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El rabino hablaba en voz muy baja, pues los que comían no debían oír semejantes cosas. Jesús escuchaba, encorvado, desesperado. Justamente aquél era el favor que quería pedir aquella noche al anciano rabino; que le hablara de la muerte. Jesús sentía que debía ir haciéndose a la idea de que en lo sucesivo debía tener siempre ante él a la muerte, para acostumbrarse a ella. Pero ahora… Quería hacer un ademán, detener al anciano rabino, gritarle: «¡Basta ya!» Pero el rabino ya no podía contenerse. Le apremiaba expresar de una vez por todas toda aquella inmundicia para que saliera de su memoria y él quedara purificado.

– En vano lo untaban con mis ungüentos; los gusanos continuaban devorándolo. Pero un demonio imperaba aún en medio de aquella inmundicia e impartía órdenes. Ordenó a todos los ricos y a todos los poderosos de Israel que se reunieran en su patio. En el momento de morir, gritó a su hermana Salomé: «Cuando expire, mátalos a todos para que no se regocijen con mi muerte.» Y murió. Murió Herodes el Grande, el último rey de Judá. Me oculté tras los árboles y me puse a bailar. Había muerto el último rey de Judá y había llegado, pues, la hora bendita profetizada por Moisés en su Testamento: «Habrá un rey corrompido y licencioso y sus hijos serán indignos. De occidente vendrán ejércitos y un rey bárbaro para ocupar la Tierra Santa. Entonces llegará el fin del mundo.» Esto es lo que dice el profeta Moisés. Ahora todo se ha cumplido y ha llegado el fin del mundo.

Jesús se sobresaltó. Era la primera vez que oía aquella profecía y gritó:

– ¿Dónde está ese escrito? ¿Qué profeta lo dice? Es la primera vez que oigo hablar de esto.

– Hace algunos años se encontró un viejo pergamino en un cántaro de arcilla enterrado en una gruta del desierto de Judea. Lo halló un monje; lo desenrolló y vio escrito en la parte superior, con letras rojas: «Testamento de Moisés». Antes de morir, el gran patriarca había llamado a su sucesor, Josué, hijo de Nun, y le había dictado cuanto debía cumplirse. Y he aquí que hemos llegado a los años por él profetizados. El rey corrompido era Herodes, los ejércitos bárbaros eran los romanos ¡y el fin del mundo lo verás entrar por aquella puerta si te animas a alzar la cabeza!

Jesús se levantó; la casa le resultaba demasiado estrecha. Pasó entre sus compañeros, que comían despreocupados, salió al patio y alzó la cabeza. Grande, afligida, la luna aparecía en aquel instante en el cielo, del otro lado de los montes de Moab. Pronto estaría completamente redonda, pronto llegaría al plenilunio que trae la Pascua. Como si viera la luna por primera vez, Jesús la miraba, desconcertado. ¿Qué era aquello que se alzaba por encima de las montañas, que aterraba a los perros y los hacía ladrar, con la cola entre las patas? Y aquella cosa subía silenciosamente en la aterradora soledad y chorreaba gotas de hiel. El corazón del hombre se convierte en un pozo que se llena de hiel. En sus mejillas y en su cuello, Jesús sentía una lengua venenosa que le lamía y envolvía su cuerpo y su rostro en una luz blanca, semejante a un sudario.

Juan adivinó el sufrimiento del maestro y salió al patio. Lo vio bañado por entero por la luz de la luna.

– Maestro -dijo quedamente para no molestarle, y se acercó a él de puntillas.

Jesús se volvió y lo miró. El adolescente tierno e imberbe desapareció; en su lugar había ahora un anciano centenario que, en pie en el centro del patio, bajo la luna, empuñaba en una mano un libro cerrado y en la otra una caña tan larga como una lanza de cobre. Su barba se derramaba, completamente blanca, hasta las rodillas.

– Hijo del Rayo -le gritó Jesús, extasiado-, escribe: Soy el Alfa y el Omega, el que era, es y será el Señor de las Naciones. ¿Oyes una voz potente como una trompeta?

Juan sintió miedo. ¡La razón del maestro vacilaba! Sabía que la luna embriaga y por eso había salido al patio, para hacerle volver a la casa. Pero, ¡ay!, había llegado demasiado tarde.

– Maestro -dijo-, calla. Soy yo, tu amado Juan. Entremos. Estamos en la casa de Lázaro.

– ¡Escribe! -ordenó de nuevo la voz de Jesús-. Escribe: Hay siete ángeles en torno del trono de Dios y cada ángel se lleva a la boca una trompeta. ¿Los ves, hijo del Rayo? Escribe: El primer ángel cayó a la tierra convertido en granizo y fuego mezclado con sangre. Un tercio de la tierra se quemó, un tercio de los árboles y un tercio de las hierbas verdes se quemaron. El segundo ángel hizo sonar la trompeta y una montaña de fuego cayó en el mar; un tercio del mar se trocó en sangre, un tercio de los peces murió y un tercio de los navíos zozobró. El tercer ángel hizo sonar la trompeta: una gran estrella cayó del cielo y un tercio de los ríos, de los lagos y las fuentes quedó emponzoñado. El cuarto hizo sonar la trompeta: un tercio de la tierra quedó privada de sol, un tercio de luna y un tercio de estrellas. El quinto hizo sonar la trompeta: otra estrella se precipuo desde lo alto del cielo, abrióse el Abismo y de él surgió una nube de humo; en aquel humo había langostas que se lanzaron no sobre las plantas, no sobre los árboles, sino sobre los hombres; tenían pelos largos como cabellos de mujer y sus dientes eran como dientes de león; llevaban armaduras de hierro y sus alas bramaban como los caballos de los carros de guerra lanzados a la batalla. El sexto ángel hizo sonar la trompeta Pero Juan ya no podía resistir aquello. Estalló en sollozos y cayó a los pies de Jesús.

– Maestro -imploró-, calla…, calla…

Jesús oyó los sollozos y se estremeció. Se inclinó y vio a sus pies a su amado discípulo.

– Amado Juan -dijo-, ¿por qué lloras?

Juan sentía vergüenza de confesar que, bajo la luna, la razón del maestro había vacilado durante unos instantes.

– Maestro -dijo-, entremos. El anciano pregunta qué ha sido de ti y los discípulos quieren verte.

– ¿Y por eso lloras, amado Juan? Entremos.

Entró y volvió a sentarse junto al anciano rabino. Se sentía muy cansado y sus manos estaban bañadas en sudor. Tiritaba y ardía a la vez. El anciano lo miró, asustado.

– No mires la luna, hijo mío -le dijo, asiéndole la mano húmeda-. Se dice que es el seno de la Noche, de la gran amante de Satán, y que vierte…

Pero el espíritu de Jesús estaba aún concentrado en la muerte.

– Anciano -dijo-, creo que has hablado mal de la muerte. La muerte no tiene el rostro de Herodes. No. La muerte es un gran señor que tiene las llaves de Dios y abre la puerta. Anciano, acuérdate de otros muertos y consuélame.

Los discípulos habían acabado de comer e interrumpieron la charla. Marta recogía la mesa y las dos Marías estaban hechas un ovillo a los pies del maestro; de vez en cuando una de ellas miraba furtivamente los brazos, el pecho, los ojos, la boca, los cabellos de la otra y se preguntaba, inquieta, cuál de las dos era más hermosa.

– Tienes razón, hijo mío -dijo el anciano-. Hablé mal del arcángel negro de Dios. Siempre toma el rostro del agonizante. Si muere Herodes, se convierte en Herodes, pero si muere un santo, su rostro resplandece como siete soles. Es un gran señor que se presenta en su carro, alza al santo por encima de la tierra y lo eleva hasta el cielo. Hombre, si quieres conocer tu rostro eterno, mira cómo ha de aparecer ante ti la muerte en tu última hora.

Todos escuchaban con la boca abierta y cada cual aquilataba, inquieto, su propia alma. Durante un buen rato reinó el silencio, como si cada uno de ellos se esforzara por ver el rostro de su muerte.

Al fin habló Jesús.

– Anciano -dijo-, un día, cuando tenía doce años, te oí referir en la sinagoga al pueblo de Nazaret el martirio y el suplicio del profeta Isaías. Pero hace muchos años de esto y lo olvidé. Y esta noche deseo vivamente oír de nuevo el relato de su muerte para que mi alma se apacigüe y reconcilie con la muerte. Porque lo cierto es que la has asustado al hablar de Herodes, anciano.