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Se echó a reír y con un movimiento brusco empujó a Pedro con el pie.

– ¿Lo harás? ¡Ahí te quiero ver!

– Te juro que lo haría si no fuera por la muchedumbre -lloriqueó Pedro-. ¡Me harán picadillo!

El tabernero escupió, furioso.

– ¡Idos a hacer puñetas! -exclamó-. ¿Ninguno de vosotros quiere hacerlo? ¿Tampoco tú, Natanael, que eres fornido como un toro? ¿Tampoco tú, Andrés, que eres tan rápido para desenvainar el puñal? ¿Cómo? ¿Nadie, nadie quiere hacerlo? ¡Puf, reventad todos! ¡Eh, pobre Mesías, qué soldados elegiste para conquistar el mundo! Deberías haberme elegido a mí, que acaso sea carne de patíbulo pero tengo amor propio. Y cuando uno tiene amor propio es siempre un hombre aunque sea un borracho, un bandido o un embustero. Pero cuando uno no tiene amor propio, ¡puede ser una paloma, puf, pero no vale ni un céntimo!

Volvió a escupir y luego fue a abrir la puerta; permaneció en el umbral, respirando entrecortadamente.

Las calles se habían llenado de gente y corrían los hombres y las mujeres, gritando:

– ¡Ya llega, ya llega, ya llega el rey de los judíos! ¡Uh!, ¡Uh!, ¡Uh!

Los discípulos volvieron a acurrucarse tras los barriles. Simón se volvió y les gritó:

– ¿No vais a salir, canallas, para verlo? ¿Para que el desdichado os vea y se consuele? Pues bien, entonces saldré yo y le haré una señal, como diciéndole: «Aquí estoy yo, Simón el cirenaico, ¡presente!» -Y se lanzó a la calle.

Avanzaban oleadas de hombres y mujeres. Adelante iban los jinetes romanos y atrás Jesús, cargado con la cruz; chorreaba sangre y sus vestiduras colgaban hechas jirones. Ya no tenía fuerzas para andar y tropezaba incesantemente; cuando estaba a punto de caer le hacían recobrar el equilibrio a fuerza de puntapiés. Le seguían los cojos, los ciegos, los tullidos, furiosos porque no los había curado; le injuriaban y lo golpeaban con las muletas y los bastones. Jesús miraba ansiosamente a su alrededor: ¿cómo era posible que no viera a ninguno de sus compañeros? ¿Qué había sido de sus amados discípulos?

Al pasar ante la taberna, se volvió y vio a Simón que le hacía una señal con la mano. Su corazón se llenó de alegría y quiso mover la cabeza para agradecérselo, pero tropezó con una piedra y se desplomó en tierra con la cruz a la espalda. Rugió de dolor.

El cirenaico corrió, levantó a Jesús, tomó la cruz, la cargó en sus hombros y se volvió y sonrió a Jesús.

– ¡Animo! -le dijo-. No te abandonaré.

Salieron por la puerta de David y comenzaron a subir la loma. Pronto llegarían a la cima del Gólgota, donde no había más que piedras, espinas y esqueletos. Crucificábase allí a los rebeldes y las aves de presa devoraban sus cuerpos; el aire hedía a carroña.

El cirenaico dejó la cruz en tierra. Dos soldados se pusieron a cavar y a plantarla entre las piedras. Jesús esperaba, sentado en una piedra. El sol refulgía en lo alto de un cielo de hierro candente. No había ni una llama, ni un ángel, no se veía el menor signo que permitiera suponer que allá arriba alguien miraba lo que ocurría en la tierra… y mientras esperaba sentado, desmenuzando entre los dedos un terroncito de tierra, Jesús sintió que alguien estaba delante de él y lo miraba. Con calma, sin prisa, alzó la cabeza, la vio y la reconoció:

– Bienvenida -murmuró-, fiel compañera de camino. Aquí acaba el viaje. Se cumplió lo que tú deseabas y lo que yo deseaba. Toda mi vida luché para transformar el Anatema en Bendición. Después de esto, estamos en paz. Adiós, Madre -y agitó ligeramente la mano a la sombra cruel.

– Dos soldados asieron a Jesús por los hombros.

– ¡En pie, Majestad! -le gritaron-. ¡Sube a tu trono!

Lo desnudaron y quedó al descubierto el cuerpo delgado bañado en sangre.

El calor era tórrido. La muchedumbre, cansada de desgañitarse, miraba en silencio.

– Dale de beber vino para que cobre valor -dijo un soldado. Pero Jesús rechazó la copa y extendió los brazos hacia la cruz.

– Padre -murmuró-, hágase tu voluntad.

– ¡Embustero! ¡Canalla! ¡Embaucador del pueblo! -aullaban los ciegos, los leprosos y los tullidos.

– ¿Dónde está el reino de los cielos? ¿Dónde están los hornos llenos de pan? -aullaban los menesterosos. Llovían las piedras y los tomates.

Jesús abrió los brazos y quiso exclamar: «¡Hermanos!», pero los soldados lo cogieron y lo subieron a la cruz. Llamaron a los gitanos. Cuando éstos levantaron los martillos y se oyó el primer golpe, el sol ocultó su rostro. Al segundo golpe de martillo el cielo se ensombreció y aparecieron las estrellas. No eran estrellas sino gruesas lágrimas que caían, gota a gota, en la tierra.

El terror se apoderó del pueblo. Los caballos que montaban los romanos se asustaron, se levantaron sobre las patas traseras y se echaron a galopar, desbocados, pisoteando a la judiada. Súbitamente la tierra y el cielo enmudecieron, como cuando se va a producir un temblor de tierra. Simón el cirenaico se echó de bruces sobre las piedras; la tierra había temblado súbitamente bajo sus pies y sintió miedo.

– ¡Oh! -murmuró-. La tierra va a abrirse y a tragarnos…

Alzó la cabeza y miró a su alrededor. Habiérase dicho que el mundo se había desvanecido y que brillaba, pálido y brumoso, envuelto en tinieblas azuladas. Las cabezas de la multitud habían desaparecido y sólo se veían los ojos, semejantes a agujeros negros. Una bandada de cuervos que, atraída por el olor de la sangre, revoloteaba sobre el Gólgota, huía ahora, espantada. De la cruz salía un estertor débil y quejumbroso; el cirenaico endureció su corazón, levantó los ojos y miró. Lanzó un grito. No eran gitanos los que clavaban al crucificado: una muchedumbre de ángeles había descendido del cielo y empuñaba martillos y clavos, volaba en torno de Jesús, descargaba golpes redoblados clavando alegremente sus manos y sus pies; otros ataban fuertemente el cuerpo del crucificado con gruesas sogas para que no cayera y un angelito de mejillas rosadas y rizos rubios traspasaba el costado de Jesús de un lanzazo.

– ¿Qué es esto? -murmuró el cirenaico, temblando-. ¡El propio Dios lo crucifica!

Entonces Simón el cirenaico sintió el miedo más intenso y el dolor más grande de su vida: una voz fuerte hendió el aire de arriba abajo, desgarradora, preñada de reproches:

– ELI… ELI…

No podía acabar el grito; quería acabarlo pero no lo lograba y, de pronto, sintió que se le cortaba la respiración. El Crucificado inclinó la cabeza.

Se desvaneció.

XXX

Pestañeó alegremente, sorprendido. Aquello no era una cruz sino un árbol gigantesco que se alzaba desde la tierra al cielo. Era primavera y todo el árbol florecía. En la punta de cada rama, sobre el vacío, un pájaro se había posado y cantaba… Y él, en pie y apoyado con todo su cuerpo en el árbol en flor, había levantado la cabeza y contaba: uno, dos, tres…

– Treinta y tres -murmuró-; tantos como mis años. Treinta y tres aves que cantan.

Sus ojos se agrandaron hasta invadir todo su rostro. Sin volverse, miraba a la vez hacia todas partes y veía el mundo en flor. Sus oídos, como dos conchas arrolladas en espiral, acogían los clamores, las blasfemias y los sollozos del mundo y los transformaban en una canción. Manaba sangre de su costado, traspasado por un lanzazo.

Una por una y sin que soplara la menor brisa, las flores se deshojaban y caían afectuosamente sobre sus cabellos entremezclados con espinas y sobre sus manos ensangrentadas. Y mientras se esforzaba, en medio de un océano de gorjeos, por recordar quién era y dónde se hallaba, de repente el aire giró como un torbellino para quedar inmediatamente inmóviclass="underline" un ángel estaba frente a él… En aquellos instantes nacía el día.