Towle era el úncio ocupante del mismo y su nombre estaba dibujado en pan de oro en la puerta delantera de cristal. El aparcamiento estaba repleto de camionetas recubiertas de paneles de madera. Nos metimos junto a un Lincoln azul con un letrero en el parachoques que decía: «Hable en favor de los niños» que supuse que debía pertenecer al mismo buen doctor.
Dentro, la decoración no tenía nada que ver con el exterior. Era como si el decorador hubiera intentado compensar la dureza del edificio a base de atiborrar la sala de espera. El mobiliario era de madera estilo colonial, con cojines en los asientos. Las paredes estaban cubiertas con homilías bordadas y grabados almibarados de niñitos pescando y niñitas acicaléndose frente a espejos, colocándose los zapatos y el sombrero de mami. La sala estaba llena de niños y de mamas con aspecto de estar agotadas. El suelo estaba sembrado de revistas, libros y juguetes. En el aire flotaba un olor de pañales sucios. Si éste era el momento en que Towle tenía un poco de tiempo libre, no deseaba estar allí en una hora en que estuviese muy ocupado.
Cuando entramos, dos hombres no acompañados por niños, fuimos el centro de todas las miradas de las mujeres. Habíamos acordado antes que probablemente Towle estaría más a gusto hablando de doctor a doctor, así que Milo se buscó un asiento entre dos chavales de cinco años y yo fui hasta la ventanilla de la recepcionista. La chica que había al otro lado era una muchachita muy dulce con el cabello a lo Farrah Fawcett y la cara casi tan hermosa como la que imitaba. Estaba vestida de blanco y la galleta que llevaba colgada decía que se llamaba Sandi.
– Hola. Soy el doctor Delaware. Tengo una cita con el doctor Towle.
Obtuve una sonrisa acompañada por montones de hermosos y blancos dientes.
– Las citas no se están respetando demasiado esta tarde, pero entre. Estará con usted en un momento.
Atravesé la puerta, notando como varios pares de ojos maternos se clavaban en mi espalda. Algunas de ellas debían de llevar más de una hora esperando. Me pregunté por qué Towle no contrataría un ayudante.
Sandi me acompañó a la oficina del doctor, una habitación de paneles oscuros de unos cuatro por cuatro metros.
– Es sobre la niña Quinn, ¿no?
– Así es.
– Sacaré su historial -regresó con un sobre marrón y lo dejó sobre el escritorio de Towle. Tenía una señal roja. Vio que la miraba y me explicó:
– Los rojos son los hipers. Usamos códigos de colores. Amarillo para los enfermos crónicos, azul para las consultas especializadas.
– Muy eficiente.
– ¡Oh, no tiene usted idea…! -lanzó una risita y se puso una mano en una muy bien torneada cadera. Luego se inclinó y me dejó oler algo fragante-. ¿Sabe? Entre usted y yo le diré que esa pobre niña lo tiene crudo al estar creciendo con una madre como ésa.
– Entiendo lo que me quiere decir -asentí con la cabeza, sin comprender en lo más mínimo lo que estaba intentando decirme, pero esperando que fuera a explicármelo. Es lo que acostumbra a hacer la gente cuando uno no parece prestar atención a lo que dicen.
– Quiero decir que es tan despistada… me refiero a la madre. Cada vez que viene aquí se olvida algo, o pierde algo. En una ocasión fue su bolso. Otra se dejó las llaves del coche cerradas dentro. Realmente no se aclara demasiado.
Lancé una risita cómplice.
– Y no es que la pobre no lo haya pasado mal, trabajando en una granja de niña y luego casándose con ese tipo que acabó en pris…
– Sandi.
Ambos nos volvimos para ver a una mujer baja, de unos sesenta años, con el cabello cortado en forma de casco de color gris acero, que se hallaba en la puerta con los brazos cruzados. Sus gafas colgaban de una cadena que le rodeaba el cuello. También ella estaba vestida de blanco, pero en ella parecía un uniforme. Su galleta proclamaba que se trataba de Edna.
Supe al momento de quién se trataba: la mano derecha del doctor. Probablemente llevaba trabajando para él desde que había colgado la placa en la puerta y probablemente le estaba pagando la misma cantidad de dinero que al principio. Pero eso no importaba, ella no buscaba lucrarse. Ella estaba secretamente enamorada del Gran Hombre. Estaba dispuesto a apostar un montón de fichas de ruleta a que le llamaba Doctor. Sin apellido que acompañase al título. Simplemente Doctor. Como si fuera el único doctor que hubiera en el mundo.
– Hay que llenar algunos historiales -dijo.
– De acuerdo, Edna – Sandi se volvió hacia mí, me dio una mirada conspiradora que significaba «¿no es un rollo esta vieja bruja?» y se fue pasillo abajo.
– ¿Puedo hacer algo por usted? -me preguntó Edna, con los brazos aún cruzados.
– No, gracias.
– Bueno. Entonces, el doctor estará en seguida con usted.
– Muchas gracias -había que matarlos a cortesías. Su mirada me dejó bien claro que no aprobaba mi presencia allí. Sin duda cualquier cosa que alterase la rutina del doctor era considerado como una intromisión en el Paraíso. Pero, al fin, me dejó solo en el despacho.
Di una mirada en derredor de la habitación. El escritorio era de madera noble y estaba muy baqueteado. Estaba cubierto por montones de dossiers, revistas médicas, libros, correspondencia, muestras de fármacos y una jarra llena de clips para papel. La silla de escritorio y el sillón en el que yo estaba sentado habían sido en otro tiempo muebles de distinción, de cuero repujado, pero ahora ya estaban avejentados y cuarteados.
Dos de las paredes estaban cubiertas de diplomas. Lionel W. Towle había amasado, a lo largo de los años, una colección impresionante de papel. Grados académicos, certificados de estudios, una placa con mazo adherido que conmemoraba su pertenencia a algún tipo de tribunal médico, nombramientos como miembro honorario de esto y aquello, certificaciones de especialización, felicitaciones por servicios públicos rendidos en la nave hospital Hope, consultante en el Subcomité de Salud Infantil del Estado de California. Y más y más.
La otra pared exhibía fotografías. La mayor parte de ellas eran de Towle. Towle vestido de pescador, metido hasta la rodilla en algún río y alzando unas cuantas presas. Towle con un pez espada del tamaño de un Buick. Towle con el alcalde y un tipo bajito con ojos a lo Peter Lorre… y todos ellos sonrientes, estrechándose las manos.
Había una excepción en esta aparente autoobsesión. En el centro de la pared había colgado una foto en color de una mujer joven alzando en brazos a un niño pequeño. Los colores estaban ya pasados y, por el estilo de ropa que vestían los fotografiados, la foto debía tener tres décadas de antigüedad. Y tenía algo de ese desenfoque que indicaba que se trataba de una instantánea ampliada. Los tonos eran suaves, casi pasteles.
La mujer era hermosa, de rostro fresco, con un puñado de pecas a través de su nariz, ojos oscuros y un cabello castaño de largo mediano y ondulado natural. Llevaba puesto un vestido de aspecto muy ligero, sin mangas, en algodón a topos, y sus brazos eran delgados y gráciles. Estaban arropados en derredor del bebé, un chico, que parecía tener un par de años o menos. Era muy guapo. De mejillas sonrosadas, rubio, con labios como un piñón y ojos verdes. Estaba vestido con un trajecito de marinero, blanco, y sonreía en el abrazo de su madre. Las montañas y el lago que se veían a la distancia parecían reales.
– Es una hermosa foto, ¿no? -dijo la voz que había oído por el teléfono.
Era alto, al menos uno ochenta y ocho, y delgado, con el tipo de facciones que en las novelas malas describen como cinceladas. Era uno de los hombres de mediana edad más apuestos que jamás había visto. Su rostro era noble: una fuerte barbilla dividida en dos por un hoyuelo perfecto, la nariz de un senador romano, y ojos centelleantes del color de un cielo claro. Su espeso cabello, color blanco nieve, colgaba sobre su frente, al estilo de Carl Sandburg. Sus cejas eran blancas nubes gemelas.