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– Te saludo, maestro.

La luna iba a alcanzar las montañas lechosas de Judea. Se levantó un cierzo helado y las uñas y los labios de Jesús mostraron un tinte azulado. Jerusalén se erguía bajo la luna ciega y pálida.

Jesús se volvió, vio a los soldados y a los levitas y dijo:

– Bienvenidos, enviados de Dios. ¡Os sigo!

En medio de la confusión que sobrevino vio a Pedro, que había desenvainado el puñal para cortar la oreja de un levita, y dijo:

– Envaina el puñal. Si respondemos al puñal con el puñal, ¿cuándo cesarán las matanzas en el mundo?

XXIX

Apresaron a Jesús entre gritos. Lo arrastraron sobre las piedras, entre los cipreses y los olivos, le hicieron bajar al valle del Cedrón; entraron en Jerusalén y llegaron al palacio de Caifas. Allí estaba reunido el Sanedrín, aguardando al rebelde para juzgarlo.

Hacía frío y los servidores habían encendido fuegos en el patio y se calentaban. A intervalos regulares salían levitas del palacio y comunicaban las noticias. Los testigos le acusaban de cosas que ponían los pelos de punta… El maldito había proferido blasfemias contra el Dios de Israel, contra la Ley de Israel y contra el Santo Templo, había dicho que lo destruiría y que echaría sal sobre sus ruinas…

Bien arrebujado y con la cabeza gacha, Pedro entró en el patio. Tendió las manos ante el fuego y, mientras se calentaba, escuchaba temblando las noticias. Una sirvienta que acertó a pasar por allí lo vio y se detuvo.

– ¡Eh, viejo! -le gritó-. ¿Por qué te ocultas? Alza la cabeza, queremos verte. Creo que tú también estabas con él.

Algunos levitas oyeron sus palabras y se acercaron. Pedro tuvo miedo, levantó la mano y dijo:

– ¡Juro que no conozco a ese hombre! -Luego se dirigió hacia la puerta.

Pasó otra criada, que lo vio en el momento en que se disponía a salir, y le dijo:

– ¡Eh, viejo! Tú también estabas con él; te vi.

– ¡No conozco a ese hombre! -volvió a exclamar Pedro, que apartó a la joven y siguió su camino. Pero en el umbral lo detuvieron dos levitas, que lo cogieron por los hombros y lo zarandearon.

– Tu forma de hablar te traiciona -le gritaron-. Eres galileo y discípulo suyo.

Entonces Pedro se puso a blasfemar, a maldecir y a gritar:

– ¡No conozco a ese hombre!

En aquel instante cantó el gallo del corral. Pedro calló bruscamente. Acababa de recordar las palabras del maestro: «¡Pedro, Pedro, antes de que cante el gallo renegarás de mí tres veces!» Salió del palacio, se desplomó en tierra y se deshizo en lágrimas.

Nacía el día. El cielo se tornó escarlata; parecía cubierto de sangre. Un levita pálido salió corriendo de la sala del Sanedrín, y dijo:

– El sumo sacerdote se rasgó las vestiduras cuando el criminal dijo: «¡Soy Jesús, el hijo de Dios!» Todos los ancianos se pusieron en pie de un salto y se rasgaron las vestiduras, gritando: «¡Muera! ¡Muera!»

Salió otro levita, que dijo:

– Ahora lo conducirán ante Pilatos. El es el único que puede decretar su muerte. Apartaos para dejarle pasar. Ya abren las puertas.

Abriéronse las puertas y salieron los señores de Israel encabezados por el sumo sacerdote Caifás, cuyos ojos estaban inyectados en sangre y avanzaba a paso lento. Tras él marchaban los Ancianos: una multitud de barbas, de ojos astutos y malévolos, de bocas desdentadas y lenguas pérfidas. Todos aquellos cuerpos hervían de rabia y avanzaban tambaleándose. Los seguía Jesús, tranquilo y afligido; chorreaba sangre de su cabeza: le habían golpeado. En el patio estallaron los gritos, las risas, las blasfemias. Pedro se sobresaltó, se apoyó en el marco de la puerta de entrada y las lágrimas corrieron por sus mejillas. Murmuraba: «¡Pedro, Pedro, cobarde, mentiroso y traidor! Corre y grita: ¡Soy de los suyos! Aun cuando te maten por ello.» Se excitaba su alma pero su cuerpo, inerte, continuaba apoyado en el marco de la puerta y temblaba. En el umbral Jesús tropezó, vaciló, extendió el brazo para apoyarse en alguna parte y se aferró del hombro de Pedro. Este quedó petrificado de espanto y de sus labios no salió sonido alguno. No hizo ni un solo ademán; sentía la mano del maestro, que asía su hombro. Aún no era de día y reinaba una penumbra azulada, pero Jesús no se volvió para ver a dónde se había agarrado para no caer. Tomó aliento y reanudó la marcha, tras los Ancianos y en medio de los soldados, en dirección a la torre de Pilatos.

Pilatos acababa de bañarse y frotarse con aceites aromáticos. Irritado, recorría de uno a otro extremo la alta terraza de la torre. Nunca le había gustado aquel día de Pascua. Los judíos, enfurecidos y poseídos por su Dios, iban sin duda a batirse una vez más con los soldados romanos. Aquel año podía tener lugar otra carnicería, cosa que a Roma le interesaba evitar. Además, esta vez se presentaban problemas suplementarios. Los judíos querían crucificar a toda costa al desdichado nazareno. ¡Sucia raza!

Pilatos apretó los puños. Se le había puesto entre ceja y ceja salvar a aquel imbécil, no porque fuera inocente -puesto que ser inocente nada significaba- ni porque le inspirara compasión -no le faltaba más que compadecerse de los judíos-, sino para hacer rabiar a aquella sucia raza judía.

Un gran clamor se alzó bajo las ventanas de la torre. Pilatos se inclinó y vio que la judiada invadía su patio y que los pórticos y las terrazas del Templo estaban poblados por una multitud enfurecida que empuñaba bastones y hondas, daba a Jesús puñetazos y puntapiés y lo escarnecía. Los soldados romanos le escoltaban y lo empujaban hacia la gran puerta de la torre.

Pilatos fue a sentarse en su trono toscamente esculpido. Abrióse la puerta y los dos negros gigantescos hicieron entrar a Jesús. Sus vestiduras estaban hechas jirones y su rostro cubierto de sangre, pero mantenía erguida la cabeza y en sus ojos no cesaba de brillar una luz serena y remota. Pilatos sonrió y dijo:

– Otra vez estás ante mí, Jesús de Nazaret, rey de los judíos. Parece que quieren matarte.

Jesús miraba el cielo por la ventana. Su espíritu y su cuerpo ya se habían marchado. No dijo nada. Pilatos se encolerizó y exclamó:

– Olvida el cielo; debes mirarme a mí. ¿No sabes que en mi mano está liberarte o crucificarte?

– No tienes sobre mí ningún poder -respondió con calma Jesús-. Sólo Dios tiene poder sobre mí.

Del patio de la torre llegaron gritos furiosos: «¡Muera! ¡Muera!»

– ¿Por qué están tan enfurecidos? -preguntó Pilaros-. ¿Qué les has hecho?

– Proclamé la verdad -respondió Jesús.

Pilatos sonrió:

– ¿Qué verdad? ¿Qué quiere decir «verdad»?

El corazón de Jesús se oprimió. ¿Así era entonces el mundo, así eran los señores del mundo? Pilaros preguntaba qué era la verdad y reía.

Pilatos se asomó a la ventana. Acababa de recordar que la víspera habían capturado a Barrabás, culpable del asesinato de Lázaro.

Una antigua costumbre ordenaba que el día de Pascua los romanos liberaran a un condenado a muerte.

– ¿A quién queréis que libere -gritó-, a Jesús, el rey de los judíos, o a Barrabás, el bandido?

– ¡A Barrabás! ¡A Barrabás! -aulló el populacho.

Pilatos llamó a los guardias y les ordenó, señalándoles a Jesús:

– Flageladlo, colocadle una corona de espinas, envolvedlo en un trapo rojo y ponedle en la mano una larga caña para que la empuñe a modo de cetro. Es rey, ¡vestidlo como un rey!