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En los períodos primero y segundo en que vivimos, a causa del aislamiento y de la guerra, la especie humana vive en cierto sentido conforme a las leyes darwinianas. Los ingleses, que sólo ven el presente del mundo externo, no vacilaron en aplicar teorías zoológicas al campo de la sociología humana. Si la falsa traslación de la ley fisiológica a la zona del espíritu fuese aceptable, entonces hablar de la incorporación étnica del negro seria tanto como defender el retroceso. La teoría inglesa supone, implícita o francamente, que el negro es una especie de eslabón que está más cerca del mono que del hombre rubio. No queda, por lo mismo, otro recurso que hacerlo desaparecer. En cambio, el blanco, particularmente el blanco de habla inglesa, es presentado como el termino sublime de la evolución humana; cruzarlo con otra raza equivaldría a ensuciar su estirpe. Pero semejante manera de ver no es más que la ilusión de cada pueblo afortunado en el periodo de su poderío. Cada uno de los grandes pueblos de la Historia se ha creído el final y el elegido. Cuando se comparan unas con otras estas infantiles soberbias, se ve que la misión que cada pueblo se atribuye no es en el fondo otra cosa que afán de botín y deseo de exterminar a la potencia rival. La misma ciencia oficial es en cada época un reflejo de esa soberbia de la raza dominante. Los hebreos fundaron la creencia de su superioridad en oráculos y promesas divinas. Los ingleses radican la suya en observaciones relativas a los animales domésticos. De la observación de cruzamientos y variedades hereditarias de dichos animales fue saliendo el darwinismo, primero como una modesta teoría zoológica, después como biología social que otorga la preponderancia definitiva al inglés sobre todas las demás razas. Todo imperialismo necesita de una filosofía que lo justifique; el Imperio romano predicaba el orden, es decir, la jerarquía; primero el romano, después sus aliados, y el bárbaro en la esclavitud. Los británicos predican la selección natural, con la consecuencia tácita de que el reino del mundo corresponde por derecho natural y divino al dolicocéfalo de las Islas y sus descendientes. Pero esta ciencia que llegó a invadirnos junto con los artefactos del comercio conquistador, se combate como se combate todo imperialismo, poniéndole enfrente una ciencia superior, una civilización más amplia y vigorosa. Lo cierto es que ninguna raza se basta a sí sola, y que la Humanidad perdería, pierde, cada vez que una raza desaparece por medios violentos. Enhorabuena que cada una se transforme según su arbitrio, pero dentro de su propia visión de belleza, y sin romper el desarrollo armónico de los elementos humanos.

Cada raza que se levanta necesita constituir su propia filosofía, el deus ex machina. Nosotros nos hemos educado bajo la influencia humillante de una filosofía ideada por nuestros enemigos, si se quiere de una manera sincera, pero con el propósito de exaltar sus propios fines y anular los nuestros. De esta suerte nosotros mismos hemos llegado a creer en la inferioridad del mestizo, en la irredención del indio, en la condenación del negro, en la decadencia irreparable del oriental. La rebelión de las armas no fue seguida de la rebelión de las conciencias. Nos rebelamos contra el poder político de España, y no advertimos que, junto con España, caímos en la dominación económica y moral de la raza que ha sido señora del mundo desde que terminó la grandeza de España. Sacudimos un yugo para caer bajo otro nuevo. El movimiento de desplazamiento de que fuimos víctimas no hubiera podido evitar aunque lo hubiésemos comprendido a tiempo. Hay cierta fatalidad en el destino de los pueblos lo mismo que en el destino de los individuos; pero ahora que se inicia una nueva fase de la Historia, se hace necesario reconstituir nuestra ideología y organizar conforme a una nueva doctrina étnica toda nuestra vida continental. Comencemos entonces haciendo vida propia y ciencia propia. Si no se liberta primero el espíritu, jamás lograremos redimir la materia.

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Tenemos el deber de formular las bases de una nueva civilización; y por eso mismo es menester que tengamos presente que las civilizaciones no se repiten ni en la forma ni en el fondo. La teoría de la superioridad étnica ha sido simplemente un recurso de combate común a todos los pueblos batalladores; pero la batalla que nosotros debemos de librar es tan importante que no admite ningún ardid falso. Nosotros no sostenemos que somos ni que llegaremos a ser la primera raza del mundo, la más ilustrada, la más fuerte y la más hermosa. Nuestro propósito es todavía más alto y más difícil que lograr una selección temporal. Nuestros valores están en potencia a tal punto, que nada somos aún. Sin embargo, la raza hebrea no era para los egipcios arrogantes otra cosa que una ruin casta de esclavos y de ella nació Jesucristo, el autor del mayor movimiento de la Historia; el que anuncio, el amor de todos los hombres. Este amor será uno de los dogmas fundamentales de la quinta raza, que ha de producirse en América. El cristianismo liberta y engendra vida, porque contiene revelación universal, no nacional; por eso tuvieron que rechazarlo los propios judíos, que no se decidieron a comulgar con gentiles. Pero la América es la patria de la gentilidad, la verdadera tierra de promisión cristiana. Si nuestra raza se muestra indigna de este suelo consagrado, si llega a faltarle el amor, se verá suplantada por pueblos más capaces de realizar la misión fatal de aquellas tierras; la misión de servir de asiento a una humanidad hecha de todas las naciones y todas las estirpes. La biótica que el progreso del mundo impone a la América de origen hispánico no es un credo rival que, frente al adversario, dice: te supero, o me basto, sino una ansia infinita de integración y de totalidad que por lo mismo invoca al Universo. La infinitud de su anhelo le asegura fuerza para combatir el credo exclusivista del bando enemigo y confianza en la victoria que siempre corresponde a los gentiles. El peligro más bien está en que nos ocurra a nosotros lo que a la mayoría de los hebreos, que por no hacerse gentiles perdieron la gracia originada en su seno. Así ocurriría si no sabemos ofrecer hogar y fraternidad a todos los hombres; entonces otro pueblo servirá de eje, alguna otra lengua será el vehículo; pero ya nadie puede contener la fusión de las gentes, la aparición de la quinta era del mundo, la era de la universalidad y el sentimiento cósmico.

La doctrina de formación sociológica, de formación biológica que en estas páginas enunciamos, no es un simple esfuerzo ideológico para levantar el ánimo de una raza deprimida, ofreciéndole una tesis que contradice la doctrina con que habían querido condenarla sus rivales. Lo que sucede es que a medida que se descubre la falsedad de la premisa científica en que descansa la dominación de las potencias contemporáneas, se vislumbran también, en la ciencia experimental misma, orientaciones que señalan un camino ya no para el triunfo de una raza sola, sino para la redención de todos los hombres. Sucede como si la palingenesia anunciada por el cristianismo con una anticipación de millares de años, se viera confirmada actualmente en las distintas ramas del conocimiento científico. El cristianismo predicó el amor como base de las relaciones humanas, y ahora comienza a verse que sólo el amor es capaz de producir una Humanidad excelsa. La política de los Estados y la ciencia de los positivistas, influenciada de una manera directa por esa política, dijeron que no era el amor la ley, sino el antagonismo, la lucha y el triunfo del apto, sin otro criterio para juzgar la aptitud que la curiosa petición de principio contenida en la misma tesis, puesto que el apto es el que triunfa, y sólo triunfa el apto. Y así, a fórmulas verbales y viciosas de esta índole se va reduciendo todo el saber pequeño que quiso desentenderse de las revelaciones geniales para sustituirlas con generalizaciones fundadas en la mera suma de los detalles.