Expuesta ya la teoría de la formación de la raza futura iberoamericana y la manera como podrá aprovechar el medio en que vive, resta sólo considerar el tercer factor de la transformación que se verifica en el nuevo continente; el factor espiritual que ha de dirigir y consumar la extraordinaria empresa. Se pensará, tal vez, que la ilusión de las distintas razas contemporáneas en una nueva que complete y supere a todas, va a ser un proceso repugnante de anárquico hibridismo, delante del cual, la práctica inglesa de celebrar matrimonios sólo dentro de la propia estirpe se verá como un ideal de refinamiento y de pureza. Los arios primitivos del Indostán ensayaran precisamente este sistema inglés, para defenderse de la mezcla con las razas de color, pero como esas razas oscuras poseían una sabiduría necesaria para completar la de los invasores rubios, la verdadera cultura indostánica no se produjo sino después de que los siglos consumaron la mezcla, a pesar de todas las prohibiciones escritas. Y la mezcla fatal fue útil, no sólo por razones de cultura, sino porque el mismo individuo físico necesita renovarse en sus semejantes. Los norteamericanos se sostienen muy firmes en su resolución de mantener pura su estirpe, pero eso depende de que tienen delante al negro, que es como el otro polo, como el contrario de los elementos que pueden mezclarse. En el mundo iberoamericano, el problema no se presenta con caracteres tan crudos; tenemos poquísimos negros y la mayor parte de ellos se han ido transformando ya en poblaciones mulatas. El indio es buen puente de mestizaje. Además, el clima cálido es propicio al trato y reunión de todas las gentes. Por otra parte, y esto es fundamental, el cruce de las distintas razas no va a obedecer a razones de simple proximidad, como sucedía al principio, cuando el colono blanco tomaba mujer indígena o negra porque no había otra a mano. En lo sucesivo, a medida que las condiciones sociales mejoren, el cruce de sangre será cada vez más espontáneo, a tal punto que no estará ya sujeto a la necesidad, sino al gusto; en último caso; a la curiosidad. El motivo espiritual se irá sobreponiendo de esta suerte a las contingencias de lo físico. Por motivo espiritual ha de entenderse, más bien que la reflexión, el gusto que dirige el misterio de la elección de una persona entre una multitud.
III
Dicha ley del gusto, como norma de las relaciones humanas, la hemos enunciado en diversas ocasiones con el nombre de la ley de los tres estados sociales, definidos, no a la manera comtiana, sino con una comprensión más vasta. Los tres estados que esta ley señala son: el material o guerrero, el intelectual o político y el espiritual o estético. Los tres estados representan un proceso que gradualmente nos va libertando del imperio de la necesidad, y poco a poco va sometiendo la vida entera a las normas superiores del sentimiento y de la fantasía. En el primer estado manda sólo la materia; los pueblos, al encontrarse, combaten o se juntan sin más ley que la violencia y el poderío relativo. Se exterminan unas veces o celebran acuerdos atendiendo a la conveniencia o a la necesidad. Así viven la horda y la tribu de todas las razas. En semejante situación la mezcla de sangres se ha impuesto también por la fuerza material, único elemento de cohesión de un grupo. No puede haber elección donde el fuerte toma o rechaza, conforme a su capricho, la hembra sometida.
Por supuesto que ya desde ese período late en el fondo de las relaciones humanas el instinto de simpatía que atrae o repele conforme a ese misterio que llamamos el gusto, misterio que es la secreta razón de toda estética; pero la sugestión del gusto no constituye el móvil predominante del primer período, como no lo es tampoco del segundo, sometido a la inflexible norma de la razón. También la razón está contenida en el primer período, como origen de conducta y de acción humana, pero es una razón débil, como el gusto oprimido; no es ello quien decide, sino la fuerza, y a esa fuerza, comúnmente brutal, se somete el juicio, convertido en esclavo de la voluntad primitiva. Corrompido así el juicio en astucia, se envilece para servir la injusticia. En el primer período no es posible trabajar por la fusión cordial de las razas, tanto porque la misma ley de la violencia a que está sometido excluye las posibilidades de cohesión espontánea, cuanto porque ni siquiera las condiciones geográficas permitían la comunicación constante de todos los pueblos del planeta.
En el segundo período tiende a prevalecer la razón que artificiosamente aprovecha las ventajas conquistadas por la fuerza y corrige sus errores. Las fronteras se definen en tratados y las costumbres se organizan conforme a las leyes derivadas de las conveniencias reciprocas y la lógica: el romanismo es el más acabado modelo de este sistema social racional, aunque, en realidad, comenzó antes de Roma y se prolonga todavía en esta época de las nacionalidades. En este régimen, la mezcla de las razas obedece, en parte, al capricho de un instinto libre que se ejerce por debajo de los rigores de la norma social, y obedece especialmente a las conveniencias éticas o políticas del momento. En nombre de la moral, por ejemplo, se imponen ligas matrimoniales difíciles de romper, entre personas que no se aman; en nombre de la política se restringen libertades interiores y exteriores; en nombre de la religión, que debiera ser la inspiración sublime, se imponen dogmas y tiranías; pero cada caso se justifica con el dictado de la razón, reconocido como supremo de los asuntos humanos. Proceden también conforme a lógica superficial y a saber equívoco, quienes condenan la mezcla de razas, en nombre de una eugénica que, por fundarse en datos científicos incompletos y falsos, no ha podido dar resultados válidos. La característica de este segundo período es la fe en la fórmula, por eso en todos sentidos no hace otra cosa que dar norma a la inteligencia, límites a la acción, fronteras a la patria y frenos al sentimiento. Regla, norma y tiranía, tal es la ley del segundo periodo en que estamos presos, y del cual es menester salir.
En el tercer período, cuyo advenimiento se anuncia ya en mil formas, la orientación de la conducta no se buscará en la pobre razón, que explica pero no descubre; se buscará en el sentimiento creador y en la belleza que convence. Las normas las dará la facultad suprema, la fantasía; es decir, se vivirá sin norma, en un estado en que todo cuanto nace del sentimiento es un acierto. En vez de reglas, inspiración constante. Y no se buscará el mérito de una acción en su resultado inmediato y palpable, como ocurre en el primer período; ni tampoco se atenderá a que se adapte a determinadas reglas de razón pura; el mismo imperativo ético será sobrepujado y más allá del bien y del mal, en el mundo del pathos estético, sólo importará que el acto, por ser bello, produzca dicha. Hacer nuestro antojo, no nuestro deber; seguir el sendero del gusto, no el del apetito ni el del silogismo; vivir el júbilo fundado en amor, ésa es la tercera etapa.