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Desde los primeros tiempos, desde el descubrimiento y la conquista, fueron castellanos y británicos, o latinos y sajones, para incluir por una parte a los portugueses y por otra al holandés, los que consumaron la tarea de iniciar un nuevo período de la Historia conquistando y poblando el hemisferio nuevo. Aunque ellos mismos solamente se hayan sentido colonizadores, trasplantadores de cultura, en realidad establecían las bases de una etapa de general y definitiva transformación. Los llamados latinos, poseedores de genio y de arrojo, se apoderaron de las mejores regiones, de las que creyeron más ricas, y los ingleses, entonces, tuvieron que conformarse con lo que les dejaban gentes más aptas que ellos. Ni España ni Portugal permitían que a sus dominios se acercase el sajón, ya no digo para guerrear, ni siquiera para tomar parte en el comercio. El predominio latino fue indiscutible en los comienzos. Nadie hubiera sospechado, en los tiempos del laudo papal que dividió el Nuevo Mundo entre Portugal y España, que unos siglos más tarde, ya no seria el Nuevo Mundo portugués ni español, sino más bien inglés. Nadie hubiera imaginado que los humildes colonos del Hudson y el Delaware, pacíficos y hacendosos, se irían apoderando paso a paso de las mejores y mayores extensiones de la tierra, hasta formar la República que hoy constituye uno de los mayores imperios de la Historia.
Pugna de latinidad contra sajonismo ha llegado a ser, sigue siendo nuestra época; pugna de instituciones, de propósitos y de ideales. Crisis de una lucha secular que se inicia con el desastre de la Armada Invencible y se agrava con la derrota de Trafalgar. Sólo que desde entonces el sitio del conflicto comienza a desplazarse y se traslada al continente nuevo, donde tuvo todavía episodios fatales. Las derrotas de Santiago de Cuba y de Cavite y Manila son ecos distantes pero lógicos de las catástrofes de la Invencible y de Trafalgar. Y el conflicto está ahora planteado totalmente en el Nuevo Mundo. En la Historia, los siglos suelen ser como días; nada tiene de extraño que no acabemos todavía de salir de la impresión de la derrota. Atravesamos épocas de desaliento, seguimos perdiendo, no sólo en soberanía geográfica, sino también en poderío moral. Lejos de sentirnos unidos frente al desastre, la voluntad se nos dispersa en pequeños y vanos fines. La derrota nos ha traído la confusión de los valores y los conceptos; la diplomacia de los vencedores nos engaña después de vencernos; el comercio nos conquista con sus pequeñas ventajas. Despojados de la antigua grandeza, nos ufanamos de un patriotismo exclusivamente nacional, y ni siquiera advertimos los peligros que amenazan a nuestra raza en conjunto. Nos negamos los unos a los otros. La derrota nos ha envilecido a tal punto, que, sin darnos cuenta, servimos los fines de la política enemiga, de batirnos en detalle, de ofrecer ventajas particulares a cada uno de nuestros hermanos, mientras al otro se le sacrifica en intereses vitales. No sólo nos derrotaron en el combate, ideológicamente también nos siguen venciendo. Se perdió la mayor de las batallas el día en que cada una de las repúblicas ibéricas se lanzó a hacer vida propia, vida desligada de sus hermanos, concertando tratados y recibiendo beneficios falsos, sin atender a los intereses comunes de la raza. Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del sajón, nuestro rival en la posesión del continente. El despliegue de nuestras veinte banderas de la Unión Panamericana de Washington deberíamos verlo como una burla de enemigos hábiles. Sin embargo, nos ufanamos, cada uno, de nuestro humilde trapo, que dice ilusión vana, y ni siquiera nos ruboriza el hecho de nuestra discordia delante de la fuerte unión norteamericana. No advertimos el contraste de la unidad sajona frente a la anarquía y soledad de los escudos iberoamericanos. Nos mantenemos celosamente independientes respecto de nosotros mismos; pero de una o de otra manera nos sometemos o nos aliamos con la Unión sajona. Ni siquiera se ha podido lograr la unidad nacional de los cinco pueblos centroamericanos, porque no ha querido darnos su venia un extraño, y porque nos falta el patriotismo verdadero que sacrifique el presente al porvenir. Una carencia de pensamiento creador y un exceso de afán critico, que por cierto tomamos prestado de otras culturas, nos lleva a discusiones estériles, en las que tan pronto se niega como se afirma la comunidad de nuestras aspiraciones; pero no advertimos que a la hora de obrar, y pese a todas las dudas de los sabios ingleses, el inglés busca la alianza de sus hermanos de América y de Australia, y entonces el yanqui se siente tan inglés como el inglés en Inglaterra. Nosotros no seremos grandes mientras el español de la América no se sienta tan español como los hijos de España. Lo cual no impide que seamos distintos cada vez que sea necesario, pero sin apartarnos de la más alta misión común. Así es menester que procedamos, si hemos de lograr que la cultura ibérica acabe de dar todos sus frutos, si hemos de impedir que en la América triunfe sin oposición la cultura sajona. Inútil es imaginar otras soluciones. La civilización no se improvisa ni se trunca, ni puede hacerse partir del papel de una constitución política; se deriva siempre de una larga, de una secular preparación y depuración de elementos que se transmiten y se combinan desde los comienzos de la historia. Por eso resulta tan torpe hacer comenzar nuestro patriotismo con el grito de independencia del padre Hidalgo, o con la conspiración de Quito; o con las hazañas de Bolívar, pues si no lo arraigamos en Cuauhtemoc y en Atahualpa no tendrá sostén, y al mismo tiempo es necesario remontarlo a su fuente hispánica y educarlo en las enseñanzas que deberíamos derivar de las derrotas, que son también nuestras, de las derrotas de la Invencible y de Trafalgar. Si nuestro patriotismo no se identifica con las diversas etapas del viejo conflicto de latinos y sajones, jamas lograremos que sobrepase los caracteres de un regionalismo sin aliento universal y lo veremos fatalmente degenerar en estrechez y miopía de campanario y en inercia impotente de molusco que se apega a su roca.
Para no tener que renegar alguna vez de la patria misma es menester que vivamos conforme al alto interés de la raza, aun cuando éste no sea todavía el más alto interés de la Humanidad. Es claro que el corazón sólo se conforma con un internacionalismo cabal; pero en las actuales circunstancias del mundo, el internacionalismo sólo serviría para acabar de consumar el triunfo de las naciones más fuertes; serviría exclusivamente a los fines del inglés. Los mismos rusos, con sus doscientos millones de población, han tenido que aplazar su internacionalismo teórico, para dedicarse a apoyar nacionalidades oprimidas como la India y Egipto. A la vez han reforzado su propio nacionalismo para defenderse de una desintegración que sólo podría favorecer a los grandes Estados imperialistas. Resultaría, pues, infantil que pueblos débiles como los nuestros se pusieran a renegar de todo lo que les es propio, en nombre de propósitos que no podrían cristalizar en realidad. El estado actual de la civilización nos impone todavía el patriotismo como una necesidad de defensa de intereses materiales y morales, pero es indispensable que ese patriotismo persiga finalidades vastas y trascendentales. Su misión se truncó en cierto sentido con la Independencia, y ahora es menester devolverlo al cauce de su destino histórico universal.
En Europa se decidió la primera etapa del profundo conflicto y nos tocó perder. Después, así que todas las ventajas estaban de nuestra parte en el Nuevo Mundo, ya que España había dominado la América, la estupidez napoleónica fue causa de que la Luisiana se entregara a los ingleses del otro lado del mar, a los yanquis, con lo que se decidió en favor del sajón la suerte del Nuevo Mundo. El "genio de la guerra" no miraba más allá de las miserables disputas de fronteras entre los estaditos de Europa y no se dio cuenta de que la causa de la latinidad, que él pretendía representar, fracasó el mismo día de la proclamación del Imperio por el solo hecho de que los destinos comunes quedaron confiados a un incapaz. Por otra parte, el prejuicio europeo impidió ver que en América estaba ya planteado, con caracteres de universalidad, el conflicto que Napoleón no pudo ni concebir en toda su trascendencia. La tontería napoleónica no pudo sospechar que era en el Nuevo Mundo donde iba a decidirse el destino de las razas de Europa, y al destruir de la manera más inconsciente el poderío francés de la América debilitó también a los españoles; nos traicionó, nos puso a merced del enemigo común. Sin Napoleón no existirían los Estados Unidos como imperio mundial, y la Luisiana, todavía francesa, tendría que ser parte de la Confederación Latinoamericana. Trafalgar entonces hubiese quedado burlado. Nada de esto se pensó siquiera, porque el destino de la raza estaba en manos de un necio; porque el cesarismo es el azote de la raza latina.