su muerte. Supuso que no habían sido enterrados en pleno invierno, cuando no se veían moscas azules. Claro que en Georgia los inviernos a esa altitud eran suaves.