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La llevé a la silla y me senté frente a ella en el sofá.

– Hola, Melody. Soy el doctor Delaware. Soy psicólogo. ¿Sabes lo que es eso?

Sin respuesta.

– Soy de la clase de médico que no da inyecciones. Lo que yo hago es hablar con los chicos, y dibujar y jugar. Trato de ayudar a los niños que están tristes o irritados, o asustados.

A la palabra asustados enfocó la vista por un instante. Luego volvió a mirar más allá de mí y siguió chupándose el dedo.

– ¿Sabes por qué estoy hablándote? Un movimiento de la cabeza.

– No es porque estés mala o porque hayas hecho algo malo. Sabemos que eres una chica buena.

Sus ojos se movieron por la habitación, evitándome.

– Estoy aquí porque quizá hayas visto algo la noche pasada que es importante. Cuando no podías dormir y estabas mirando por la ventana.

No me contestó. Continué:

– ¿Qué tipo de cosas te gusta hacer, Melody? Nada.

– ¿Te gusta jugar? Asintió con la cabeza.

– A mí también me gusta jugar. Y me gusta patinar. ¿Tú patinas?

– Oh -oh- claro que no. Los patines hacen ruido.

– Y me gusta ver películas. ¿Tú ves películas? Murmuró algo. Me incliné, acercándome a ella.

– ¿Qué me has dicho, cariño?

– En la tele – su voz era débil y quebradiza, un sonido tembloroso y jadeante, como el viento cuando sopla a través de hojas secas.

– Aja. En la tele. Yo también miro la tele. ¿Qué cosas te gusta ver?

– Scuby – Du.

– Scuby – Du, ése es un buen programa. ¿Algún otro programa?

– Mi mamá mira los seriales.

– ¿A ti te gustan los seriales? Negó con la cabeza.

– Muy aburridos, ¿eh?

Algo así como una sonrisa, alrededor del pulgar.

– ¿Tienes juguetes, Melody?

– En mi habitación.

– ¿Me los puedes enseñar?

La habitación que compartía con su madre no tenía un carácter ni de adulto ni de niño. Era muy pequeña, con el techo bajo y una solitaria ventana situada alta en la pared, lo que le daba el aspecto de una celda. Melody y Bonita compartían una cama de matrimonio, que no estaba adornada con ningún tipo de cabecera. Estaba a medio hacer, con un cobertor fino doblado a los pies y que dejaba ver las sábanas arrugadas. En un lado de la cama había una mesita llena con botellas y botes de crema facial, loción para las manos, cepillos, peines y un trozo de cartón en el que había cogidas unas cuantas pinzas para el cabello. En el otro lado había una gran morsa de peluche comida por las polillas, de un atroz color turquesa. El único adorno en la pared era un dibujo de un niño. Un escritorio medio destartalado, hecho de pino sin pintar estaba cubierto con una manteleta de ganchillo y, con la televisión, eran los únicos otros muebles de la habitación.

En un rincón había un motoncito de juguetes.

Melody me llevó hacia él, dubitativa. Tomó una sucia y desnuda muñeca de plástico.

– Amanda -me dijo.

– Es muy bonita.

La niña se apretó la muñeca contra su pecho y la acunó.

– Seguro que la cuidas mucho.

– Lo hago – lo dijo en tono defensivo. Ésta era una niña que no estaba aconstumbrada a que la alabasen.

– Sé que lo haces -le dije con amabilidad. Miré a la morsa-. ¿Quién es?

– Gordo. Mi papi me lo regaló.

– Es guapo.

Fue hasta el animal, que era tan alto como ella, y lo acarició con dedicación.

– Mamá quiere que lo tire, porque es muy grande. Pero yo no la dejo.

– Gordo es muy importante para ti.

– Oh- oh.

– Papi te lo regaló.

Asintió, enfáticamente, y sonrió. Yo había pasado algún tipo de prueba.

Durante los siguientes veinticinco minutos estuvimos sentados en el suelo, jugando.

Cuando Milo y su madre regresaron, Melody y yo estábamos de muy buen humor. Habíamos construido y destruido varios mundos.

– ¡Vaya! Parecéis muy retozones -dijo Bonita.

– Estamos pasándolo muy bien, señora Quinn. Melody ha sido muy buena niña.

– Eso es bueno -se inclinó hacia su hija y le colocó una mano sobre la cabeza-. Eso es bueno, cariño.

Había una inesperada ternura en sus ojos, pero en seguida desapareció. Se volvió hacia mí y me preguntó:

– ¿Qué tal se ha portado durante el hipnotismo?

Me lo había preguntado del mismo modo en que podría haber preguntado qué tal iba su hija en aritmética.

– Aún no hemos hecho nada de hipnosis. Simplemente, Melody y yo nos estamos conociendo.

La aparté a un lado.

– Señora Quinn, la hipnosis requiere confianza por parte del crío. Normalmente, antes de emplearla paso algún tiempo con él. Y Melody se ha mostrado muy cooperativa.

– ¿No le ha dicho nada? -rebuscó en el bolsillo del pecho de su camisa y sacó otro cigarrillo.

– Nada importante. Con su permiso me gustaría venir otro rato mañana, para pasar algún tiempo más con Melody.

Me miró con sospecha, modisqueó el cigarrillo y al cabo se alzó de hombros.

– Usted es el doctor.

Volvimos con Milo y la niña. El estaba arrodillado sobre una pierna y le estaba mostrando su placa de detective. Los ojos de ella estaban muy abiertos.

– Si a ti no te importa, Melody, querría volver mañana para jugar otra vez contigo.

Ella alzó la vista hacia su madre y volvió de nuevo a chuparse el dedo.

– Por mí no hay inconveniente -dijo secamente Bonita-. Ahora, vete ya.

Melody se puso en pie de un salto y fue a la habitación. Se detuvo en la puerta y me lanzó una mirada indecisa. Le hice un gesto con la mano y ella me lo devolvió, tras lo que desapareció. Un momento más tarde la televisión empezó a berrear.

– Una cosa más, señora Quinn. Tendré que hablar con el doctor Towle antes de intentar la hipnosis con Melody.

– Está bien.

– Necesito que me dé su permiso para hablar con el doctor Towle sobre el caso. Supongo que se dará cuenta de que, por su profesión, él está obligado a mantener el secreto, tanto como yo.

– Está bien. Me fío del doctor Towle.

– Y quizá le pida que la mantenga sin medicación durante un par de días.

– Oh, de acuerdo, de acuerdo -hizo un gesto con una mano, ya exasperada.

– Muchas gracias, señora Quinn.

La dejamos en pie, frente a su apartamento, fumando frenéticamente, retirando la toalla que le cubría la cabeza y agitándola para que se le soltasen los cabellos bajo el sol del mediodía.

Me puse al volante del Seville y conduje lentamente, hacia Sunset.

– Deja de sonreír, Milo.

– ¿Cómo dices? -él estaba mirando por la ventanilla de su lado, con su pelo revoloteando como las alas de los patos.

– Sabes que me has cazado, ¿no es cierto? Una niña así, con esos ojazos, como si fuera una pintura de Keene…

– Si quieres dejarlo correr no me voy a alegrar, Alex. Pero tampo te lo voy a impedir. Y aún tenemos tiempo para los gnocchi.

– ¡Al diablo los gnocchi. Vamos a hablar con el doctor Towle.

El Seville estaba consumiendo gasolina con su habitual glotonería, por lo que me detuve en una gasolinera Chevron de autoservicio, en Bundy. Mientras Milo llenaba el depósito, yo conseguí el número de Towle de Información y lo marqué. Usé mi título y conseguí que me pusieran con el doctor en medio minuto. Le di una breve explicación del motivo por el que tenía que hablar con él y que si quería lo podíamos hacer entonces mismo, por teléfono.

– No -me dijo -. Tengo la oficina llena de chavales. Su voz era suave y tranquilizadora, el tipo de voz que un padre querría oír a las dos de la madrugada, cuando el bebé se está poniendo de color azul.

– ¿Ya qué hora le vendría bien que pasara a verle? No me contestó. Pude oír murmullos de actividad en el ambiente, luego voces apagadas. Volvió a la línea.

– ¿Qué tal le parece dejarse caer por aquí a las cuatro treinta? Hacia esa hora tengo un poco de tiempo libre.

– Le agradezco que me lo dedique, doctor.