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Pensó que presentándole ante la multitud en aquel estado lastimoso, se compadecerían de él.

Los guardias lo cogieron, lo ataron a una columna y se pusieron a azotarle y a lanzarle escupitajos al rostro. Le tejieron una corona de espinas y se la colocaron en la cabeza; manó sangre de la frente y las sienes de Jesús. Le echaron sobre los hombros un pedazo de trapo rojo, le pusieron en la mano una larga caña y así lo llevaron a presencia de Pilatos. Al verlo, éste no pudo contener la risa.

– Te doy la bienvenida, majestad -dijo-. Ven que he de mostrarte a tu pueblo.

Lo cogió de la mano y salió a la terraza:

– ¡He aquí a vuestro hombre! -exclamó.

– ¡Que lo crucifiquen! ¡Que lo crucifiquen! -aulló la multitud.

Pilatos ordenó que le llevaran una jofaina y una jarra de agua. Se levantó y, según su costumbre, se lavó las manos ante la muchedumbre.

– Me lavo las manos -dijo-. No soy yo quien derrama su sangre. Soy inocente. ¡Que la culpa caiga sobre vosotros!

– ¡Que su sangre caiga sobre nuestras cabezas y sobre las cabezas de nuestros hijos! -rugió la turba.

– ¡Lleváoslo! -dijo Pilatos-. ¡Y no me molestéis más!…

Lo cogieron y cargaron la cruz sobre sus hombros. La multitud le escupía a la cara, lo golpeaba, lo empujaba a puntapiés hacia el Gólgota. Jesús se tambaleaba; la cruz era pesada y Jesús miraba a su alrededor con la esperanza de descubrir, en la muchedumbre, un discípulo que se compadeciera de él. Miraba y miraba, pero no vio a nadie. Dijo en un suspiro:

¡Bendita sea la muerte! ¡Gloria a ti, Dios mío!

Entretanto los discípulos, refugiados en la taberna de Simón el cirenaico, esperaban que finalizara la crucifixión y cayera la noche para huir sin ser vistos por nadie. Agazapados tras los toneles, aguzaban el oído y escuchaban los gritos de la multitud, que desfilaba, gozosa. Todos, hombres y mujeres, corrían hacia el Gólgota. Habían festejado debidamente la Pascua, se habían atracado de carne y vino y ahora se distraerían presenciando la crucifixión.

Los discípulos escuchaban el rumor de la calle y temblaban de miedo. Oíanse de cuando en cuando los sollozos ahogados de Juan y a veces Andrés se levantaba, iba y venía por la taberna y profería amenazas. Pedro maldecía y blasfemaba porque era cobarde y no tenía valor para salir y dejarse matar con el maestro… ¡Cuántas veces le había prometido solemnemente!: «¡Te seguiré hasta la muerte, maestro!» Y ahora que llegaba el momento de morir estaba acurrucado tras los toneles.

Santiago estalló:

– Deja de llorar, Juan. Eres un hombre. Y en cuanto a ti, aguerrido Andrés, no te retuerzas los bigotes y siéntate. ¡Venid todos aquí! Hemos de tomar una decisión. ¿Y si fuera verdaderamente el Mesías? Si resucita al cabo de tres días, ¿con qué cara nos presentaremos ante él? ¿Habéis pensado en eso? ¿Qué dices tú, Pedro?

– Si es el Mesías estamos perdidos -respondió Pedro, desesperado-. Ya os he dicho que renegué de él tres veces.

– Y si no es el Mesías estamos igualmente perdidos -dijo Santiago-. ¿Qué piensas tú, Natanael?

– Yo digo que nos escapemos lo antes posible. Sea o no el Mesías, estamos perdidos.

– ¿Y lo abandonaremos sin defenderlo? ¿Cómo podrá soportar eso nuestro corazón? -dijo Andrés, que quiso precipitarse hacia la puerta. Pero Pedro lo cogió de las ropas y dijo:

– Tranquilízate. Te despedazarán, desdichado. Busquemos otra solución.

– ¿Qué solución, hipócritas y fariseos? -dijo Tomás con voz entrecortada-. Hablemos francamente, sin hipocresías. Hemos participado en un negocio en el cual invertimos la totalidad de nuestro capital. Sí, fue un pacto comercial y no tenéis por qué lanzarme esas miradas furiosas. Hemos hecho una transacción comercial y cada cual ha contribuido con lo que tenía. Yo di mis mercancías, los peines, los carretes de hilo y los espejitos a cambio del reino de los cielos. Y vosotros habéis hecho otro tanto. Uno dio su barca, otro sus carneros, otro abandonó su vida cómoda para seguir al maestro. Y el negocio fracasó; hemos quebrado y nuestro capital se esfumó. ¡Vayamos con cuidado, no sea que perdamos también la vida! Por lo tanto, éste es mi consejo: ¡sálvese quien pueda!

– ¡De acuerdo! -exclamaron Felipe y Natanael-. ¡Sálvese quien pueda!

Inquieto, Pedro se volvió hacia Mateo, que, sentado aparte del grupo, había aguzado el oído y escuchaba en silencio.

– ¡En nombre del cielo, Mateo -dijo-, no escribas todo esto! ¡No nos dejes en ridículo hasta el fin de los tiempos!

– No te preocupes -respondió Mateo-. Conozco mi oficio; veo y oigo muchas cosas pero selecciono entre ellas. Sólo os doy un buen consejo: ¡mostraos valientes y tomad una decisión viril de modo que pueda dejarla registrada para gloria vuestra, pobres amigos míos! ¡Sois apóstoles y esto no es cosa de broma!

En aquel instante Simón el cirenaico empujó la puerta de la taberna y entró. Sus ropas estaban hechas jirones, su rostro y su pecho cubiertos de sangre y el ojo derecho hinchado. Juraba y gruñía. Se arrancó algunas hilachas, sumergió la cabeza en el cubo donde lavaba los vasos de vino y cogió una toalla. Mientras se secaba el torso, no dejaba de gruñir ni escupir. Luego puso los labios en la espita del tonel y bebió. Oyó ruido tras los toneles, se agachó y vio a los discípulos acurrucados allí. La cólera se apoderó de éclass="underline"

– ¡El diablo cargue con vosotros, bellacos! -les gritó-. ¡De modo que así abandonáis a vuestro jefe!… ¡De modo que así desertáis de la batalla, sucios galileos, sucios samaritanos, canallas!

– Nuestra alma quería luchar, ¿sabes Simón? -Pedro se aventuró a decir-, nuestra alma quería luchar, Dios es testigo de ello, pero el cuerpo…

– ¡Basta, fanfarrón! ¿No sabes, bellaco, que cuando el alma quiere algo el cuerpo no puede oponerse a sus deseos? Todo se convierte entonces en alma: el garrote que empuñas, las vestiduras que llevas y la piedra que pisas… ¡todo, todo! Miradme, malditos cobardes, mi carne está toda azul, mis ropas están hechas jirones y poco faltó para que me vaciaran los ojos. ¿Por qué? ¡La peste os lleve, sucios discípulos! ¡Porque, maldito, defendí a vuestro maestro y me enfrenté a toda una multitud, yo, yo, el tabernero, el sucio cirenaico! ¿Y por qué lo hice? ¿Porque creía acaso que era el Mesías y que mañana él me convertiría en un personaje grande y poderoso? En absoluto. ¡Lo hice porque me picaron en mi amor propio, maldita sea, y no lo lamento!

Iba y venía, tropezaba con los escabeles y escupía y blasfemaba. Pero Mateo estaba en ascuas; quería saber qué había ocurrido en el palacio de Caifas, en la torre de Pilatos, quería conocer las palabras pronunciadas por el maestro así como lo que gritaba la multitud, para transcribirlo todo en sus escritos.

– Si crees en Dios, hermano Simón -le dijo-, cálmate y cuéntanos todo lo ocurrido. Dinos cómo, dónde y cuándo tuvieron lugar los sucesos y repite las palabras que ha dicho el maestro.

– ¿Las palabras que ha dicho el maestro? -dijo Simón-. «¡Idos a hacer puñetas, discípulos!» Eso es lo que dijo. ¿Por qué me miras con la boca abierta? Empuña la caña y escribe: «¡Idos a hacer puñetas!»

Un lamento se oyó en el rincón ocupado por los discípulos. Juan rodaba por el suelo y aullaba y Pedro se golpeaba la cabeza contra la pared.

– Si crees en Dios, Simón -imploró otra vez Mateo-, di la verdad para que pueda escribirla. ¿No comprendes que en este instante el mundo entero está suspendido de tus labios?

Pedro continuaba golpeándose la cabeza contra la pared.

– No te desesperes, Pedro -le dijo el tabernero-. Te diré lo que debes hacer para ser glorificado por los siglos de los siglos. Escucha: pronto Jesús pasará ante la taberna; ya oigo los clamores de la turba; tú te levantarás, abrirás valientemente la puerta, le saldrás al encuentro y le tomarás la cruz, que cargarás en tus hombros. Es muy pesada, maldita sea, y vuestro Dios es muy delicado y ya debe estar exhausto.