Contento, Mateo se puso en pie de un salto. Era jorobado, zambo, estaba marchito y sus dedos largos y delgados siempre mostraban manchas de tinta. Pero, de pronto, su joroba desapareció inexplicablemente, sus mejillas se colorearon, su cuello se volvió vigoroso y oyéronse resonar las palabras del profeta, llenas de fuerza y tristeza, en las altas paredes de la estancia:
«Creció como un retoño delante de él, como raíz de tierra árida. No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido, y él se humilló y no abrió la boca. Como un cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco él abrió la boca.»
– Es suficiente -dijo Jesús. Lanzó un suspiro y se volvió hacia sus compañeros, diciéndoles-: De mí, de mí habla el profeta Isaías. Yo soy el cordero; me conducen al matadero y no despegaré los labios. -Calló, para añadir poco después-: Desde el día de mi nacimiento me conducen al matadero.
Confundidos y despavoridos, los discípulos se miraban. Se esforzaban por comprender el sentido de las palabras del maestro y súbitamente, todos a la vez, reclinaron el rostro en las mesas y comenzaron a lamentarse.
Durante algunos instantes también tembló el corazón de Jesús. ¿Cómo podía abandonar a sus compañeros deshechos en llanto? Alzó los ojos y vio a Judas. Este mantenía clavados desde hacía un buen rato sus ojos azules y duros en Jesús. Había adivinado el conflicto que se desencadenaba en el alma del maestro y sabía hasta qué punto el amor podía paralizar sus fuerzas. Por algunos segundos las dos miradas se encontraron y lucharon. Una era severa e implacable y la otra implorante y desolada. Jesús sacudió la cabeza, sonrió amargamente a Judas y se volvió de nuevo hacia los discípulos.
– ¿Por qué lloráis? -les dijo-. ¿Por qué teméis la muerte, que es el más compasivo de los arcángeles de Dios, el que más ama a los hombres? Es preciso que yo padezca martirio, que sea crucificado y muera. Pero a los tres días me levantaré de la tumba, subiré al cielo y me sentaré a la diestra de mi Padre.
– ¿Nos volverás a abandonar? -exclamó Juan, sin poder contener las lágrimas-. Llévame contigo a la muerte y luego al cielo, maestro.
– La faena también es dura en la tierra, amado Juan. Es menester que vosotros permanezcáis aquí porque aquí deberéis cumplir vuestra misión. ¡Combatid en el mundo, amad y esperad! ¡Yo volveré!
Pero Santiago ya se había hecho a la idea de la muerte del maestro; meditaba en lo que harían cuando se quedaran sin él.
– No podemos oponernos a la voluntad de Dios, ni tampoco a la tuya. Tu deber, maestro, es morir, tal como dicen los profetas, y el nuestro vivir. Para que las palabras que tú pronunciaste no se pierdan, es preciso que las fijemos en nuevas Escrituras Sagradas, que hagamos leyes, que construyamos nuestras propias sinagogas y que elijamos a nuestros sumos sacerdotes, nuestros escribas y nuestros fariseos.
– ¡Crucificas el espíritu, Santiago! ¡No, no quiero!
– Sólo así podrá sobrevivir el espíritu -replicó Santiago.
– ¡Pero ya no será libre, ya no será espíritu!
– Poco importa. Se asemejará al espíritu y esto es suficiente para nuestro trabajo, maestro.
Jesús se sintió inundado de sudor frío. Arrojó una rápida mirada a los discípulos; ni uno de ellos alzó la cabeza para contradecir a Santiago. Pedro miraba al hijo de Zebedeo con admiración y pensaba «tiene carácter fuerte. Lo veo capitaneando las barcas de su padre… Ahora le hace frente al propio maestro…»
Desesperado, Jesús extendió las manos para implorar ayuda.
– Os enviaré al Espíritu Santo -dijo-, que es el espíritu de verdad. El os guiará.
– Envíanos pronto al Espíritu Santo -exclamó Juan-. De lo contrario, nos extraviaremos y ya no podremos reunimos contigo, maestro.
Santiago sacudió la cabeza con obstinación:
– El espíritu de verdad de que hablas también será crucificado. Mientras haya hombres, maestro, el espíritu será crucificado. Pero poco importa. De todos modos, siempre queda algo, y lo poco que queda nos basta.
– ¡Pero no me basta a mí! -exclamó Jesús desesperado.
Santiago se turbó al oír aquel grito,, doloroso. Se acercó al maestro y le cogió la mano.
– No te basta y por eso te crucifican. Perdóname por haberte contradicho.
Jesús posó la mano en la cabeza de Santiago y dijo:
– Si es voluntad de Dios que el espíritu sea crucificado eternamente en la tierra, ¡bendita sea la cruz! Carguémosla sobre nuestros hombros con amor, con paciencia y confianza. Un día se convertirá en alas.
Callaron. Ahora la luna había subido muy alto en el cielo. Un resplandor fúnebre se había difundido sobre las mesas. Jesús juntó las manos y dijo:
– La jornada ha terminado. Hice lo que debía hacer y dije lo que debía decir. Cumplí con mi deber, según creo, y ahora junto las manos.
Luego hizo una señal a Judas, que estaba frente a él. El pelirrojo se levantó, se ajustó el ceñidor de cuero y empuñó el nudoso bastón. Jesús agitó la mano como para despedirse de él.
– Esta noche iremos a orar bajo los olivos de Getsemaní, más allá del valle del Cedrón. Vete, hermano Judas, y que Dios te acompañe.
Judas abrió la boca como para decir algo, pero de sus labios no salió palabra alguna. La puerta estaba abierta y salió impetuosamente por ella. Oyéronse sus pisadas en la escalera de piedra.
– ¿Adonde va? -preguntó Pedro, inquieto. Quiso levantarse para seguirlo, pero Jesús lo detuvo.
– La rueda de Dios está en marcha -dijo-. No te interpongas en su camino.
Se había levantado viento y vacilaron las llamas de los candelabros de siete brazos. Súbitamente arreció el viento y se apagaron. Toda la luna entró en la estancia. Natanael sintió miedo, se inclinó sobre su amigo y le dijo:
– Eso no era viento, Felipe. Entró alguien, Dios mío ¿y si fuera la muerte?
– Aun cuando fuera ella, ¿qué puede importarte? -le respondió el pastor-. ¡No viene por nosotros!
Palmeó la espalda de su amigo, que no lograba tranquilizarse.
– Las grandes tempestades son para los grandes navíos -dijo-. Pero nosotros, ¡alabado sea Dios!, no somos más que cáscaras de nuez.
La luna daba en el rostro de Jesús y lo devoraba. Sólo quedaban de él un par de ojos completamente negros. Juan se aterró. Tendió a escondidas la mano hacia el rostro del maestro y murmuró:
– Maestro, ¿dónde estás?
– Aún no he partido, amado Juan -respondió Jesús-. Desaparecí por unos instantes porque pensaba en una frase que un asceta me dijo un día en el santo monte Carmelo. «Estaba -me dijo- sumergido en los cinco abrevaderos de mi cuerpo, como un puerco.» «¿Y cómo te liberaste, padre? -le pregunté-. ¿Luchaste mucho?» Me respondió: «En absoluto. Una mañana vi un almendro en flor y me sentí liberado.» Como un almendro en flor, amado Juan, se me apareció la muerte esta noche por unos instantes.
Se levantó al cabo de un momento de silencio y dijo:
– En marcha. Ha llegado la hora.
Jesús iba en cabeza, y los discípulos le seguían pensativos.
– Huyamos -dijo quedamente Natanael a su amigo-. Huelo complicaciones.