– Seguro que se enfadó -respondió Juan-. Nuestra madre no debió haberle pedido eso.
– ¿Por qué no? ¿Sería acaso justo que nos dejara de lado y prefiriera a Judas Iscariote? ¿No notaste que en los últimos días se hablan en secreto y siempre están juntos? Abre los ojos, Juan; ve a hablarle para que nadie nos perjudique. Pronto llegará el momento del reparto de honores.
Pero Juan sacudió la cabeza y dijo:
– Hermano, está muy triste. Parecería que se encamina a la muerte.
«Querría saber -pensaba Mateo, que caminaba solo detrás de los otros- lo que va a ocurrir ahora. Los profetas no lo explican con claridad. Unos hablan de un trono y los otros de muerte. ¿Cuál de las dos profecías se cumplirá? Sólo se puede explicar una profecía cuando el acontecimiento ha tenido lugar. Sólo entonces comprendemos qué quiso decir el profeta. Tengamos paciencia y veamos qué ocurre… Esta noche escribiré los acontecimientos del día para no correr el peligro de equivocarme.»
Entretanto, la buena nueva había llegado velozmente a las aldeas vecinas y a las cabañas esparcidas en los olivares y los viñedos. Los campesinos acudían de todas partes y extendían en tierra sus mantos, y lo propio hacían las campesinas con sus pañuelos, para que el profeta pasara sobre ellos… Habíase reunido una multitud de tullidos, leprosos e indigentes. Cada poco, Jesús volvía la cabeza para echar una mirada a su ejército. Súbitamente le invadió la sensación de una gran soledad. Se volvió y gritó:
– Judas!
Pero el discípulo de corazón duro caminaba a la cola y no lo oyó.
– Judas! -volvió a repetir Jesús, desesperado.
– ¡Aquí estoy! -respondió el pelirrojo e hizo a un lado a los discípulos para avanzar.
– ¿Qué quieres de mí, maestro?
– ¡No me dejes solo, hermano Judas! -repitió Jesús.
– ¡No te preocupes, que no te abandonaré, maestro!
– Quédate a mi lado, Judas. Hazme compañía.
– ¿Por qué iba a dejarte, maestro? ¿Acaso no nos hemos puesto de acuerdo? -dijo. Arrancó la soga de las manos de Pedro y condujo a la bestia.
Acercábanse al fin a Jerusalén. La ciudad santa se mostró en lo alto de la montaña de Sión, completamente blanca bajo el sol implacable. Pasaron por un villorrio en el que se escuchaban de uno al otro extremo tranquilas y dulces lamentaciones, como la cálida lluvia primaveral.
– ¿A quién lloran? ¿Quién murió? -preguntó Jesús estremeciéndose. Pero los campesinos que le seguían se echaron a reír.
– No te preocupes, maestro. No murió nadie. Son las muchachas de la aldea que trabajan en el molino y entonan lamentaciones.
– ¿Pero por qué?
– Para acostumbrarse, maestro. Para saber cómo han de lamentarse cuando llegue el momento de hacerlo.
Subieron la cuesta pedregosa e ingrata y entraron en la ciudad devoradora de hombres. Infinidad de hombres que formaban pequeños rebaños tumultuosos, abigarrados, provenientes de todos los rincones del mundo, cada uno de los cuales llevaba los perfumes y los hedores de su país, caían unos en brazos de otros y se besaban. Era la antevíspera de la fiesta inmortal y todos los judíos se sentían hermanos. Vieron a Jesús montado en el humilde borrico y seguido por una turba que agitaba ramos de laurel y se echaron a reír:
– ¿Quién es ése? ¿Otro ridículo profeta?
Los leprosos, los tullidos y los indigentes alzaban el puño y amenazaban:
– Ya veréis, ya veréis. ¡Es Jesús de Nazaret, el rey de los judíos!
Jesús se apeó y subió de dos en dos las gradas del Templo. Llegó al pórtico de Salomón y se detuvo. Miró a su alrededor: habían levantado tiendas y había allí una multitud de hombres y mujeres que vendían, compraban, regateaban, discutían, elogiaban sus baratijas, había allí mercaderes, cambistas, taberneros y prostitutas. Jesús sintió una amargura infinita y un furor sagrado se apoderó de él. Alzó el bastón y pasó ante las tiendas, los baratillos y los puestos derribando las mesas y golpeando a los mercaderes.
– ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! -gritaba agitando la aguijada. En él ascendía una súplica apenas murmurada y amarga… «Señor, Señor, que ocurra cuanto antes lo que decidiste. No te pido otro favor: que ocurra cuanto antes, mientras aún pueda soportarlo.»
La muchedumbre de andrajosos y enfermos se lanzó tras el maestro y gritó también, enfurecida:
– ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! -al tiempo que saqueaba los puestos.
Jesús se detuvo en el pórtico principal, que daba al valle del Cedrón. Hilillos de humo salían de todo su cuerpo, sus largos cabellos color de azabache se agitaban sobre sus hombros y sus ojos despedían llamas.
– ¡He venido para incendiar el mundo! -gritó-. Juan proclamaba en el desierto: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡Se acerca el día del Señor!» Y yo os digo: ¡ya no tenéis tiempo de arrepentíos porque ha llegado el día del Señor! ¡Yo soy el día del Señor! Juan bautizaba en el desierto con agua y yo bautizo con fuego. Bautizo a los hombres, a las montañas, las ciudades, los navíos, y ya veo cómo arde el fuego por los cuatro costados de la tierra, por los cuatro costados del alma, y me regocijo. ¡Ha llegado el día del Señor, mi día!
– ¡El fuego! ¡El fuego! -vociferaba la muchedumbre-. Prendamos fuego al mundo, quemémoslo.
Los levitas cogieron lanzas y espadas, y Santiago, el hermano de Jesús, se puso a la cabeza del grupo con sus medallas colgadas del cuello. Se arrojaron sobre Jesús para capturarlo, pero el pueblo, enfurecido, les hizo frente. Los discípulos se envalentonaron y cayeron a su vez sobre los levitas, lanzando rugidos. En lo alto de la torre del Palacio los centinelas romanos los miraban y reían.
Pedro cogió en una tienducha una antorcha encendida y gritó:
– ¡Caigamos sobre ellos, hermanos! ¡La hora ha llegado, compañeros!
Mucha sangre habría corrido en los patios del palacio de Dios si las trompetas de los romanos, amenazantes, no hubieran sonado en lo alto de la torre de Pilatos.
El sumo sacerdote Caifas salió del Templo y ordenó a los levitas que abandonaran la lucha. El mismo, con la suma habilidad que le caracterizaba, había tendido una celada al rebelde, el cual iba a caer en ella con toda seguridad y sin escándalo.
Los discípulos habían rodeado a Jesús y lo miraban con angustia. ¿No iba a dar la señal? ¿Qué esperaba? ¿Hasta cuándo esperaría? ¿Por qué tardaba, por qué, en lugar de alzar la mano y hacer un signo al cielo, miraba al suelo? El podía no tener prisa, pero ellos eran pobres, lo habían sacrificado todo y había llegado la hora de recibir el pago de sus penurias.
– Maestro -dijo Pedro, excitado-, decídete. ¡Da la señal!
Inmóvil, Jesús había cerrado los ojos; el sudor bañaba su frente. «Tu día se acerca, Señor, y llega el fin del mundo. Yo lo traeré a la tierra, lo sé; yo lo traeré, sí, pero con mi muerte…», se repetía el hijo de María para infundirse valor.
Santiago se acercó a él; le tocó el hombro para hacerle abrir los ojos y lo sacudió:
– Si no das ahora la señal -dijo-, estamos perdidos. Lo que has hecho hoy significa la muerte.
– Sí, significa la muerte -intervino Tomás-; pero nosotros no queremos morir.
– ¡Morir! -exclamaron Felipe y Natanael en el colmo de la angustia-. ¡Pero si nosotros hemos venido aquí para ser reyes!…
Juan apoyó la cabeza en el pecho de Jesús y dijo:
– Maestro, ¿en qué piensas?
Pero Jesús lo rechazó y dijo:
– Judas, ven, acércate -y se apoyó en el brazo robusto del pelirrojo.
– Valor, maestro -le murmuró Judas-. Ha llegado la hora; no nos cubramos de vergüenza.
Santiago miraba a Judas con odio. Antes, el maestro jamás posaba los ojos en él, y ahora ¿qué significaban aquella amistad y aquellos conciliábulos secretos?
– Traman algo entre los dos… ¿Qué dices tú, Mateo?