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—Tal vez debería ser más claro —dijo Mitch—, si estos dos no se manejan de forma científicamente correcta, acudiré a las autoridades suizas, italianas, o donde demonios estemos. Lo contaré todo.

Otro silencio. Mitch casi podía oír pensar a Tilde, como un relojillo austriaco.

Franco golpeó el suelo de la cueva con su mano enguantada y miró a Mitch.

—¿Por qué quieres jodernos?

—Porque esta gente no os pertenece —dijo Mitch—. No pertenecen a nadie.

—¡Están muertos! —gritó Franco—. Ya no se pertenecen a sí mismos, ¿verdad?

Los labios de Tilde formaron una severa línea recta.

—Mitch tiene razón. No vamos a venderlos.

Algo asustado, Mitch habló precipitadamente.

—No sé qué más podrías planear hacer con ellos, pero no creo que vayáis a controlarlos, o a vender sus derechos, hacer muñecas Barbie de las Cavernas o lo que sea. —Inspiró profundamente.

—No, tampoco. Digo que Mitch tiene razón —remarcó Tilde lentamente.

Franco le dirigió una mirada inquisitiva.

—Esto es muy grande. Seremos buenos ciudadanos. Son los antepasados de todos. El Papá y la Mamá del mundo.

Mitch podía sentir el dolor de cabeza aproximándose. La mancha de luz había sido una señal familiar: un tren destrozacráneos acercándose. El descenso sería difícil o incluso imposible si iba a caer en una migraña, una verdaderamente atroz. No había traído ningún medicamento.

—¿Planeas matarme aquí? —le preguntó a Tilde.

Franco le miró y luego se volvió para mirar a Tilde, esperando una respuesta.

Tilde sonrió y se frotó la barbilla:

—Estoy pensando —dijo—. Vaya unos delincuentes seríamos. Famosos. Piratas de la prehistoria. Jo, jo, jo, y una botella de Schnapps.

—Lo que tenemos que hacer —dijo Mitch, suponiendo que eso había sido una respuesta negativa— es tomar una muestra de tejido de cada cuerpo, con la mínima intrusión. Luego…

Agarró la linterna y enfocó la luz más allá de las cabezas del hombre y la mujer que descansaban juntas, hasta el fondo de la cueva, unos tres metros más allá. Había algo pequeño allí, envuelto en piel.

—¿Qué es eso? —preguntaron él y Franco simultáneamente.

Mitch reflexionó. Podía agacharse y rodear con cuidado a la mujer sin alterar nada excepto el polvo. Por otra parte, sería mejor no tocar nada, salir de la cueva ahora y volver con verdaderos expertos. Las muestras de tejido serían evidencia suficiente, pensó. Se sabía bastante del ADN de los neandertales por los estudios efectuados en restos de huesos. Se podría confirmar y la cueva se mantendría sellada hasta…

Se apretó las sienes y cerró los ojos.

Tilde le palmeó el hombro y lo apartó con delicadeza.

—Yo soy más pequeña —dijo.

Reptó junto a la mujer hasta el fondo de la cueva.

Mitch la observó sin decir nada. Eso era lo más parecido a un verdadero pecado, el pecado de la curiosidad incontrolable. Nunca se perdonaría a sí mismo, pero, razonaba, ¿cómo podría detenerla sin dañar los cuerpos? Además, estaba siendo cuidadosa.

Tilde se agachaba tanto que su cara estaba sobre el suelo junto al bulto. Sujetó un extremo de la piel con dos dedos y lo desenvolvió lentamente. La garganta de Mitch se agarrotó de angustia.

—Ilumínalo —pidió Tilde.

Mitch lo hizo.

Franco enfocó su linterna también.

—Es una muñeca —dijo Tilde.

Desde la parte superior del bulto asomaba una carita, como una manzana oscura y arrugada, con dos pequeños ojos hundidos.

—No —afirmó Mitch—. Es un bebé.

Tilde se apartó unos centímetros y emitió un pequeño ¡hum! de sorpresa.

El dolor de cabeza de Mitch se abalanzó sobre él como un trueno.

Franco sostenía a Mitch por el brazo cerca de la entrada de la cueva. Tilde estaba todavía en el interior. La migraña de Mitch se había convertido en una auténtica Fuerza 9, con fosfenos y todo, y conseguir no enroscarse sobre sí mismo y ponerse a gritar suponía un gran esfuerzo. Ya había sufrido náuseas e intentado vomitar, a un lado de la cueva, y ahora estaba temblando violentamente.

Sabía con absoluta certeza que iba a morir aquí arriba, junto al umbral del descubrimiento arqueológico más extraordinario de todos los tiempos, dejándolo en manos de Tilde y Franco, que eran poco menos que ladrones.

—¿Qué está haciendo allí? —gimió Mitch, con la cabeza inclinada. Incluso el crepúsculo parecía demasiado brillante. Aunque estaba oscureciendo con rapidez.

—Nada que deba preocuparte —dijo Franco, sujetándole con más fuerza.

Mitch se soltó y buscó a ciegas en su bolsillo los viales que contenían las muestras. Se las había arreglado para tomar dos pequeños trozos de la parte superior de los muslos del hombre y la mujer antes de que el dolor alcanzase la intensidad máxima. Ahora apenas podía ver.

Obligándose a mantener los ojos abiertos miró al exterior, el celestial azul zafiro que cubría la montaña, el hielo, la nieve, acompañados por fogonazos en los bordes de sus ojos, como diminutos relámpagos.

Tilde salió de la cueva. Llevaba la cámara en una mano y un bulto en la otra.

—Tenemos bastante para probarlo todo —dijo.

Le habló en italiano a Franco, con rapidez y en voz baja. Mitch no entendió lo que decía, ni le importaba.

Sólo quería bajar la montaña, meterse en una cama caliente y dormir, esperar a que el extraordinario dolor, demasiado familiar pero siempre nuevo, se calmase.

La muerte era otra opción, no carente de atractivo.

Franco le anudó la cuerda con destreza.

—Vamos, amigo —dijo el italiano con un tirón suave a la cuerda.

Mitch avanzó tambaleándose, apretando los puños a los lados para evitar golpearse la cabeza con ellos.

—El piolet —dijo Tilde, y Franco soltó la piqueta de Mitch de su cinturón, donde se le enredaba con las piernas, y lo metió en la mochila.

—Estás en baja forma —dijo Franco.

Mitch cerró los ojos con fuerza; el crepúsculo estaba lleno de relámpagos y el estruendo era doloroso, su cabeza estallaba silenciosamente a cada paso. Tilde se puso delante y Franco la seguía de cerca.

—Seguiremos un camino diferente —dijo Tilde—. El hielo está deshaciéndose y el puente no es seguro.

Mitch abrió los ojos. La cresta era un filo herrumbroso de oscuridad contra el cielo ultramarino, que iba volviéndose negro estrellado. Cada inspiración estaba más fría y resultaba más difícil. Sudaba profusamente.

Avanzaba automáticamente. Intentó descender por una pendiente de roca punteada con zonas de nieve crujiente, resbaló, tirando de la cuerda y arrastrando a Franco un par de metros por la pendiente. El italiano no protestó, en vez de eso volvió a colocarle bien la cuerda y le tranquilizó como a un niño.

—Está bien, amigo. Mejor así. Mejor así. Ten cuidado.

—No puedo aguantar mucho más, Franco —susurró Mitch—. No he tenido una migraña en dos años, ni siquiera he traído pastillas.

—No importa. Sólo mira dónde pones los pies y haz lo que yo te diga.

Franco le gritó algo a Tilde. Mitch la sintió cerca y la miró con los ojos entrecerrados. Su rostro estaba enmarcado por las nubes y sus propias luces y chispas.

—Va a nevar —dijo ella—. Tenemos que darnos prisa.

Hablaron en italiano y alemán y Mitch pensó que hablaban de dejarle allí sobre el hielo.

—Puedo seguir —dijo—, puedo caminar.

Comenzaron a caminar de nuevo por la pendiente del glaciar, acompañados por el sonido del hielo descendiendo a medida que el antiguo y lento río avanzaba, agrietándose y retumbando, crujiendo y rompiéndose en su bajada. En algún lugar, manos gigantes parecían aplaudir. El viento aumentó y Mitch se volvió para evitarlo. Franco le hizo volverse de nuevo y le empujó amablemente.