– Te iba a proponer lo mismo -le respondió Felipe-. Pero llevémonos con nosotros a Tomás.
Buscaron a Tomás a la luz de la luna, pero éste ya se había internado por las callejuelas. Ambos se quedaron detrás del grupo y, en el momento de entrar en el valle del Cedrón, dejaron que se alargara la distancia que los separaba de los otros y luego echaron a correr.
Jesús bajó, con los que aún le acompañaban, al valle del Cedrón, subió la otra ladera y tomó el sendero que llevaba a los olivares de Getsemaní. ¡Cuántas veces habían pasado la noche bajo aquellos viejos olivos, hablando de la misericordia de Dios y de las iniquidades de los hombres!
Se detuvieron. Aquella noche los discípulos habían comido y bebido excesivamente y tenían sueño. Aplanaron la tierra con los pies y apartaron las piedras para tenderse en el suelo.
– Faltan tres -dijo el maestro, mirando a su alrededor-. Dónde están.
– Se fueron… -respondió Andrés con cólera. Pero Jesús sonrió y le dijo:
– No los juzgues, Andrés. ¡Ya verás que un día volverán los tres y cada uno llevará una corona, la más real de las coronas, hecha de espinas y de siemprevivas!
Jesús se apoyó luego contra un olivo porque se sintió invadido de pronto por un gran cansancio.
Los discípulos ya se había acostado. Habían encontrado grandes piedras que les servían de almohadas.
– Ven a acostarte entre nosotros, maestro -dijo Pedro, bostezando-. Andrés montará guardia.
Jesús se separó del árbol y dijo:
– Pedro, Santiago y Juan, venid conmigo.
Su voz rebosaba tristeza y autoridad.
Pedro simuló no haber oído, se estiró en el suelo y volvió a bostezar. Pero los dos hijos de Zebedeo lo cogieron por los brazos y lo levantaron.
– ¿No tienes vergüenza? -dijeron.
Pedro se acercó a su hermano y le dijo:
– Andrés, no sabemos lo que puede ocurrir. Dame tu puñal.
Jesús iba delante. Salieron del huerto de los olivos y llegaron a un lugar descubierto.
Jerusalén centelleaba frente a ellos, vestida de luna, completamente blanca. Sobre sus cabezas desplegábase un cielo de leche donde no se veía ni una estrella, y la luna llena, que antes habían visto alzarse, presurosa, estaba ahora inmóvil en el centro del cielo.
– Padre -murmuró Jesús-, Padre que estás en el cielo, Padre que estás en la tierra; el mundo que creaste y que vemos es hermoso, y el mundo que no vemos es hermoso… no sé, perdóname, no sé, Padre, cuál de los dos es más hermoso.
Se inclinó, tomó un puñado de tierra y aspiró su olor, el cual penetró en sus entrañas. Cerca de allí debía haber lentiscos, pues la tierra olía a resina y miel. La apretó contra la mejilla, contra el cuello, contra sus labios.
– ¡Qué aroma! -murmuró-. ¡Qué calor, qué fraternidad!
Comenzaron a rodar lágrimas por sus mejillas. Oprimía la tierra en la mano y no quería separarse de ella. Murmuró:
– Entraremos juntos, hermana, en la muerte. No tengo otra compañera.
– No resisto más -dijo Pedro, fastidiado-. ¿Adónde nos lleva? No iré más lejos. Me acostaré aquí.
Pero mientras buscaba un lugar cómodo donde acostarse, vio a Jesús que avanzaba lentamente hacia ellos. Pedro le salió al encuentro.
– Maestro, pronto será medianoche -dijo-. Este es un buen lugar para dormir.
– Hijos míos -dijo Jesús-, mi alma se siente mortalmente triste. Id a tenderos bajo los árboles, que yo permaneceré aquí, bajo el cielo, orando. Os suplico que no durmáis. Velad, orad conmigo esta noche. Hijos míos, ayudadme a pasar esta hora difícil.
Volvió el rostro hacia Jerusalén y dijo:
– Idos. Dejadme solo.
Los discípulos se alejaron un tanto y se echaron bajo los olivos. Jesús se arrojó en tierra y pegó los labios al suelo. Su espíritu, su corazón y sus labios no se separaban de la tierra. Se habían convertido en tierra.
– Padre -murmuró-. Padre, estoy bien aquí, apretando contra la tierra mi cuerpo de tierra. Déjame, la copa que me das a beber es amarga, demasiado amarga y no la resisto… Si es posible, Padre, apártala de mis labios.
Calló. Prestó atención, procurando oír en la noche la voz del Padre. Había cerrado los ojos… ¿quién sabe?, Dios es bueno, acaso viera al Padre sonriéndole con compasión y haciéndole una señal. Esperaba y esperaba, temblando. Pero nada oyó, nada vio. Miró a su alrededor; estaba solo. Sintió miedo, se levantó y fue en busca de sus compañeros para confortar su corazón. Halló a los tres dormidos. Tocó con la punta del pie a Pedro, luego a Juan y por último a Santiago.
– ¿No os da vergüenza? -les dijo con tristeza-. ¿No tenéis fuerzas para orar conmigo?
– Maestro -dijo Pedro, que no podía mantener abiertos los ojos-, maestro, el alma está pronta pero la carne es débil. Perdónanos.
Jesús volvió al claro del huerto y cayó de rodillas en las piedras.
– Padre -exclamó-, la copa que me tiendes es amarga, demasiado amarga. Apártala de mis labios.
Apenas hubo pronunciado estas palabras, vio sobre él, a la luz de la luna, a un ángel de rostro muy pálido y muy severo, que descendía. Sus alas eran de luna y llevaba un cáliz de plata. Jesús escondió el rostro en las manos y se desplomó en tierra.
– ¿Esa es tu respuesta? ¿No te apiadas de mí?
Esperó unos momentos. Lentamente fue apartando los dedos para ver si el ángel estaba aún sobre él. El ángel había bajado aún más y el cáliz rozaba ahora los labios de Jesús. Jesús lanzó un grito, extendió los brazos y cayó de espaldas en tierra.
Cuando recobró el sentido, la luna se había desplazado un poco en el cielo y el ángel se había disuelto en su luz. A lo lejos, en el camino de Jerusalén, habían aparecido luces que se movían, semejantes a las producidas por antorchas encendidas. ¿Se acercaban? ¿Se alejaban? ¿Adónde iban? El miedo volvió a dominarle, así como el deseo de oír una voz humana, de tocar manos amadas. Corrió en busca de sus tres compañeros.
Aún dormían los tres y sus rostros serenos estaban bañados por la luna. Juan había tomado por almohada el hombro de Pedro, y Pedro el pecho de Santiago, que había apoyado su cabeza negra y rizada en una piedra. Dormía con los brazos extendidos bajo el cielo, y se veía el brillo de sus dientes entre los bigotes, así como su barba de azabache. Debía tener un buen sueño, pues reía. Jesús se compadeció de ellos y esta vez no los sacudió para despertarlos; se volvió sobre sus pasos, caminando de puntillas. Volvió a echarse de bruces en tierra y lloró.
– Padre -dijo en voz muy baja, como si quisiera que Dios no lo oyera-, Padre, hágase tu voluntad y no la mía, Padre.
Se levantó y volvió a mirar hacia el camino de Jerusalén. Las luces se habían acercado y ahora veíanse claramente unas sombras que se agitaban en torno de ellas, así como armaduras de bronce que centelleaban.
– Ya llegan… Ya llegan -murmuró Jesús. Las rodillas se le doblaban y, precisamente en aquel momento, un ruiseñor fue a posarse en un ciprés joven, frente a Jesús. La luna llena, los aromas primaverales y la noche cálida y húmeda habían embriagado al ave, que se sentía habitada por un Dios todopoderoso, el mismo Dios que había creado el cielo, la tierra y las almas de los hombres… y el ruiseñor se puso a cantar, Jesús había alzado la cabeza y escuchaba. ¿Sería aquel Dios el verdadero Dios de los hombres, el que ama la tierra, la frágil garganta de las aves y los abrazos? Sintió ascender desde el fondo de sus entrañas otro ruiseñor, que respondía a la llamada del primero y que se puso a su vez a cantar las penas eternas, las alegrías eternas… a Dios, el amor, la esperanza…
El ruiseñor cantaba y Jesús temblaba. Ignoraba que en su ser hubiera tantas riquezas, tantas deliciosas y ocultas alegrías, tantos pecados. Florecieron sus entrañas mientras el ruiseñor gorjeaba gozosamente en las ramas en flor y no podía ni quería remontar el vuelo. ¿Adónde iba a ir? ¿Por qué había de partir? Está tierra es el Paraíso… Y mientras Jesús escuchaba el canto de las dos aves y, sin despojarse de su cuerpo, entraba en el Paraíso, oyó voces roncas. Acercábanse las antorchas encendidas y las armaduras de bronce y, en medió de las columnas de humo y de las llamas, creyó percibir a Judas, al tiempo que dos brazos robustos lo estrecharon y una barba roja rozó su rostro. Le pareció que había lanzado un grito y había perdido la conciencia por algunos instantes. Pero había tenido tiempo de sentir el aliento fuerte de Judas, que había pegado la boca a la suya, y de oír su voz ronca, desesperada: