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– Deja de jugar al pasivo- agresivo, Milo, y escúpelo ya. Se volvió y me miró desde su altura. El grande y feo rostro mostraba nuevas señales de fatiga.

– Estoy deprimido, Alex -tendió su taza vacía como si fuera una especie de crecido y desencajado Oliver Twist-. Y es por eso por lo que voy a necesitar un poco más de esta bazofia inmunda.

Tomé la taza y se la volví a llenar. Se la bebió con gorgoteos muy audibles.

– Tenemos a un posible testigo. Una chica pequeña que vive en el mismo edificio. Está bastante confusa, insegura acerca de lo que vio. Le di una mirada y pensé en ti. Podrías hablar con ella, quizá probar con un poco de hipnosis para potenciar sus recuerdos.

– ¿No estudiáis Ciencias del Comportamiento justo para eso?

Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un puñado de polaroids.

– Mira estas maravillas.

Miré las fotos por no más de un segundo. Lo que vi me revolvió el estómago. Se las devolví de inmediato.

– ¡Por lo que más quieras, no me enseñes cosas como ésas!

– Vaya una porquería, ¿no? Sangre y vísceras -vació la taza, inclinándola mucho para atrapar las últimas gotas -. Las Ciencias del Comportamiento sólo las ha estudiado un tipo del cuerpo que se pasa el día ocupado echando a los tipos raros que hay en el Departamento de Policía. Y su siguiente prioridad es hacer de consejero para los tipos raros que logran colársele. Si llenase una solicitud para solicitar ese tipo de ayuda, me pedirían que llenase otro impreso, como única respuesta. No quieren hacer cosas como ésa. Además, no saben nada acerca de niños. Tú sí.

– Pero yo no sé nada de homicidios.

– Olvídate del homicidio, eso es cosa mía. Tú habla con esa niña de siete años.

Dudé. Él tendió las manos. Las palmas eran blancas, estaban bien lavadas.

– ¡Oye, no espero que me lo hagas del todo gratis! Te invitaré a comer. Hay un restaurante italiano, clasificable entre lo mediano y lo aceptable, con unos gnocchi sorprendentemente buenos no muy lejos de…

– ¿El matadero? -hice una mueca-. No, gracias. Además, no se me puede comprar con un poco de pasta.

– Entonces, ¿qué puedo ofrecerte como soborno? Lo tienes todo… una casa en las colinas, un coche bonito, el vestuario de Ralph Lauren con zapatillas de footing a juego. ¡Cristo, si has logrado jubilarte a los treinta y tres y tienes un maldito tono moreno perpetuo! Sólo el hablar de todo ello ya me está poniendo de mal humor.

– Sí, pero, ¿soy feliz?

– Sospecho que sí.

– Tienes razón -pensé en las sangrientas fotos -. Y desde luego no necesito un pase gratuito para la cámara de los horrores del Museo de Cera.

– ¿Sabes? -dijo-. Apostaría que, bajo toda esa complacencia, se esconde un hombre joven muy aburrido.

– ¡Tonterías!

– ¡Nada de tonterías! ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Seis meses?

– Cinco y medio.

– Pues cinco y medio. Cuando te conocí… no, corrijo eso: poco después de que te conociera, eras un chico vibrante, con mucha energía, montones de opiniones. Tu mente trabajaba. Ahora de lo único que te oigo hablar es de bañeras calientes, de lo rápido que puedes correr un maldito kilómetro, de los distintos tipos de amaneceres que se pueden ver desde tu terraza… para hablar en tu jerga, eso es una regresión. Unos pantaloncitos cortos monísimos, patinaje sobre ruedas, jugar en el agua. Como la mitad de la gente de por aquí, estás funcionando al nivel mental de un niño de seis años.

Me eché a reír.

– Y tú me estás haciendo esa oferta… eso de meterme en medio de la sangre y la porquería, como una especie de terapia ocupacional.

– Alex, puedes gastarte el culo tratando de conseguir llegar al Nirvana a través de la Absoluta Inercia, pero no te va a funcionar. Es como decía Woody Allen en aquella película: si uno se endulza demasiado la vida, madura demasiado pronto y se pudre.

Me di palmadas en mi pecho desnudo.

– Aún no hay señales de podredumbre.

– Es algo interno, que llega desde dentro y aparece cuando uno menos se lo espera.

– Muchas gracias, doctor Sturgis.

Me lanzó una mirada de disgusto, fue hacia la cocina y regresó con la boca clavada en una pera.

– Es buena.

– Que te aproveche.

– De acuerdo, Alex. Olvídalo. Tengo a ese psiquiatra muerto y a esa chica, Gutiérrez, cortada en pedacitos. Tengo una niña de siete años que podría haber oído o visto algo, pero que tiene demasiado miedo como para poder aclararse. Te pido un par de horas de tu tiempo, y el tiempo es de lo que más te sobra, y lo único que obtengo son tonterías.

– ¡Alto ahí! No he dicho que no lo vaya a hacer. Pero tienes que darme tiempo para asimilarlo. Me acabo de despertar y tú entras de repente en mi casa y me dejas caer encima un doble asesinato.

Sacó su muñeca de debajo de la manga de la camisa y atisbo su Timex.

– Las diez treinta y siete. Mi pobre niño -me lanzó una mirada asesina y le dio un bocado a la pera, cayéndole el jugo por la barbilla.

– En cualquier caso, podrías recordar la última vez que tuve algo que ver con las cosas de la policía: fue traumático.

– Eso fue pura casualidad. Y tú fuiste una víctima, por así decirlo. No estoy interesado en mezclarte en esto. Sólo quiero que estés una hora o dos hablando con la pequeña. Y, como ya te he dicho, que pruebes con algo de hipnosis si te parece adecuado. Luego nos podremos comer esos gnocchi. Volveré a mi casa y trataré de reclamar los favores de mi amado, y tú quedarás libre para regresar a este, tu castillo en las nubes. Y fin. Luego, dentro de una semana, nos reuniremos para un acontecimiento puramente social, como zamparnos algo de sashimi en un restaurante japonés. ¿Vale?

– ¿Qué es lo que realmente vio la niña? -pregunté, mientras veía mi día de relajación escaparse por la ventana.

– Sombras, voces, dos tipos, quizá tres. Pero, ¿quién lo sabe en realidad? Es una niñita y está totalmente traumatizada. La madre está igualmente aterrada y, a primera impresión, no me ha parecido que sea ninguna física nuclear. No supe cómo lograr hacerme entender. Alex, traté de ser amable, de no presionarlas. Hubiera sido útil el poder contar con algún agente de los de la protección juvenil, pero no tenemos demasiados de ésos. El Departamento prefiere seguir contratando más y más agentes chupatintas, aunque ya los haya por docenas. Mordisqueó la pera hasta llegar al corazón.

– Sombras, voces. Eso es todo. Tú eres un especialista en lenguaje ¿no? Tú sabes cómo comunicarte con los pequeñitos. Si puedes conseguir que se te abra, estupendo. Si logra darte algo que se parezca a una identificación, fantástico. Si no, así estarán las cosas y al menos lo habremos intentado.

Especialista en lenguaje. Había pasado ya mucho tiempo desde que yo mismo había empleado esa frase… allá en las postrimerías del asunto Hickle, cuando de repente, me había hallado a mí mismo rodando fuera de todo control, con las caras de Stuart Hickle y de todos los niños a los que había hecho daño danzando dentro de mi cabeza. Milo me había llevado de copas. Y, hacia las dos de la madrugada, se había preguntado el motivo por el que los niños habían dejado que las cosas llegaran hasta aquel punto.

– No hablaron porque nadie sabía cómo escucharles – le dije-. De todos modos, ellos pensaban que la culpa era suya.

– ¿Si? -alzó la cara, con ojos cansinos, agarrando su jarra de cerveza con ambas manos-. Oigo cosas así cuando hablo con las chicas de juvenil.

– Ése es el modo en que piensan cuando son pequeños, unos egocéntricos. Es como si fueran el centro del universo. Mami resbala y se parte una pierna. Ellos se culpan a sí mismos.

– ¿Y cuánto dura eso?

– En alguna gente nunca desaparece. Para el resto de nosotros se trata de un proceso gradual. Cuando cumplimos los ocho o nueve, vemos las cosas con más claridad… pero, a cualquier edad, un adulto puede manipular a los niños, convencerles de que lo que pasa es por su culpa.