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Natanael meneó la cabezota y murmuró:

– Tomamos un mal camino para ir a la inmortalidad. Tendremos problemas allá abajo, entre los muertos… ¡Acordaos de lo que os digo!

Jerusalén se erguía ahora ante ellos recortada contra el cielo, inundada de luna, completamente blanca y transparente como un fantasma.

Parecía que las casas se hubieran desprendido de la tierra y flotaran a la luz de la luna. Oíase, cada vez con mayor claridad, el doble rumor de los hombres que salmodiaban y el de las bestias que eran degolladas.

Pedro y Juan los esperaban ante la puerta oriental. Sus rostros resplandecían a la luz de la luna. Les salieron gozosos al encuentro.

– Todo ocurrió como tú habías previsto, maestro. Las mesas están preparadas. ¡Entra, vamos a comer!

– En cuanto al dueño de casa -dijo Juan, riendo-, desapareció después de haberlo preparado todo.

Jesús sonrió y dijo:

– El que el huésped desaparezca es una muestra de suprema hospitalidad.

Todos apuraron el paso. Las calles estaban llenas de gente, de linternas encendidas y de ramos de mirto. Tras las puertas cerradas resonaba, triunfal, el salmo de la Pascua:

«¡Aleluya!

Cuando Israel salió de Egipto,

la casa de Jacob de un pueblo bárbaro,

se hizo Judá su santuario,

Israel su dominio.

Lo vio la mar y huyó,

retrocedió el Jordán,

los montes brincaron lo mismo que carneros,

las colinas como corderillos.

Mar, ¿qué es lo que tienes para huir, y tú, Jordán, para retroceder, montes, para saltar como carneros, colinas, como corderillos?

¡Tiembla, tierra, ante la faz del Dueño, ante la faz del Dios de Jacob, aquel que cambia la peña en un estanque, y el pedernal en una fuente!»

Los discípulos pasaban ante las casas y entonaban a su vez el salmo pascual; Pedro y Juan les señalaban el camino. A excepción de Jesús y de Judas, todos habían olvidado sus inquietudes y sus temores y corrían hacia las mesas servidas.

Pedro y Juan se detuvieron, empujaron una puerta marcada con la sangre del cordero degollado y entraron, seguidos de Jesús y de la hambrienta escolta. Cruzaron el patio, subieron una escalera de piedra y llegaron al primer piso. Las mesas estaban preparadas y tres candelabros de siete brazos iluminaban el cordero, el vino, el pan ázimo y los aperitivos. Iluminaban también los bastones que debían empuñar mientras comían, como si se dispusieran a emprender un largo viaje.

– Estamos encantados de verte -dijo Jesús. Alzó la mano y bendijo al huésped invisible.

Los discípulos rieron:

– ¿A quién saludas, maestro?

– Al Invisible -respondió Jesús, y los miró, uno por uno, severamente. Luego tomó una ancha servilleta y un cuenco de agua, se arrodilló y comenzó a lavar los pies a sus discípulos.

– ¡Maestro, no permitiré que me laves los pies! -exclamó Pedro.

– Si no te lavo los pies, Pedro, no entrarás conmigo en el reino de los cielos.

– Entonces puedes lavarme no sólo los pies sino las manos y la cabeza -replicó Pedro.

Se sentaron en torno de las mesas. Tenían hambre pero ninguno de ellos se atrevía a alargar la mano para coger los manjares. Aquella noche el rostro del maestro era severo y sus labios reflejaban amargura. Jesús miró a los discípulos uno por uno, a Pedro que estaba a su derecha, a Juan que estaba a su izquierda, a todos. Y, frente a él, a su cómplice de rostro duro y roja barba.

– Ante todo -dijo-, bebamos agua salada para recordar las lágrimas que derramaron nuestros padres en la tierra de servidumbre.

Asió el cántaro lleno de agua salada, colmó hasta el borde la copa de Judas, luego vertió algunas gotas en las copas de los otros y por último llenó la suya.

– Acordémonos de las lágrimas, del sufrimiento y de la lucha que libra el hombre por su libertad -dijo, y vació de un sorbo su copa llena.

Los otros bebieron también e hicieron muecas. Judas vació su copa de un sorbo y luego se la mostró a Jesús y la invirtió. No quedaba ni una gota.

– Eres un valiente, Judas. Puedes soportar la mayor amargura.

Tomó el pan ázimo y lo repartió. Luego repartió el cordero. Cada cual alargó la mano y condimentó su ración con las hierbas amargas que prescribe la Ley: orégano y laurel. Luego rociaron la carne con una salsa roja en recuerdo de los ladrillos rojos que sus antepasados fabricaban durante su cautiverio. Comían rápidamente, como ordena la Ley, y cada cual empuñaba el bastón y mantenía un pie levantado, como si estuviera pronto para partir.

Jesús los miraba comer pero no comía. Empuñaba también el bastón y había alzado el pie derecho, pronto para el gran viaje. Todos callaban. Oíase sólo el crujido de las mandíbulas, el sonido producido por las lenguas que lamían los huesos y el chocar de las copas de vino. Por el tragaluz entraba la luna. La mitad de las mesas estaba bañada por su luz y la otra mitad permanecía sumergida en una penumbra violácea.

Después de un profundo silencio, Jesús despegó los labios y dijo:

– Fieles compañeros de camino, Pascua significa paso. Paso de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad. Pero la Pascua que festejamos esta noche tiene mayor trascendencia. La Pascua de esta noche quiere decir paso de la muerte a la inmortalidad. Yo parto antes que vosotros, compañeros, para abriros el camino.

Pedro se sobresaltó.

– Maestro -dijo-, vuelves a hablar de muerte. Una vez más tus palabras son como un puñal de doble filo. Si te amenaza alguna desgracia, habla francamente. Somos hombres.

– Es cierto; tus palabras son más amargas que esas hierbas amargas -dijo Juan-. Apiádate de nosotros y háblanos claramente.

Jesús tomó su ración de pan, que estaba intacta, y la repartió entre los discípulos.

– Tomad y comed -dijo-; éste es mi cuerpo.

Tomó también su copa llena de vino e hizo beber de ella a los discípulos.

– Tomad y bebed -dijo-; ésta es mi sangre.

Cada uno de los discípulos comió un bocado de pan y bebió un sorbo de vino y sintió que su espíritu vacilaba. El vino les pareció espeso, salado, como sangre, y el bocado de pan descendió a sus entrañas como una brasa. Súbitamente todos sintieron con terror que Jesús echaba raíces en ellos y devoraba sus cuerpos. Pedro apoyó los codos en la mesa y se echó a llorar. Juan se reclinó en el pecho de Jesús y balbuceó:

– Quieres partir, maestro, quieres partir… Partir… -No podía articular otras palabras.

– ¡No irás a ninguna parte! -gritó Andrés-. Anteayer dijiste: «¡Que el que no tenga puñal venda su manto para comprar uno!» Venderemos nuestras ropas y nos armaremos. ¡Y que entonces venga a tocarte la Muerte, si se atreve!

– Todos me abandonaréis -dijo Jesús. En su tono no había queja alguna-. Todos.

– ¡Yo nunca te abandonaré! -gritó Pedro, enjugándose las lágrimas-. ¡Nunca!

– Pedro, Pedro, antes de que cante el gallo renegarás de mí tres veces.

– ¿Yo? ¿Yo? -gimió Pedro golpeándose el pecho con los puños-. ¿Que yo renegaré de ti? Te seguiré hasta la muerte.

– Sentaos -dijo Jesús con voz tranquila-. Aún no ha llegado la hora. Este día de Pascua debo confiaros un gran secreto. ¡Abrid vuestros espíritus, abrid vuestros corazones y no os espantéis!

– Habla, maestro -murmuró Juan. Su corazón temblaba como una hoja de caña.

– ¿Habéis terminado de comer? ¿Ya no tenéis hambre? ¿Habéis dado satisfacción al cuerpo? ¿Puede al fin dejar a vuestra alma escuchar tranquilamente?

Todos estaban suspendidos de los labios de Jesús y temblaban.

– Amados compañeros -dijo-, adiós. ¡Parto!

Los discípulos lanzaron un grito y se precipitaron sobre Jesús para impedirle partir. Muchos de ellos lloraban, pero Jesús se volvió con tranquilidad hacia Mateo y le dijo:

– Mateo, tú sabes de memoria las escrituras. Ponte en pie y recítales en voz alta las palabras proféticas de Isaías a fin de que Sus corazones se templen. ¿Las recuerdas? «Se alzó ante los ojos del Señor como un arbolito raquítico…»