– ¿Por qué quieres que esta noche continuemos hablando de la muerte, hijo mío? ¿Este es el favor que tanto querías pedirme?
– Sí. Oírte me hará un bien inmenso.
Se volvió hacia sus discípulos y exclamó:
– ¡No temáis a la muerte, compañeros! ¡Bendita sea la muerte! Si no existiera* ¿cómo podríamos reunimos con Dios para siempre? Lo que os digo es cierto: la muerte tiene las llaves y abre la puerta.
El viejo rabino lo miraba, estupefacto.
– Jesús, ¿cómo puedes hablar de la muerte con tanto amor y certeza? Hace mucho tiempo que no percibía semejante dulzura en tu voz.
– Háblanos de la muerte del profeta Isaías, anciano, y verás cómo tengo razón.
El viejo rabino se apartó un poco para no tocar a Lázaro.
– El rey inicuo Manases había olvidado las órdenes de su padre, el piadoso Ezequías. Satán lo poseyó y Manases no podía ya oír la voz de Dios, no podía oír ya a Isaías. Por ello envió asesinos por toda Judea en su busca para que lo degollaran y le impidieran seguir vociferando. Pero Isaías estaba oculto, en Belén, en el tronco de un cedro gigantesco. Ayunaba y oraba para que Dios se apiadara y salvara a Israel. Un día un samaritano herético acertó a pasar por allí. Del árbol salía la mano del profeta, que estaba entregado a la oración. El samaritano la vio y corrió al palacio del rey para denunciarlo. Apresaron al profeta y lo condujeron a presencia del rey. «¡Traed la sierra con que se sierran los árboles y aserradle!», ordenó el maldito. Tendieron en tierra al profeta y dos hombres, cogiendo cada uno un extremo de la sierra, se pusieron a aserrarle.
– ¡Retráctate de tus profecías y te perdonaré la vida! -le gritó el rey.
Pero Isaías ya había entrado en el Paraíso y no oía las voces de la tierra.
– Reniega de Dios -volvió a gritar el rey- y ordenaré a mi pueblo que caiga a tus pies y te adore.
– No tienes otro poder -le respondió entonces el profeta- que el de matar mi cuerpo. No puedes tocar mi alma ni ahogar mi voz. Ambas son inmortales. Una asciende a Dios y la otra, mi voz, quedará gritando eternamente en la tierra.
En seguida la muerte llegó en un carro de fuego, con una corona de cedro dorada sobre los cabellos, y se lo llevó.
Jesús se levantó; sus ojos brillaban. Un carro de fuego se había detenido ante él.
– Compañeros -dijo mirando a sus discípulos uno por uno-, amados compañeros de camino, escuchad, si me amáis, lo que os diré esta noche. Estad siempre en pie de guerra, estad siempre prontos. Los que tenéis sandalias, con vuestras sandalias; los que tenéis bastón, con vuestro bastón; estad siempre prontos para el gran viaje. ¿Qué es el cuerpo? La tienda del alma. Es preciso que podáis decir a cada instante: «¡Levantamos la tienda y partimos!» Partimos de regreso a nuestra patria. ¿Qué patria? ¡El cielo! Compañeros, también quería deciros esto esta noche: cuando os halléis ante la tumba de un ser querido no derraméis lágrimas. Tened siempre presente este gran consuelo: la muerte es la puerta de la eternidad. No existe otra. El ser querido no está muerto. Se transformó en un ser inmortal.
XXVII
Desde el alba y durante todo el día, pero mucho más de noche, cuando nadie la veía, la primavera se abría paso suavemente en la tierra y las piedras, y ascendía desde el suelo de Israel. En una noche las llanuras de Sarón, en Samaría, y de Esdrelón, en Galilea, se cubrieron de margaritas amarillas y de lirios silvestres. Y entre las severas piedras de Judea brotaron, como gruesas gotas de sangre, efímeras anémonas rojas. Las vides se cubrieron de yemas, y en cada yema verde con punta de carmín se reunían, para lanzarse a la luz, los granos verdes, las uvas y el vino nuevo; y aún más profundamente, en el corazón de cada yema, las canciones de los hombres. Junto a cada hojita había un ángel de la guarda que la ayudaba a crecer. Podría pensarse que volvían los primeros días de la creación, cuando cada palabra de Dios que caía sobre las tierras recién nacidas fecundaba árboles, flores silvestres y verdor.
En el pozo de Jacob, al pie de la montaña sagrada, el Garizim, la samaritana llenó aquella mañana el cántaro y miró a lo lejos, hacia la ruta de Galilea, como si esperara ver aparecer al joven pálido que un día le había hablado de un agua inmortal. Ahora, en primavera, la viuda libertina había descubierto aún más sus senos cubiertos de sudor.
En aquella noche primaveral el alma inmortal de Israel se metamorfoseaba para convertirse en mariposa, para ir a posarse en la ventana abierta de cada joven judía y cantar hasta el alba sin dejarla dormir. «¿Por qué duermes sola? -cantaba la noche, reprendiéndola cariñosamente-. ¿Para qué crees que te di largos cabellos, hermosos senos y caderas anchas y redondas?
Levántate, ponte las joyas, asómate a la ventana, párate temprano en el umbral de tu puerta, toma el cántaro y ve al pozo. Guiña el ojo a los jóvenes hebreos casaderos que encuentres en el camino y dame hijos. Nosotros los hebreos tenemos muchos enemigos, pero mientras mis hijas tengan hijos, yo seré inmortal. En la tierra de Israel odio los campos sin labrar, los árboles sin podar y las vírgenes.»
Y en el Hebrón guardado por Dios, en el desierto de Idumea, en torno de la tumba sagrada de Abraham, los jóvenes hebreos jugaban al Mesías apenas se despertaban. Se habían hecho arcos de mimbre, lanzaban flechas de caña hacia el cielo y pedían a gritos que descendiera al fin el rey de Israel, el Mesías, empuñando una larga espada y luciendo un casco de oro. Habían extendido sobre la tumba sagrada una piel de oveja, para hacerle un trono. Hasta le habían compuesto una canción y aplaudían para que apareciera. Súbitamente resonaron tras la tumba tambores y vítores y se vio aparecer, pavoneándose y con el rostro embadurnado y terrible, con barba y bigotes de cabello de maíz, rugiendo, al Mesías. Empuñaba una larga espada, hecha con una rama de datilera, y golpeaba en el hombro a todos los niños, que formaban fila, y todos caían degollados.
Al despuntar el día, en Betania, en la casa de Lázaro, Jesús no había cerrado aún los ojos. Su angustia había durado demasiado y no veía que ningún camino se abriera ante él, ningún camino, salvo la muerte. «De mí hablaban las profecías -pensaba-, hablaban de mí; soy el cordero que debe cargar con todos los pecados del mundo y que debe ser degollado la Pascua próxima. Deseo, ser degollado un poco antes, porque la carne es débil y no tengo confianza en ella: puede ceder en el último momento. Pero ahora aún siento mi alma firme y puedo afrontar la muerte… ¡Ah, que se alce cuanto antes el día!, ¡iré al Templo y acabaré hoy mismo con todo!»
Se había decidido y su espíritu se apaciguó. Cerró los ojos, se durmió y tuvo un sueño. El cielo era un jardín cercado con rejas y poblado por fieras. El mismo era una fiera y jugaba con las otras. Y mientras jugaba, saltó el cercado y cayó en la tierra. Al verlo, los hombres se aterrorizaron y las mujeres lanzaron gritos y salieron a buscar a sus hijos a las calles para que la fiera no los devorara. Los hombres cogieron lanzas, piedras y espadas y lo persiguieron… La sangre chorreaba por todo su cuerpo y de pronto cayó de bruces en tierra. Entonces le rodearon unos jueces; lo iban a juzgar. No eran hombres, sino zorros, perros, puercos y lobos. Lo juzgaron y le condenaron a muerte. Pero cuando lo llevaban al suplicio se acordó de que no podía morir, que era una fiera del cielo, inmortal. Nada más recordarlo, una mujer, que le pareció María Magdalena, le cogió de la mano y le sacó de la ciudad: «No vayas al cielo -le dijo-. Ha llegado la primavera: quédate con nosotros…» Caminaron durante mucho tiempo y llegaron a las fronteras de Samaría, donde apareció la samaritana con el cántaro al hombro. Le dio de beber y luego le cogió a su vez de la mano y le condujo a las fronteras de Galilea. Allí, bajo los olivos en flor, apareció su madre, con la cabeza envuelta en un pañuelo negro; lloraba. María vio la sangre que bañaba el cuerpo de Jesús, sus heridas y una corona de espinas en su cabeza. Alzó los brazos al cielo y exclamó: «¡Así como tú me atormentaste, Dios te atormentará! Has hecho correr mi nombre de boca en boca y los hombres claman contra la injusticia que cometes. Te rebelaste contra la Patria, la Ley y el Dios de Israel. No has temido a Dios ni te has avergonzado ante los hombres. ¡No pensaste en tu madre ni en tu padre, y yo te maldigo!»