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– Lo que tampoco tiene fin es la insensatez de Pedro -respondió uno de sus compañeros, un pescador de barba enmarañada y mirada salvaje, y se echó a reír-. No te enfades, Pedro, pero ya tienes pelos blancos y aún no has adquirido juicio. En un segundo te inflamas y te extingues como paja. ¿No fuiste tú, acaso, el que fue a buscarnos, el que corría como un loco de un caique a otro gritando: «¡Vamos, hermanos! ¡No todos los días se ven milagros! ¡Vayamos a Nazaret para verlo!»? Y ahora que has recibido un par de palos en las costillas, cambias de cantilena y dices: «¡Vámonos, compañeros, vámonos!» ¡No en balde te llaman Veleta!

Dos o tres pescadores que lo oían se echaron a reír. Un pastor, que olía a chivo, alzó el cayado y dijo:

– No le molestéis, Santiago, aunque sea una veleta. Es el mejor de todos nosotros; tiene un corazón de oro.

– Un corazón de oro, tienes razón, Felipe -dijeron todos- para halagar y calmar a Pedro. Este, furioso, resoplaba. Aguantaba todo, pero no quería que le llamaran Veleta. Quizá lo fuera, pues el menor soplo de viento le hacía cambiar de dirección, pero no lo hacía por miedo, lo hacía porque tenía buen corazón. Santiago vio el rostro ceñudo de Pedro y se apenó. Lamentó haber hablado con ligereza a su amigo, mayor que él, y dijo, para desviar la conversación:

– Dime, Pedro, ¿qué es de tu hermano Andrés? ¿Está siempre en el desierto del Jordán?

– Siempre, siempre -respondió Pedro y suspiró-. Parece que ya se hizo bautizar y que también él come langostas y miel silvestre, como su maestro. Que Dios me trate de embustero si no lo vemos dentro de poco recorriendo las aldeas y gritando: «¡Arrepentíos! ¡Arrepentíos! ¡El reino de los cielos está próximo!» como los otros. ¿Qué reino de los cielos? ¡No tenemos vergüenza!

Santiago sacudió la cabeza, frunció el poblado entrecejo y dijo: -Creo que lo mismo le ocurre a mi hermano Juan. También él fue al Monasterio del desierto de Genezaret para hacerse monje. Al parecer, no nació para ser pescador y me ha dejado completamente solo con dos ancianos y cinco barcas. Es para desesperarse.

– Veamos, ¿acaso le faltaba algo a aquel insensato? Poseía todos los bienes que puede conceder el cielo. ¿Qué le picó en la flor de la juventud? -preguntó el pastor Felipe, al tiempo que se regocijaba secretamente al ver que los ricos también tienen un gusano que les corroe.

– De pronto comenzó a ponerse nervioso -respondió Santiago-. Se revolvía toda la noche en la cama como los adolescentes que necesitan una mujer.

– ¡Pues bien! ¡Que se casara! Nunca faltan muchachas hermosas.

– Decía que no deseaba a ninguna mujer.

– Entonces, ¿de qué se trataba?

– Deseaba, como Andrés, el reino de los cielos.

Los pescadores estallaron en carcajadas.

– Y vivir feliz y comer perdices -dijo un viejo pescador y se restregó las manos callosas con una sonrisa maligna.

Cuando Pedro abría la boca para hablar, oyéronse gritos roncos: «¡El crucificador! ¡El crucificador! ¡Ahí viene!»

Los rostros se volvieron, turbados. Allá a lo lejos en el camino apareció el hijo del carpintero, que trepaba la colina cargado con la cruz, tambaleándose y jadeante.

– ¡El crucificador! ¡El crucificador! ¡El traidor! -rugió el pueblo.

Los dos gitanos observaron desde la cima de la colina la cruz que llegaba y se pusieron en pie de un salto, gozosos. El sol los había quemado. Escupieron en sus manos, tomaron las azadas y comenzaron a cavar un foso. Habían colocado junto a ellos, sobre una piedra, los clavos macizos de ancha cabeza. Les habían ordenado tres, pero ellos habían forjado cinco.

Los hombres y las mujeres habían formado una cadena asiéndose de las manos para impedir el paso del crucificador. Magdalena se separó de la muchedumbre y clavó la mirada en el hijo de María, que subía. Su corazón se henchía de pena. Se acordaba de sus juegos, cuando ambos eran aún niños. El tenía tres años y ella cuatro. ¡Qué goces profundos, inconfesables, qué dulzura indecible habían saboreado! Ambos sentían por primera vez, de un modo muy profundo y muy oscuro, que uno de ellos era un hombre y la otra una mujer, que formaban, diríase, dos cuerpos que antes habían sido uno solo. Un Dios despiadado los había separado y ahora las dos partes habían vuelto a encontrarse y ansiaban reunirse, volver a formar un solo cuerpo. A medida que crecían, sentían cada vez con mayor claridad aquella maravilla de que uno de ellos fuera hombre y el otro mujer, y se miraban con mudo terror. Como dos fieras, esperaban que su hambre fuera absoluta, que sonara la hora de lanzarse el uno sobre el otro para volver a unir por sí mismos lo que Dios había separado. En Cana, una noche de fiesta, en el momento en que el amado alargaba la mano para ofrecerle la prenda de los esponsales, la rosa, el Dios despiadado se había abatido sobre ellos y los había separado nuevamente; y luego…

Los ojos de Magdalena se llenaron de lágrimas. Avanzó unos pasos; el portador de la cruz pasaba frente a ella.

Se inclinó sobre él y su cabellera perfumada rozó los hombros desnudos y ensangrentados del hombre.

– ¡Crucificador! -gritó con voz estrangulada, ronca. Temblaba.

El joven se volvió. Durante un instante clavó en ella sus grandes ojos afligidos. Un temblor convulsivo se agitaba en torno de sus labios y su boca se contrajo. Pero bajó enseguida la cabeza y Magdalena no pudo saber si aquel rostro reflejaba sufrimiento, pavor o una sonrisa. Aún inclinada sobre él y respirando apenas, Magdalena le dijo:

– ¿No tienes vergüenza? ¿No te acuerdas? ¿Cómo has caído tan bajo?

Poco después, como si hubiese oído su voz contestándole, le gritó:

– No, no; no es Dios, desgraciado; no es Dios, es el demonio.

Entretanto, el pueblo se había adelantado para interceptarle el paso. Un anciano alzó su bastón y lo descargó sobre él; dos boyeros, que habían bajado del monte Tabor para presenciar el milagro, le clavaron sus aguijadas en las nalgas. Barrabás sentía que el hacha se agitaba en su mano. El viejo rabino vio a su sobrino en peligro, se dejó caer de los hombros del pelirrojo y corrió a protegerle.

– ¡Deteneos, hijos míos! -gritó-. ¡No obstruyáis el camino de Dios! ¡Es una gran falta! ¡No impidáis que se consuma lo que está escrito! La cruz ha de pasar porque la envía Dios. Que los gitanos preparen los clavos, que el enviado de Adonay suba a la cruz, no tengáis miedo, tened confianza. Tal es la ley de Dios: es preciso que el puñal entre en la carne hasta el hueso. ¡De lo contrario, el milagro no puede producirse! Escuchad a vuestro anciano rabino. Hijos míos, os digo la verdad: si el hombre no llega al borde del precipicio, no le crecen alas en los hombros.

Los boyeros retiraron sus aguijadas, las piedras cayeron de los puños cerrados y el pueblo se apartó para despejar el camino de Dios. El hijo de María pasó cargado con la cruz y tambaleándose. A lo lejos, en los olivares, se oyó el chirrido de las cigarras, que parecía aserrar el viento. Un perro hambriento por carnicero ladró de alegría en la cima de la colina, y más lejos, en medio de la muchedumbre, una mujer cuya cabeza estaba envuelta en un pañuelo violeta lanzó un grito y se desvaneció.

Pedro estaba ahora de pie, con la boca abierta y los ojos agrandados; miraba al hijo de María. Lo conocía. La casa paterna de María, en Cana, quedaba enfrente de la casa paterna de Pedro; y sus ancianos padres, Joaquín y Ana, eran amigos de infancia de los padres de aquél. Eran santos, los ángeles frecuentaban regularmente su pobre morada, y en cierta ocasión los vecinos vieron al propio Dios, disfrazado de mendigo, que traspasaba de noche el umbral de la casa; habían comprendido que era Dios porque la casa de Joaquín y de Ana se puso a vibrar como si hubiera entrado en ella un temblor de tierra. Nueve meses más tarde tuvo lugar el milagro: a los sesenta años la vieja Ana dio a luz a María. Pedro no debía tener aún cinco años pero recordaba la alegría que había estallado y que toda la aldea se había puesto en movimiento y había corrido a felicitarla. Todo el mundo llevaba algo: leche, harina, dátiles, miel, ropitas para la niña. Y la madre de Pedro, que había sido la partera, ponía agua a calentar, echaba sal en ella y lavaba a la recién nacida, que lloraba… Y ahora, he aquí que el hijo de María pasa ante él cargado con la cruz y todos le lanzan escupitajos y piedras… Lo miraba, lo miraba y su corazón se afligía. ¡Qué desgraciado destino el de aquel hombre! El Dios de Israel, despiadado, eligió al hijo de María para fabricar cruces en las que fuesen crucificados los profetas. «Es todopoderoso -pensaba Pedro estremeciéndose-, es todopoderoso; habría podido elegirme a mí, pero tuve suerte. Eligió al hijo de María.» Súbitamente el corazón conturbado de Pedro se apaciguó. Sintió de pronto una profunda gratitud por el hijo de María, que había asumido el pecado y lo había cargado sobre sus débiles hombros.