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– Yo no digo nada. Me limito a escuchar lo que vosotros decís y a ver lo que hacéis; luego lo escribo. Ese es mi trabajo.

Jesús apretó el brazo de Judas. Por un instante padeció vértigo. Judas lo sostuvo y le preguntó:

– ¿Estás fatigado, maestro?

– Sí, estoy fatigado.

– Acuérdate de Dios y descansarás -le dijo el pelirrojo.

Jesús se recuperó y, volviéndose hacia los discípulos, dijo:

– Vamos.

Pero los discípulos vacilaban. No querían irse. ¿Adonde iban a ir? ¿Otra vez a Betania? ¿Hasta cuándo? Estaban hartos de aquellas idas y venidas.

– Creo que se burla de nosotros -dijo Natanael en voz baja a su amigo-. ¡Yo no voy a ninguna parte!

Tras ellos, los levitas y fariseos reventaban de risa. Un levita joven, feo y jorobado, arrojó un tomate que dio en pleno rostro de Pedro.

– ¡Buena puntería, Saúl! -gritaron algunos-. ¡Diste en el centro del blanco!

Pedro quería volverse y abalanzarse sobre el levita, pero Andrés lo detuvo:

– Ten paciencia, hermano -le dijo-; ya llegará nuestro desquite.

– ¿Y cuándo será eso? -murmuró Pedro-. ¿No ves en qué estado nos encontramos?

Humillados, silenciosos, se pusieron en marcha. El pueblo que les había seguido se había dispersado lanzando blasfemias. Ya nadie le seguía, ya nadie extendía sus harapos en tierra para que el maestro pasara sobre ellos. Ahora era Felipe quien tiraba de la borrica y Natanael quien asía la cola de la bestia. Ambos querían devolvérsela cuanto antes a su dueño para no tener problemas.

El sol quemaba y soplaba un viento caliente; se alzó una polvareda y se sofocaron. Al acercarse a Betania vieron de pronto, ante ellos, a Barrabás y a dos de sus compañeros, dos hombretones salvajes de tupidos bigotes:

– ¿Adonde lleváis a vuestro maestro? -les gritó Barrabás-. ¡Que Dios nos ayude; está muerto de miedo!

– ¡Lo llevan a casa de Lázaro para que lo resucite! -respondieron sus compañeros, estallando en sonoras carcajadas.

Cuando llegaron a Betania y entraron en la casa, encontraron al anciano rabino agonizante. Las mujeres, sentadas a su cabecera, asistían, silenciosas e inmóviles, a su agonía. Sabían que nada podían hacer para devolverle a la vida. Jesús se acercó y posó la mano en la frente del anciano. El rabino sonrió, pero no abrió los ojos.

Los discípulos se sentaron en el patio. Destilaban amargura y callaban. Jesús hizo una señal a Judas:

– Hermano Judas, ha llegado el momento. ¿Estás preparado?

– Sí, maestro, siempre estoy preparado para servirte. ¿Por qué me eliges a mí?

– Tú eres el más fuerte, ya lo sabes. Los otros son flojos. ¿Fuiste a hablar con el sumo sacerdote Caifas?

– Le hablé. Quiere saber dónde y cuándo.

– Dile que será la noche de Pascua, después de la comida pascual, en Getsemaní. Ten valor, hermano Judas. Yo también me infundo ánimo.

Judas meneó la cabeza sin pronunciar palabra alguna. Salió a la calle y esperó la salida de la luna.

– ¿Qué ocurrió en Jerusalén? -preguntó la anciana Salomé a sus hijos-. ¿Qué os pasa? ¿Por qué no habláis?

– Creo, madre, que hemos edificado sobre arena -respondió Santiago-. ¡Creo que nos hemos dejado engañar!

– ¿Y el maestro? ¿Y los esplendores? ¿Y las vestiduras de seda recamadas de oro, y los tronos? ¿Me engañó, entonces? -preguntaba la anciana; miraba a sus hijos, movía las manos, pero ninguno de los dos le respondía.

La luna apareció triste y completamente redonda sobre los montes de Moab. Se detuvo un instante en la cresta de la montaña, indecisa. Miró el mundo y bruscamente se desprendió de la montaña y comenzó a ascender. El villorrio de Lázaro, sumergido hasta entonces en la oscuridad, pareció recibir súbitamente una mano de cal y comenzó a brillar, completamente blanco.

Se alzó el día y los discípulos rodearon al maestro. Jesús no les hablaba; los miraba, uno por uno, como si los viera por primera y última vez. Hacia mediodía despegó los labios:

– Deseo, compañeros, festejar con vosotros la santa Pascua. Es el día en que nuestros antepasados partieron, dejando a sus espaldas la tierra de la servidumbre, y entraron en la libertad del desierto. En este día de Pascua nosotros también salimos por primera vez de otra servidumbre para entrar en otra libertad. ¡Que los que tienen oídos oigan!

Todos callaban. Aquellas palabras eran oscuras. ¿Cuál era la nueva libertad? No comprendían. Al cabo de un momento, dijo Pedro:

– Comprendo una cosa, maestro. No se concibe la Pascua sin un cordero. ¿Dónde encontraremos el cordero?

En el rostro de Jesús se dibujó una sonrisa triste y respondió: -El cordero está listo, Pedro. En este momento él mismo va a hacerse degollar para que los pobres del mundo festejen la nueva Pascua. No te preocupes por el cordero.

Lázaro, que permanecía sentado en un rincón y no hablaba, se levantó, posó la mano esquelética en el pecho, y dijo a Jesús:

– Maestro, te debo la vida que, por mala que sea, es preferible a las tinieblas de la muerte. Yo seré, pues, quien os ofrezca el cordero pascual. Tengo un amigo pastor en la montaña e iré a pedirle un cordero.

Los discípulos lo miraron estupefactos. ¿De dónde había sacado fuerzas aquel hombre medio vivo y medio muerto para levantarse y avanzar hacia la puerta? Sus dos hermanas corrieron para impedirle que saliera, pero Lázaro las rechazó, tomó una caña para apoyarse en ella y franqueó el umbral.

Se internó en las callejuelas del villorrio; las puertas se abrían a su paso, asomábanse las mujeres, asustadas, aterradas, y se admiraban de que sus piernas delgadísimas pudieran andar y de que su cintura, que se doblaba, no se quebrara. Sufría, pero se infundía valor y a veces intentaba silbar para demostrar que había rejuvenecido, si bien sus labios no llegaban a juntarse bien. Renunció, pues, a silbar y, serio, comenzó a subir la montaña en dirección al redil de su amigo.

Aún no había avanzado un tiro de piedra cuando vio a Barrabás erguido ante él entre las retamas floridas. Hacía muchos días que rondaba por la aldea, esperando aquel momento, esperando que el maldito resucitado sacara las narices de su casa para hacerlo desaparecer e impedir que, al verlo, los hombres recordarán el milagro. El hijo de María se había vuelto muy presuntuoso desde el día que lo resucitara. ¡Debía hundirlo de nuevo en la tumba para que volviera a reinar la paz en su espíritu!

– ¡Eh, desertor del Infierno! -le gritó-. Al fin te encuentro. Dime, en nombre del cielo ¿cómo te fue allá abajo? ¿Qué vale más, la vida o la muerte?

– Son poco más o menos la misma cosa -respondió Lázaro. Iba a seguir su camino, pero Barrabás extendió el brazo y le impidió avanzar.

– Perdóname, viejo espectro -dijo-, pero llega la Pascua y, como no tengo ningún cordero, juré a Dios esta mañana que degollaría, a modo de cordero, al primer ser vivo que me saliera al paso, para festejar la Pascua como todo el mundo. Alarga entonces el pescuezo… Tienes suerte, eres una víctima ofrecida a Dios.

Lázaro se puso a chillar. Barrabás lo tomó del cuello, pero se asustó. Había asido algo muy blando, como algodón; más blando aún, casi como aire. Las uñas de Barrabás se hundían en el cuello de Lázaro sin que brotara ni una gota de sangre. «¿Será, acaso, un fantasma?», pensó; su rostro picado de viruelas palideció.

– ¿Te duele? -le preguntó.

– No -respondió Lázaro al tiempo que libertaba el cuello de los dedos de Barrabás.

– ¡Espera! -rugió Barrabás y lo cogió de los cabellos, pero éstos y el cuero cabelludo se desprendieron del cráneo, el cual resplandeció amarillento bajo el sol.

– ¡Maldito seas! -murmuró Barrabás, temblando-. ¿No serás de verdad un fantasma? -Lo cogió del brazo derecho y comenzó a zarandearlo-. Di que eres un fantasma y te soltaré.

Mientras lo zarandeaba, se quedó con el brazo de Lázaro en la mano. El terror se apoderó de Barrabás, quien arrojó el brazo descompuesto en las retamas floridas y escupió, repugnado. El miedo le puso los pelos de punta. Empuñó el cuchillo; quería matarlo de una vez por todas y acabar con él. Lo cogió con precaución por la nuca, le apoyó el cuello en una piedra e intentó degollarlo. Clavaba y clavaba pero el cuchillo no penetraba, como si se las viera con una madeja de lana. A Barrabás se le heló la sangre en las venas. «¿Habré degollado a un muerto?», pensó. Echó a andar cuesta arriba, pero vio que Lázaro aún se movía y temió que su maldito amigo lo encontrara y volviera a resucitarlo. Dominó su pavor, lo cogió por pies y manos y lo retorció como a una sábana mojada; luego lo sacudió. Las vértebras se quebraron y el cuerpo de Lázaro quedó escindido por la cintura en dos pedazos. Barrabás los escondió bajo las retamas y huyó a todo correr. Era la primera vez en su vida que sentía miedo y no se atrevía a volverse.