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Una negativa con la cabeza. Ojos implorantes. Cerré la puerta y corrí frente a ella una pesada cómoda para ropa. Volví a colocar la pistola en mi cintura, cerré todas las ventanas del apartamento, corrí las cortinas del dormitorio y cerré la puerta, bloqueándola con dos sillas haciendo cuña. Corté el cable de su teléfono con un cuchillo de la cocina, corrí los cortinajes para borrar la vista del océano y le di una ojeada final al lugar. Satisfecho, fui hasta la puerta y la cerré de un portazo.

28

El Seville funcionaba, pero un tanto estremecidamente, a consecuencia del Grand Prix con Halstead. Además, era demasiado conspicuo para lo que me proponía. Lo dejé en un aparcamiento en Westwood Village, caminé dos manzanas hasta un alquiler de coches Budget y tomé un compacto japonés color marrón oscuro, una de esas cajitas cuadradas de plástico que, según dicen, están empapeladas con una película de metal. Le llevó quince minutos el recorrer el tráfico de un lado al otro del Village. Me metí en el garaje de la Bullocks, cerré la pistola en la guantera y me fui de compras.

Me compré un par de tejanos, calcetines gruesos, zapatos con suela de crepé, un jersey de cuello de cisne color azul marino, y un canguro del mismo color. Todo lo que había en los almacenes estaba protegido con pinzas de plástico de alarma magnética y a la vendedora le llevó varios minutos el liberar mis prendas, después de que hubiera tomado mi dinero.

– Vaya un mundo maravilloso – murmuré entre dientes.

– Si cree que esto es malo, ha de saber que tenemos los artículos caros, las pieles, el cuero, cerrados bajo llave. De lo contrario se los llevarían en un abrir y cerrar de ojos.

Intercambiamos recriminaciones de personas decentes, y tras ser informado de que probablemente estaba bajo vigilancia visual, decidí no cambiarme en el probador de la planta.

Eran justo las seis y algo, y ya era oscuro cuando salí de la tienda. Justo el tiempo de comerme un pepito de ternera, ensalada con queso fresco, helado de vainilla y mucho café y contemplar el cielo sin estrellas desde un restaurante rápido familiar en West Pico. A las seis treinta pagué la nota y entré en el lavabo de caballeros del restaurante para cambiarme. Mientras me estaba poniendo la nueva ropa vi un trozo de papel doblado en el suelo. Lo tomé. Era la copia del artículo sobre el accidente de Lilah Towle, que me había entregado Margaret Dopplemeier. Traté de nuevo de leerlo, pero no con mucho mayor éxito. Fui capaz de descubrir algo acerca de la Guardia Costera y las altas mareas, pero nada más. Lo volví a meter en el bolsillo de la chaqueta, me ajusté la ropa y me dispuse a dirigirme a Malibú.

Había un teléfono de pago en la parte de atrás de la cafetería, y lo usé para llamar a la comisaría del Oeste de Los Ángeles. Pensé en dejarle un mensaje en una especie de clave a Milo, pero recapacité, y decidí preguntar por Delano Hardy. Después de que me hicieran esperar durante cinco minutos, finalmente me dijeron que estaba en la calle. Dejé el mensaje en clave para él y me dirigí a Malibú.

El tráfico iba lento, pero yo ya había pensado en esto cuando había preparado mi horario. Llegué a la Rambla Pacífica justo antes de las siete y al cartel de carreteras que indicaba La Casa de los Niños diez minutos más tarde. El cielo estaba vacío y negro, como una gota que cae por un pozo sin fondo. Un coyote aulló desde una cañada lejana. Pájaros nocturnos y murciélagos aleteaban y chillaban. Cerré las luces y conduje un par de kilómetros y medio a puro tacto. No era tan difícil, pero el pequeño coche resonaba en cada bache y desnivel de la ruta, y transmitía las ondas de choque directamente a través de mi esqueleto.

Me detuve a algo menos de un kilómetro de la desviación hacia La Casa. Eran las siete y cuarto. No había otros coches en el camino. Rogando que aquello siguiera igual, puse el coche perpendicular a la ruta, bloqueando ambos carriles: con las ruedas traseras dando cara a la depresión que bordeaba la carretera, las delanteras hacia el espeso matorral que había al oeste. Me quedé sentado en el oscuro compartimento, con la pistola en la mano, aguardando.

A las siete veintitrés oí el ruido de un motor que se acercaba. Un minuto más tarde aparecieron los faros cuadrados delanteros del Lincoln, a medio kilómetro carretera arriba. Salté fuera del coche, corrí a ocultarme en el matorral y me quedé allá acurrucado, conteniendo el aliento.

Vio el coche vacío demasiado tarde y tuvo que frenar en seco, con gran chirrido de los neumáticos. Dejó el motor en marcha, con las luces puestas, y caminó al largo haz de éstas, maldiciendo. El cabello blanco brillaba plateado. Vestía un blasier cruzado, color negro carbón, sobre una camisa blanca con el cuello desabrochado, así como pantalones negros de franela y zapatos blancos y negros de golf, con adornos colgando del empeine. Ni una mancha, ni una arruga.

Pasó una mano a lo largo del flanco del pequeño coche, tocó el capó y se inclinó hacia el interior, por la abierta puerta del lado del conductor.

Fue entonces cuando me puse en pie, silencioso en mis zapatos de crepé, salté hacia él y le puse el cañón del revólver entre los omoplatos.

Por cuestiones tanto estéticas como de principios, odio las armas de fuego. Mi padre las adoraba, las coleccionaba. Primero tuvo las Luger que se había traído a casa como recuerdos de la Segunda Guerra Mundial. Luego fueron los rifles de caza mayor, las escopetas, las pistolas automáticas compradas en las tiendas de empeños, un viejo y herrumbroso Colt 45, pistolas italianas de aspecto letal, con largos cañones y cachas grabadas, pequeñas calibre 22 de acero pavonado. Todas ellas amorosamente expuestas en el salón de juegos, tras el cristal de una gran caja expositora en madera de cerezo. La mayor parte de ellas cargadas, y el viejo jugueteando con ellas mientras veía la tele. Y llamándome a su lado para mostrarme los detalles de construcción, las bellezas de su ornamentación; y hablarme de la velocidad en la recámara, del calibre, las estrías del cañón, el largo de éste, la capacidad del barrilete o cargador. El olor del aceite de máquina. El olor de cerillas quemadas que impregnaba sus manos. De pequeño tenía pesadillas en las que las armas dejaban sus perchas en la exposición, con animales que se escapasen de sus jaulas, adquiriendo instintos propios, ladrando y gruñendo…

En una ocasión tuvo una pelea con mi madre, una de esas aparatosas y muy gritonas. Lleno de ira, había ido a la vitrina y había tomado lo primero que le había venido a mano… una Luger. Teutónicamente eficiente. La había apuntado con ella. Aún lo podía ver: ella gritando, «¡Harry!»; y él dándose cuenta de lo que estaba haciendo… horrorizado, dejando caer el arma como si fuera un ser marino venenoso; abrazándose a ella, tartamudeando excusas. Nunca volvió a hacerlo, pero el recuerdo de aquello le cambió, los cambió… y me cambió. Yo, con mis cinco años de edad, agarrado a mi mantita, que lo había visto todo, medio oculto por la puerta. Desde entonces he odiado las pistolas. Pero, en aquel momento, me encantaba la sensación de agarrar el revólver calibre 38 mientras lo hundía contra la tela del blasier de Towle.

– Entre en el coche – susurré-. Siéntese tras el volante y no se mueva o le reviento las tripas a balazos.

Me obedeció. Rápidamente corrí hasta el asiento del pasajero y me senté junto a él.

– ¡Usted! -exclamó.

– Ponga en marcha el motor -le clavé la pistola en el costado, con más fuerza de lo necesario.

El cochecito tosió, poniéndose en marcha.

– Llévelo al costado de la ruta, de modo que la puerta del conductor quede pegada contra aquella roca. Luego apague el motor y tire las llaves por la ventana -hizo lo que le ordenaba, con su noble perfil sereno.

Salí y le ordené que hiciera lo mismo. Del modo en que le había hecho aparcar, la salida por su lado quedaba bloqueada por quince metros de granito. Se deslizó hasta el lado del pasajero y se quedó, quieto y estoico, junto al camino.