Desde entonces y durante años había vagado por las montañas, batiéndose para liberar a la santa tierra que Dios había dado a Israel. «Nuestro único amo es Adonay -proclamaba-. No paguéis los impuestos a los príncipes de este mundo, no permitíais que sus Ídolos, sus águilas, mancillen el Templo de Dios, no ¡degolléis bueyes ni carneros en sacrificio al tirano, al emperador. no hay más que un Dios, que es nuestro Dios; que un pueblo, que es el pueblo de Israel; que un fruto en todo el árbol de la Tierra, que es el Mesías.»
Pero de pronto, el Dios de Israel había retirado la mano que hasta entonces le protegía y Rufo, centurión de Nazaret, lo había Capturado. Los campesinos, los artesanos, los burgueses habían acudido desde todos los villorrios, hasta los pescadores del lago de Genezaret. Durante días y más días, de casa en casa y de barca en barca había circulado, sorprendiendo también a los transeúntes en las rutas, una noticia sorda, oscura, ambigua: «¡Crucifican al zelote! ¡Uno más que desaparece! ¡Está perdido!», pregonaba aquella noticia unas veces, y otras, por el contrario: «¡Salve, hermanos, ha llegado el Redentor! ¡Tomad grandes palmas e id todos juntos a Nazaret a desearle la bienvenida!»
El anciano rabino se irguió de rodillas sobre los hombros del pelirrojo, extendió los brazos hacia el cuartel y se puso a gritar:
– ¡Está allí! ¡Está allí! El Mesías está de pie en el fondo y espera. ¿Qué espera? ¡A nosotros, al pueblo de Israel! ¡Adelante derribad la puerta, liberad al Salvador para que él nos libere!
– ¡En nombre del Dios de Israel! -Barrabás lanzó un alarido salvaje y blandió su hacha.
El pueblo bramó, los hombres acariciaron los puñales que escondían bajo la camisa, la muchedumbre de niños preparó sus hondas y todos se lanzaron, con Barrabás a la cabeza, sobre la puerta de hierro. La gran luz de Dios cegaba todos los ojos, y por esto no vieron que se entreabría una puertecita y que por ella Salía Magdalena enjugándose los ojos arrasados de lágrimas, lívida. Su corazón se había apiadado del que iba a morir y había bajado aquella noche al foso para proporcionarle la última alegría, la más dulce que puede dar este mundo. Pero el condenado pertenece a la tribu salvaje de los zelotes y había jurado no cortarse el pelo, no beber una gota de vino ni dormir con una mujer mientras Israel no fuera liberada. Toda la noche Magdalena permaneció sentada frente a él, mirándole; pero el zelote, más allá de los cabellos negros de la mujer, a lo lejos, miraba a Jerusalén, pero no a la Jerusalén presente, sometida, prostituida, sino a la Jerusalén futura, la Santa, con sus siete puertas triunfales de fortaleza, sus siete ángeles guardianes y los setenta y siete pueblos de la tierra postrados, con el rostro en el polvo, a sus pies. El condenado acariciaba el cuello fresco de la Jerusalén futura y la muerte desaparecía, el mundo se suavizaba, se aplastaba, cabía en el hueco de su mano. Cerraba los ojos, mantenía el cuello de Jerusalén en el hueco de su mano y no pensaba más que en una sola cosa: en el Dios con la barba crecida, privado de vino y de mujer, en el Dios de Israel. Durante toda la noche el zelote, con Jerusalén sentada en sus rodillas, edificaba en sus propias entrañas tal como lo deseaba, no hecho de ángeles y de nubes sino de hombres y de tierra, tibio en invierno y fresco en verano, el reino de los cielos.
El viejo rabino vio alejarse del cuartel a su hija envilecida. Apartó el rostro. Aquélla era la gran vergüenza de su vida: ¿cómo había podido salir de las entrañas del rabino, que era puro y que temía a Dios, aquella puta? ¿Qué demonio o qué pena incurable la habían fulminado y la habían arrojado al camino de la vergüenza?
Un día volvió de una fiesta en Cana y se echó a sollozar; quería matarse y luego comenzó a reír a carcajadas. Se pintaba, se cargaba de joyas, se paseaba por las calles. Luego abandonó la casa y partió para alzar su tienda en Magdala, en la encrucijada por donde pasan las caravanas.
Llevaba aún el pecho descubierto y avanzaba sin avergonzarse en medio de la muchedumbre; sus labios habían perdido el afeite, sus mejillas estaban hundidas y sus ojos turbios, pues se había pasado toda la noche mirando a aquel hombre y llorando. Vio a su padre desviar la mirada avergonzado, y en su rostro se dibujó una sonrisa amarga. Ella estaba más allá de la vergüenza, del temor de Dios, del amor por su padre y de las opiniones de los hombres. La acusaban de llevar en su cuerpo siete demonios: no llevaba siete demonios sino que tenía siete cuchillos clavados en medio del corazón.
El viejo rabino comenzó de nuevo a lanzar gritos para que todas las miradas se fijaran en él y nadie viera a su hija. Bastaba con que Dios la hubiese visto, pues El sería el juez.
Se irguió con todas sus fuerzas en los hombros del pelirrojo y gritó a la muchedumbre.
– Abrid los ojos del alma, mirad el cielo. Dios está encima de nosotros, el cielo se ha rasgado, los ejércitos de los ángeles avanzan, el aire se puebla de alas rojas y azules.
El cielo se abrasó, el pueblo alzó los ojos y vio allá arriba al ¿Dios guerrero que descendía. Barrabás levantó el hacha y gritó:
– ¡Hoy, no mañana, hoy!
El pueblo corrió al asalto del cuartel y cayó sobre la puerta de hierro. Los judíos colocaron contra la puerta barras de hierro y llevaron escalas y antorchas. De pronto se abrió la puerta y aparecieron dos jinetes de bronce, armados de pies a cabeza, con la mirada fija, tostados por el sol, bien alimentados, seguros de sí mismos. Clavaron las espuelas en los caballos, alzaron las lanzas y súbitamente las calles se llenaron de piernas y de espaldas que huían gritando hacia la colina de la crucifixión.
Aquella colina maldita estaba pelada, completamente cubierta de sílice y espinos. Bajo todas las piedras hallábanse gotas de sangre coagulada. Cada vez que los hebreos se rebelaban y reclamaban libertad, aquella colina se cubría de cruces y en aquellas cruces se retorcían y gemían los rebeldes. Por la noche aparecían los chacales, que les comían los pies, y la mañana siguiente los cuervos, que les comían los ojos.
El pueblo se detuvo sin aliento al pie de la colina. Otros jinetes de bronce se abatieron sobre ellos, los rodearon, rechazaron a la judiada para quedar luego inmóviles como una barrera. No faltaba mucho para el mediodía y sin embargo la cruz aún no había llegado. En la cima de la colina, dos herreros gitanos tenían en las manos clavos y martillos y esperaban. Iban llegando los perros de la aldea, hambrientos. Vueltos hacia la colina bajo el cielo abrasador, ardían los rostros: ojos de azabache, narices ganchudas, mejillas curtidas, sienes mugrientas. Y las gruesas mujeres, con los sobacos mojados, los cabellos untados con sebo, se derretían bajo el sol y hedían.
Un grupo de pescadores, con el rostro, el pecho y los brazos devorados por el sol y el viento, con grandes ojos de niños maravillados, habían ido también desde el lago de Genezaret para ver el milagro: en el momento en que los incrédulos condujeran al zelote a la cruz, éste arrojaría sus harapos y de ellos surgiría un ángel blandiendo una espada. Habían llegado la noche anterior con sus cestos llenos de pescados, vendiéndolos a buen precio; luego habían ido a una taberna, a beber, a emborracharse, a olvidar la razón por la cual se habían trasladado a Nazaret; se acordaron de las mujeres y cantaron en su honor, luego habían comenzado a pelearse entre ellos para reconciliarse más tarde. Al amanecer volvieron a sentir en su espíritu al Dios de Israel, se lavaron y, medio dormidos, se pusieron en camino para asistir al milagro.
Esperaron y esperaron, pero se habían cansado de esperar. Un golpe de lanza en la espalda era lo que necesitaban para arrepentirse de haber ido.
– Yo digo que volvamos a nuestras barcas, compañeros -dijo un pescador vigoroso de barba gris y ensortijada y cuya frente semejaba una concha de ostra-. Recordad lo que os digo: también crucificarán a éste y el cielo no se abrirá. La cólera del cielo no acaba jamás, así como no acaba la injusticia de los hombres. ¿Qué dices tú, hijo de Zebedeo?